»Isabel la Católica murió y los dos esposos partieron de nuevo para España a fin de ser reconocidos soberanos de Castilla, que la muerte de la reina había separado de Aragón. Fernando aún vivía e incluso se había vuelto a casar. Ni Juana ni Felipe volverían a ver el cielo gris de Flandes. El 25 de septiembre de 1506, Felipe, que se había enfriado al volver de una cacería, murió tras una agonía de siete días y siete noches durante la cual su mujer no se separó de su lado.

»Cuando exhaló el último suspiro, Juana no lloró, incluso mantuvo una extraña calma. Sin embargo, muy pronto embarcaría a quienes la rodeaban en una horrible odisea.

»Fue entonces cuando se desencadenó su locura: no había manera de separarla del cadáver de su esposo, con el que recorrió media España.

»Cuando Felipe murió, se trataba más bien de una desesperación llevada al paroxismo. Es verdad que la noche que siguió a las exequias provisionales fue a la Cartuja de Miraflores, donde se hallaba el cuerpo, para que le abrieran el féretro y cubrir a su esposo de caricias y besos. En ese momento colgó de su cuello el rubí, tal como había hecho en los tiempos del amor. No se resignaba a que lo enterraran y decidió llevar el cuerpo a Granada para que reposara allí como rey junto a Isabel la Católica. Y entonces es cuando empieza la pesadilla. En la Navidad de 1506, Juana, a la cabeza de un largo cortejo, sale de Burgos al anochecer, exponiéndose al viento y la lluvia de la meseta. El ataúd va en un carro tirado por cuatro caballos. Todos los días se detienen al amanecer en algún monasterio o una casa de pueblo, y todos los días las mismas palabras terribles salen de la boca de ese fantasma negro en que se ha convertido la reina:

»—"¡Abrid el ataúd!"»Le aterroriza la posibilidad de que se lleven el cuerpo que idolatra. Tanto más cuanto que, estando embarazada de su quinto hijo, sabe que tendrá que detenerse para dar a luz. Teme en particular a las mujeres, incluidas las religiosas, y se opone terminantemente a hacer algún alto en un convento femenino. De modo que comprueba que el cadáver sigue allí y hace celebrar servicios fúnebres tres veces al día.

»En Torquemada nacerá la pequeña Catalina, el 17 de enero, pero tendrán que prolongar la estancia debido a una epidemia de peste que estaba causando estragos en Castilla. Hasta mediados de abril no pudieron reanudarla marcha… en las mismas condiciones nocturnas y espantosas. Si una mujer osaba acercarse al ataúd, era ejecutada.

»A mitad del viaje, el séquito real, exhausto y horrorizado, piensa que es preciso poner fin a ese periplo y se dirige al padre de la reina, Fernando de Aragón, expulsado de Castilla por Felipe el Hermoso y que se ha marchado a su reino de Nápoles con su joven esposa, la francesa Germana de Foix. Éste anuncia entonces su regreso. Le envían mensajeros para que se apresure, y eso es lo que hace, contento de la oportunidad que se le presenta.

»El encuentro con Juana tiene lugar en Tortoles. La joven reina vive entonces un instante de felicidad: quiere a su padre y supone que su afecto es correspondido, mientras que él sólo piensa en reinar en su lugar. No obstante, esconde bien su juego, se muestra tierno y cariñoso, promete escoltar personalmente el cortejo fúnebre hasta Granada, pero es aquí, a Tordesillas, adonde trae a Juana y donde ésta permanecerá hasta su muerte, cuarenta y siete años más tarde. En cuanto al cuerpo de Felipe, es depositado "provisionalmente" en el convento de las Clarisas.

»Pero las Clarisas, evidentemente, son mujeres, y eso Juana no lo soporta. Hará una escena tras otra sin obtener más satisfacción que ir a ver de nuevo a ese muerto al que se obstina en adorar, aunque esta vez recuperará su rubí por miedo a que una de esas "criaturas lúbricas" lo robe para lucirlo. A partir de ese momento, lo conservará en su poder.

—¿Quiere decir que está enterrado con ella?

—No. Alguien se hizo con él durante la agonía de la reina: los que la custodiaban.

—¿Y quiénes eran?

—El marqués y la marquesa de Denia, una gente sin entrañas ni escrúpulos.

—Entonces, ¿hay que buscar la piedra en su descendencia?

—Su sucesor actual es la duquesa de Medinaceli. Los Denia fueron nombrados duques, y el título que recibieron es uno de los nueve ducales que poseen. Pero el rubí había desaparecido de la familia hacía bastante tiempo.

—¿Sabe algo al respecto? Aunque supongo que no habrá tenido muchos motivos para investigar acerca de las pertenencias de la reina…

Por la expresión de desdén del marqués, Aldo se percató de que acababa de decir una tontería: la menor reliquia de su ídolo debía de ser preciosa para ese fanático. Y, en efecto, sus palabras se lo confirmaron.

—No he hecho otra cosa durante toda la vida —dijo—, y he dejado en ello la mayor parte de mi fortuna. Por lo demás, el azar me ha favorecido a través de mis antepasados: uno de ellos relató en sus Memorias haber asistido a la compra de la piedra por el príncipe Khevenhüller, entonces embajador del emperador Rodolfo II ante la Corona de España. Como quizá sepa, el emperador era bisnieto de Juana por partida doble: por su madre, María, hija de Carlos V, y por su padre, Maximiliano, hijo de Fernando, cuarto hijo de nuestra pobre reina. Era, además, un coleccionista impenitente, siempre en busca de piedras extraordinarias, de objetos raros y de cosas extrañas…

—Lo sé —gruñó Morosini—. «Sólo amó lo extraordinario y lo milagroso», ha dicho no recuerdo qué autor contemporáneo.

Su buen humor acababa de sufrir un duro golpe: si debía buscar el rubí a través de los complicados meandros de la más nutrida de las familias imperiales, las dificultades no habían hecho más que empezar. En último extremo, violar la sepultura de Juana la Loca en plena catedral de Granada le habría parecido más fácil. No obstante, sintió cierto alivio cuando Fuente Salada añadió:

—Así pues, el rubí partió para Praga, pero ignoro qué ha sido de él. Lo único que sé con certeza es que a la muerte del emperador, el 20 de enero de 1612, el rubí ya no figuraba entre las joyas de la Corona, así como tampoco entre las alhajas privadas de Rodolfo ni entre las numerosas piezas de su gabinete de curiosidades.

—¿Está seguro?

—He investigado a fondo, no con la esperanza de apropiarme algún día de él, sino por saber.

—Es mucho mejor para usted no haber podido permitírselo. Parece bastante satisfecho de su suerte.

—Ahora sí…, plenamente —admitió el marqués dirigiendo una mirada de enamorado al retrato.

—Entonces confórmese con eso y piense que esa maldita piedra sólo le habría aportado desastres y catástrofes.

—Y aun así, ¿usted la busca? ¿No tiene miedo?

—No, porque, si doy con ella, no me la quedaré. Verá, marqués, ya he encontrado tres como ésa, que han sido devueltas a su lugar de origen: el pectoral del sumo sacerdote del Templo de Jerusalén. El rubí debe seguir la misma suerte. Sólo así perderá su poder maléfico.

—¿Una joya… judía?

—No ponga mala cara. Usted ya lo sabía, ¿o acaso ignoraba que, antes de que se la regalaran a Isabel la Católica, había sido robada en la judería de Sevilla por la hija de Diego de Susan, que después envió a su padre a la hoguera?

Fuente Salada volvió la cabeza, molesto. Era un hecho que una mitad larga de la nobleza española conservaba en sus venas unas gotas de sangre judía.

—Bien, príncipe —añadió el marqués, levantándose—, no puedo decirle nada más. Espero que cumpla su promesa respecto a esto.

Señalaba el cuadro. Morosini se encogió de hombros.

—Ese asunto no me concierne; además, soy hombre de una sola palabra. De todas formas, quizá debería esconder esta obra maestra durante un tiempo.

Mientras acompañaba a su visitante hasta la puerta, don Manrique guardó silencio. Hasta el último momento no dijo, con cierta timidez:

—Si consigue encontrar el rastro del rubí…, me gustaría que me pusiera al corriente.

—Es natural. Le escribiré.

Se despidieron con un saludo protocolario, pero sin estrecharse la mano: esas maneras anglosajonas no se estilaban en Castilla la Vieja.

De regreso en el hostal, Aldo se disponía a instalarse en el comedor con la idea de pedir algo para cenar cuando vio aparecer a alguien que no esperaba: el comisario Gutiérrez en persona, más toro de combate que nunca. Sin perder un segundo, éste se precipitó hacia su objetivo preferido.

—¿Qué hace aquí? —gruñó.

—Yo podría formularle la misma pregunta —repuso Morosini, flemático—. ¿Debo suponer que me ha seguido? La verdad es que no lo había puesto en duda ni por un segundo.

—Me alegro por usted. Ahora, conteste: ¿qué ha venido a hacer aquí?

—Hablar.

—¿Sólo hablar? ¿Con la persona que lo acusaba de robo? ¿No es un poco extraño?

—Precisamente porque me acusaba de robo he querido explicarme ante él. Cuando se lleva mi apellido, resulta muy difícil dejar en el aire ese tipo de acusación, sobre todo en el extranjero. Reconozco que esto podría haber terminado en un duelo o un combate, pero el marqués es un hombre más sensato y ponderado de lo que yo creía. Una vez dadas y recibidas las explicaciones, hemos permitido a nuestras mentes apaciguarse y el marqués me ha ofrecido una copa de amontillado más que honorable. Eso es todo. Ahora le toca a usted.

—¿Qué me toca?

—Decirme al menos por qué me ha seguido. Su puesto está en Sevilla y lo encuentro a cientos de kilómetros de allí. ¿Qué más quiere de mí?

—Simplemente, me interesa lo que hace.

—¡Ah!

En ese momento se presentó el hostelero con un plato humeante que dejó sobre la mesa.

—Si por casualidad mi cena también le interesa, podríamos compartirla. La cocina española a veces no es impecable, pero siempre es abundante. Tome asiento. Me gusta charlar en torno a una buena comida.

Mientras formulaba la invitación, Aldo se preguntaba si la cena en cuestión sería realmente tan buena. Saltaba a la vista que era cerdo demasiado cocido, rodeado de garbanzos que deberían de estarlo aún más, todo sazonado con el inevitable pimentón. No obstante, el plato parecía atraer a Gutiérrez, que sólo dudó un instante antes de coger una silla y sentarse.

—Después de todo, ¿por qué no?

Tras ser llamado con un gesto imperativo, el hostelero se apresuró a poner otro cubierto. Suponiendo que, dadas sus dimensiones, su invitado quizás encontrara un poco escasa la mitad del plato, Morosini pidió otra ración, acompañada de una tortilla y del «mejor vino que tenga».

A medida que él pedía, el comisario iba abriéndose como una rosa al sol, y cuando tomó el primer vaso de vino, desplegó una media sonrisa y a continuación hizo chascar la lengua con una satisfacción que su anfitrión no compartía. El vino en cuestión era bastante áspero y debía de alcanzar la graduación de un buen aguardiente de Borgoña.

—Vuelva a contarme qué ha ido a hacer a casa del marqués.

—Creía haber sido lo bastante claro —dijo Aldo, volviendo a llenar con generosidad el vaso de su acompañante—: he pedido explicaciones, me las han dado y hemos hecho las paces…, a decir verdad con bastante facilidad, pues el marqués empezaba a lamentar sus acusaciones. —En vista de que el comisario lo miraba con recelo, añadió—: ¿Me equivoco, o no le convenció lo que le dijo la duquesa de Medinaceli?

En el modesto comedor del hostal, el ilustre apellido resonó como un gong, incomodando visiblemente al tozudo policía: era, en cierto modo, como si lo desafiaran a tachar a doña Ana de mentirosa. Gutiérrez acusó el golpe y pareció encogerse:

—N… no —murmuró—, pero sé que la nobleza forma un gran club cuyos miembros se defienden unos a otros.

—Debería haberle dicho eso al marqués de Fuente Salada cuando me acusó de ladrón.

—En cualquier caso, ¡alguien tiene que haberse llevado ese maldito retrato! Admito que quizá no saliera usted de la casa con él, pero eso no demuestra que no contara con un cómplice, debidamente retribuido, dentro.

Morosini volvió a llenar el vaso dé su compañero de mesa y se echó a reír.

—¿Tenaz, eh? Y cabezota. No sé qué hacer para convencerlo. ¿Cree que habría venido hasta aquí…?

—¿Para persuadir al marqués de que reconociera su inocencia? ¿Por qué no? Después de todo, nada impide que ustedes dos sean cómplices.

Una pequeña vena comenzó a latir en la sien de Aldo, como le sucedía cuando se ponía nervioso u olfateaba un peligro. Ese cernícalo era más inteligente de lo que parecía, pensó. Si se le metía en la cabeza fisgar en casa de Fuente Salada, la cosa podía acabar en drama. Éste podría creer que Morosini lo había engañado y lo llevaba a la policía después de haberle tirado de la lengua, y Dios sabe cómo reaccionaría y lo que sería capaz de inventarse. No obstante, su rostro era un modelo de impasibilidad cuando sugirió: