—¿Por qué no va a preguntárselo?

—¿Por qué no vamos juntos?

—Si lo prefiere… Me gustaría ver cómo lo recibe —dijo Aldo esbozando una sonrisa—. Pero, si no le importa, acabemos antes de cenar. Me gustaría tomar un postre, acompañado quizá de un vino más dulce. ¿Qué le parece?

—No es mala idea —dijo el comisario, apurando con una pena manifiesta el vino que quedaba.

Era una idea incluso excelente, si Morosini conseguía hacer lo que se le acababa de ocurrir. Tras ser llamado, el hostelero llevó flan, mazapán y una compota indefinida, y asintió encantado cuando su fastuoso cliente le pidió echar un vistazo a la bodega a fin de elegir mejor. El hombre se apresuró a coger una linterna para guiarlo.

—No tengo una bodega muy bien provista, señor —se disculpó.

Pero era más que suficiente para lo que Morosini quería hacer en ella. Nada más entrar, Aldo sacó del bolsillo una pequeña libreta y una pluma, escribió rápidamente, en francés, una nota poniendo al marqués al corriente de la situación, arrancó la página, la dobló cuidadosamente y, dirigiéndose al hostelero, que lo miraba estupefacto, preguntó:

—¿Conoce al marqués de Fuente Salada?

—Muy bien, señor, muy bien.

—Haga que le lleven esto enseguida. De inmediato, ¿me entiende?, sin esperar ni un segundo. Es muy importante. ¡Incluso para Tordesillas!

Al hombre se le iluminaron los ojos al ver el billete que acompañaba al papel.

—Ahora mismo mando a mi hijo. ¿Y… lo del vino?

Encontraron una polvorienta botella de jerez que iba a costarle al príncipe lo mismo que el mejor champán en el Ritz —era la única que quedaba y la guardaban para una gran ocasión—, tras lo cual regresaron al comedor, donde el policía ya había empezado a atacar el mazapán.

Una hora más tarde, Gutiérrez hacía sonar la aldaba de bronce contra la puerta del marqués y obligaba a acudir, al cabo de un rato, a una asustada sirvienta con gorro de dormir y camisón. Casi pisándole los talones, apareció don Manrique envuelto en una bata con estampado de ramas, su semblante pálido más sobrecogedor que nunca a la luz de la vela que llevaba en la mano.

—¿Qué quiere? —preguntó con una rudeza que, unida a su aspecto casi fantasmal, hizo perder al policía parte de su aplomo.

No obstante, la obstinación fue más fuerte y, tras una cascada de disculpas y zalemas, el comisario expuso lo que quería: había seguido al príncipe Morosini desde Sevilla y, muy sorprendido al ver que venía a Tordesillas, quería visitar la casa… porque… hummm…, bueno, se preguntaba si no le habían representado una comedia y si…

El desprecio con que el marqués obsequió a Gutiérrez habría dejado anonadado a más de uno, pero éste, estimulado quizá por las numerosas libaciones, se mantuvo firme en sus trece. No tenía muchas ideas a la vez, pero cuando tenía una no la abandonaba y la seguía hasta el final. Dejando a Morosini y a Fuente Salada bajo la vigilancia del alguacil local, requerido para la ocasión, siguió con paso decidido a la sirvienta, a la que su señor había dado instrucciones de que iluminara todas las habitaciones y mostrara todo al comisario, incluidos la bodega y el desván.

—¡Busque! ¡Regístrelo todo! —dijo el marqués con una desenvoltura de gran señor seguro de sí mismo—. Nosotros estaremos muy bien aquí esperándolo.

Dicho esto, fue a sentarse en uno de los dos bancos de la sala baja, dejó la vela en el suelo y señaló al fondo de la sala el otro banco a Morosini, que fue a instalarse allí. El guardián tuvo que conformarse con apoyarse en un pilar.

Durante el tiempo que duró la visita, los dos hombres no intercambiaron ni una sola palabra. Oficialmente, Fuente Salada estaba indignado por que el veneciano le hubiera llevado a la policía, pero la breve y silenciosa sonrisa que le ofreció decía elocuentemente que, a su manera, apreciaba la comedia que estaban interpretando. Morosini, por su parte, saboreó ese largo rato de silencio en la penumbra de aquella sala donde el marqués y él parecía que estuvieran velando a un muerto invisible. Era muy relajante, sobre todo para un hombre amenazado por la migraña. Porque a Aldo le sentaban mal los vinos azucarados, y el jerez, incluso tomado en cantidades limitadas, resultaba terrible. Hacía falta tener una constitución como la de Gutiérrez para ingerir tres cuartos de botella sin sufrir las consecuencias.

Empezaba a adormecerse cuando el comisario regresó, sucio a más no poder, cubierto de polvo y con las manos vacías. Parecía de un humor de perros, pero no por ello dejó de disculparse.

—He debido de cometer un error. Señor marqués, le pido que me disculpe. Reconozca, no obstante, que su repentino entendimiento con el hombre al que acusaba podía dar que pensar.

—Yo no reconozco nada, caballero. Le sería de utilidad, para ejercer su… oficio, que aprendiera a conocer a la gente. Señores…, no les retengo…

Salieron en silencio. Sin embargo, Morosini, que estaba intrigadísimo, puso la excusa de que se le había caído un guante para volver sobre sus pasos justo antes de que la puerta se cerrara empujada por la sirvienta, a la que hizo a un lado con cierta brusquedad.

—Se me ha caído un guante —dijo en voz alta, mostrando el que tenía en la mano.

El marqués se dirigía ya a su dormitorio. En tres zancadas, Morosini lo alcanzó.

—Perdone mi curiosidad, pero ¿cómo se las ha arreglado?

Una débil sonrisa apareció en el largo y solemne rostro.

—En el patio hay un pozo: está dentro. Espero que mi reina me perdone este trato indigno de ella.

—El amor es la mejor disculpa, la más grande. Estoy seguro de que, donde esté, ella lo sabe. Le daré noticias del rubí…, si consigo encontrar su rastro.

Salió tan deprisa como había entrado. Los dos policías no habían dado más que unos pasos y lo esperaban. Regresaron al hostal en silencio.

¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Gutiérrez, mohíno.

—Voy a dormir y mañana iré a Madrid para saludar a sus majestades antes de volver a Venecia.

—Entonces, iremos juntos.

Esa perspectiva no entusiasmaba a Morosini, pero si ése era el precio de la paz con el receloso comisario, lo más prudente sería aceptarla con buen humor. Como el tren salía a las nueve, quedaron a las ocho para desayunar.

El viaje fue menos pesado de lo que Aldo había imaginado: el policía durmió casi todo el rato. Con todo, supuso un alivio estrecharle la mano en la estación del Norte y decirle un adiós que esperaba fuese definitivo. Para consolar un poco al pobre Gutiérrez, que parecía muy desanimado, dijo:

—No es fácil vender un retrato de esa importancia, pero si me entero de que lo han visto en alguna subasta o incluso en una colección privada, le informaré.

Era el colmo de la hipocresía, pero después de todo aquel hombre se limitaba a hacer su trabajo, e intentaba hacerlo bien.




En el hotel, a Aldo lo esperaba una carta de Guy Buteau. En ella, el fiel apoderado lo mantenía al corriente de la evolución de sus negocios, como tenía por costumbre cuando su jefe se ausentaba. En esta ocasión, sin embargo, había añadido unas líneas relativas a la esposa de Aldo:


Doña Anielka se marchó hace dos días tras recibir una carta de Inglaterra. Ignoro si tiene intención de ir allí, pues no nos informó de nada. Envió a Wanda a reservar un sleeping en el Orient-Express en dirección a París. Tampoco dijo cuándo regresaría. Celina se pasa el día cantando…


Esto último, Aldo no lo ponía en duda: Celina hacía esfuerzos sobrehumanos para soportar a «la extranjera». Debía de estar encantada de haberse librado de ella. En cuanto a la misiva inglesa, imaginaba su contenido: la instrucción de la causa contra Román Solmanski debía de haber acabado y quizá se dispusiera a anunciar a la joven la fecha establecida para la comparecencia de su padre en Oíd Bailey. Claro que, si realmente pensaba viajar a Inglaterra, iba a cometer una imprudencia, puesto que allí tenía más enemigos que amigos. Pero ¿podía reprocharse a una hija querer estar al lado de su padre en una situación crítica? Eso la honraba. Fuera como fuese, en París, donde tenía previsto detenerse para poner a Adalbert al corriente de sus hallazgos, quizás Aldo se enterara de algo más.

Al día siguiente por la noche embarcaba en el Sud-Express con destino a la capital francesa.

SEGUNDA PARTE


El mago de Praga

4. Los feligreses de Saint-Augustin


En medio de la muchedumbre que, pese a lo temprano de la hora, se agolpaba en el andén número 4 de la estación de Austerlitz, en París, Morosini, ocupado en pasar su equipaje por la ventana a un maletero, vio de pronto, moviéndose por encima de las cabezas, una mata de pelo rubio y rizado que le recordaba a alguien. La duda no tardó en despejarse: bajo la cabellera un poco revuelta estaban los ojos azules, la nariz respingona y el semblante falsamente angelical de su amigo y cómplice Adalbert Vidal-Pellicorne.

Como no había avisado de su llegada, pensó que el arqueólogo-hombre de letras, además de agente secreto en sus horas libres, había ido a buscar a otro viajero del Sud-Express, pero, resuelto a no desaprovechar esa ocasión de hablar inmediatamente con él, se apresuró a bajar y corrió hacia él.

—¿Qué haces aquí?

—He venido a buscarte. Me alegro de verte, amigo. ¡Tienes un aspecto estupendo! —exclamó Adalbert dándole una palmada en la espalda que podría haber hecho hincar las rodillas en el suelo a un buey.

—Tú también. Sin duda eres el egiptólogo mejor vestido de toda la profesión —dijo Morosini, admirando sinceramente el impecable traje de paño inglés de color gris que llevaba su amigo, realzado por una corbata amarillo claro—. Pero ¿cómo te has enterado de que venía?

—La señora de Sommières me dio la noticia por teléfono anoche.

—Me alegro. Entonces, está en París. Como conozco sus hábitos migratorios en primavera, mandé un telegrama a su casa pensando que al menos estaría Cyprien para recibirme y darme noticias suyas. Si no, siempre está el Ritz…, pero confieso que su mansión de la calle Alfred-de-Vigny también me gusta mucho…

—Lo comprendo, sin embargo, no vas a instalarte allí sino en mi casa, y ésa es la razón de que me encuentres aquí.

—¿En tu casa? ¿Por qué? ¿Es que están reparando la casa de tía Amélie? ¿O la tiene invadida por visitantes? ¿O…?

—Nada de todo eso. La querida marquesa estaría encantada de albergarte, lo sabes de sobra, pero cree que quizá no te haría mucha gracia tener de vecina a tu mujer.

—¿Anielka está en su casa?

—¡No, hombre! Se instaló hace más o menos una semana en la casa de al lado.

—¿La de su anterior marido? Yo creía que la mansión de Eric Ferráis había sido vendida.

—Fue en gran parte vaciada, pero sigue perteneciendo a los sucesores. Y la sucesora es la viuda.

—Y el hijo bastardo de su marido. No olvides a John Sutton.

—Oye, tenemos todo el tiempo del mundo para hablar de eso, y sin duda estaremos mejor en mi casa que en el andén de una estación.

Al cabo de un momento, el pequeño Amilcar rojo vivo de Adalbert, cargado con las maletas del veneciano, llevaba a los dos amigos hacia la calle Jouffroy. Aldo dejó a su chófer concentrado en los placeres y las dificultades de una conducción peligrosamente deportiva, como era habitual en él, y optó por guardar silencio durante el trayecto. Ese año la primavera parisina estaba deliciosa. Una brisa ligera y fresca, que esparcía el perfume de los castaños en flor, corría a lo largo del Sena. El viajero se abandonó a ella, aunque sin dejar de pensar en el nuevo enigma que se le planteaba: ¿por qué Anielka se había instalado en su antigua residencia? La princesa Morosini no tenía nada que hacer allí… Quizá tía Amélie y, sobre todo, su fiel acompañante Marie-Angéline du Plan-Crépin, a quien nada se le escapaba, podrían decirle algo al respecto. Ese pensamiento lo decidió a romper el silencio que siempre observaba cuando Vidal-Pellicorne iba al volante.

—Me gustaría hablar un poco con tía Amélie. ¿Habéis organizado una cita secreta a medianoche detrás de una arboleda del parque Monceau?

—Vendrá a cenar esta noche —masculló Adalbert, con la mente y los ojos ocupados.

La aparición de dos agentes en bicicleta saliendo de la calle Royale aportó un súbito apaciguamiento a los rugidos rabiosos del motor. Adalbert les ofreció una sonrisa seráfica cuyo final dirigió a su compañero.