—Si quieren saber mi opinión —intervino la marquesa—, valdría más que uno de los dos averiguara lo que pasa en casa de mis vecinos. Todo esto me parece muy raro.

—De lo primero que habría que enterarse es de cuál ha sido la reacción de «lady Ferráis» ante el suicidio de su padre. Supongo que Sigismond, su hermano, debió de informarla antes de que la prensa se encargara de hacerlo. ¿Su confidente sabe por casualidad algo al respecto? —añadió el príncipe volviéndose hacia la señorita Plan-Crépin.

Ésta puso la misma cara que una gata que acabara de encontrar un plato lleno de leche.

—Por supuesto. Puedo decirle que ayer, como todas las mañanas, esa dama envió a su polaca a buscarle los periódicos ingleses y que los leyó con la mayor tranquilidad del mundo, sin manifestar absolutamente nada. Muy raro, ¿no?

—Rarísimo. Pero dígame, Marie-Angéline, ¿la guardesa se pasa la vida con el ojo pegado a las cerraduras para ver todo eso?

—No cabe duda de que pasa algún tiempo dedicada a esa actividad, pero sobre todo está mucho tiempo fuera de la garita y dentro de la casa con el pretexto de vigilar a la señora de la limpieza para asegurarse de que hace bien su trabajo. Como la escogió ella misma, no pueden reprocharle su presencia.

—¿Y vio a lady Ferráis leer este periódico?

—Leer es mucho decir: le echó un vistazo y después lo dejó despreocupadamente sobre una mesa. Y como la noticia está en la primera página, no podía dejar de verla.

Se produjo un silencio. Los dos hombres reflexionaban, la señora de Sommières bebía plácidamente su segunda copa de champán y Marie-Angéline resoplaba.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó con impaciencia.

—Por el momento, vamos a cenar —respondió Adalbert.

Théobald había ido a anunciar, con la gravedad de un arzobispo, que «el señor» estaba servido. Pasaron a la mesa.

Sin embargo, no estaban tan hambrientos como para abandonar un tema tan apasionante en beneficio de la comida. Mientras procedía con diligencia a pelar unos cangrejos de río, la anciana dama sugirió de pronto:

—Si yo estuviera en su lugar, caballeros, me repartiría el trabajo. Sería conveniente que uno fuese a Londres a cambiar impresiones con el superintendente Warren. Mientras tanto, el otro podría, desde mi casa, observar la de al lado y lo que pasa en ella. Si la memoria no me falla, querido Aldo, ya tuviste que llevar a cabo, solo o en compañía de Plan-Crépin, algunas expediciones que fueron un éxito. Confieso que los movimientos de tu presunta esposa me interesan.

—No veo ningún inconveniente, al contrario. Pero, en ese caso, ¿por qué no me ha dejado ir directamente a su casa?

—¿En pleno día y con todas las ventanas abiertas? Eres demasiado modesto, muchacho. Deberías saber que tus idas y venidas difícilmente pasan inadvertidas. Siempre hay en alguna parte una mujer que se fija en ti.

—¡No exageremos!

—Me limito a constatar. Y no me interrumpas a cada momento. Decía que, en cambio, podrías venir a instalarte en casa a escondidas, y preferentemente en plena noche.

—¡Es fantástica esta idea que se nos ha ocurrido! —exclamó Marie-Angéline, que siempre empleaba la primera persona del plural para dirigirse a la marquesa y que veía asomar por el horizonte una aventura excitante con todos los números para romper la monotonía de la existencia.

—Es verdad —aprobó Aldo—, es una buena idea. —Y volviéndose hacia su amigo, que chapoteaba en un lavafrutas, preguntó—: ¿Te apetece hacerle una visita a Warren?

—No sólo me apetece, sino que hace por lo menos tres minutos que estoy decidido a ello. Me voy mañana. ¿Y tú?

—¿Por qué no esta noche? ¿Cyprien las ha traído con el cupé, tía Amélie?

—Sí, y vendrá a buscarnos hacia las once. Plan-Crépin, vaya a telefonear a casa para que preparen la cama de Aldo.

Terminaron de cenar y, cuando el paso de los grandes caballos de la marquesa anunció que el coche había llegado —fiel al arte de vivir de su juventud, la señora de Sommières sólo utilizaba el «coche de petróleo» cuando no le quedaba más remedio y únicamente concebía sus desplazamientos por la ciudad con un tiro de alta calidad—, Aldo fue a su habitación a fin de cambiarse el esmoquin por unas prendas más prácticas para viajar en el suelo de un cupé. Cogió un maletín con sus útiles de aseo, bajó la escalera y, tras asegurarse de que no había ni un alma en la calle, se metió en el coche, que Cyprien había tenido la precaución de no detener junto a una farola. Unos minutos más tarde, las dos damas, escoltadas por Adalbert, se reunieron con él. No tardaron en llegar a la calle Alfred-de-Vigny, donde el pasajero clandestino se apeó tranquilamente en el patio de la mansión Sommières, una vez cerrado el portalón.

Como era demasiado temprano para ir a acostarse, después de instalar a tía Amélie en el pequeño ascensor que le ahorraba subir la escalera se dirigió al invernadero, situado a continuación del gran salón, para tomarse una copa mientras reflexionaba.

Tenía una sensación extraña. Dos años antes, más o menos por esas fechas, se encontraba en el mismo lugar ardiendo en deseos de invadir la mansión vecina para llevarse a la dama que ocupaba sus pensamientos, la encantadora y frágil Anielka Solmanska, a quien un padre ávido y autoritario había entregado al Minotauro del tráfico de armas, el rico y poderoso Eric Ferráis, mucho mayor que ella. [7] Ahora, el decorado quizá no había cambiado, pero los personajes, en cambio, habían sufrido una singular transformación. Eric Ferráis había pagado con su vida un amor que, sin ser senil, era excesivamente tardío. En cuanto a la mujer tan ardientemente codiciada entonces, había sido necesario un innoble chantaje para que él, Morosini, acabara aceptándola cuando ya no quedaba nada, absolutamente nada, de una de esas pasiones violentas y efímeras que se consumen por sí solas.

Esa noche, sin embargo, ella estaba de nuevo allí, detrás de las paredes de doble grosor, haciendo Dios sabe qué, durmiendo quizás, aunque era poco probable, pues tenía más bien hábitos nocturnos. En Venecia, cuando no salía —casi siempre sola, ya que Aldo no mostraba ningún interés en consagrar mediante su presencia una unión que no deseaba—, la luz permanecía encendida hasta muy tarde en su habitación, donde charlaba con Wanda, su doncella, fumando, jugando a las cartas e incluso bebiendo champán, lo que provocaba en Celina una cólera contenida.

—¡No sólo es una zorra sino que encima bebe! —refunfuñaba la fiel cocinera—. ¡Una princesa Morosini borracha, lo nunca visto!

En realidad, Anielka debía de beber moderadamente, pues su comportamiento diurno nunca se resentía de sus libaciones nocturnas.

Hablando de alcohol, Aldo se sirvió otra copa, pero no volvió a sentarse. Dominado por un súbito deseo de comprobar qué pasaba en la mansión vecina, abrió despacio la cristalera, bajó los peldaños y caminó hasta el final del jardín a fin de observar la fachada. Tal como imaginaba, había luz en dos de las ventanas de la planta baja, las que, por lo que recordaba, iluminaban un saloncito. La decisión de Aldo fue inmediata: ¡había ido a ver y vería! Entró para dejar la copa y luego se dirigió sin hacer ruido hacia los setos de rododendros, hortensias y alheñas que trazaban, junto con una corta verja contra la pared, la frontera entre las dos mansiones contiguas.

No era la primera vez que cruzaba esa muralla vegetal. Ya lo había hecho la noche en que Eric Ferráis celebraba su compromiso con la bella polaca, y fue precisamente en aquella ocasión cuando estuvo a punto de caerle encima de la cabeza Adalbert Vidal-Pellicorne, invitado de la fiesta pero ocupado en los balcones del primer piso en unas actividades que no tenían mucho que ver con el comportamiento normal de un hombre de la buena sociedad. [8]

Nada de tal índole había que temer esta vez: Adalbert debía de estar preparándose para emprender el viaje a Londres.

Una vez que hubo saltado por encima de los arbustos sin hacer ruido, Morosini se acercó a las ventanas con paso sigiloso. El espectáculo que descubrió tenía algo de apacible, casi familiar: Anielka, con un cigarrillo entre los dedos, estaba sentada en un sofá con las piernas recogidas bajo el cuerpo, en una postura habitual en ella. Hablaba con alguien a quien Aldo no vio enseguida. Pensó que se trataba de Wanda, pero, para asegurarse, se desplazó hasta la ventana de al lado y allí contuvo a duras penas una exclamación: sentado en un sillón y fumando también, había un hombre, y ese hombre no era otro que John Sutton, el hijo bastardo, el enemigo jurado de Anielka, el hombre que afirmaba tener la prueba de su culpabilidad en el asesinato de su marido. ¿Qué hacía allí, instalado como en su casa, sonriendo incluso a esa joven, a la que parecía mirar con placer? Es cierto que, fiel a su imagen, Anielka estaba preciosa con un vestido de crespón de China rosa pastel bordado con perlitas brillantes, apenas más largo que una camisa y que no evocaba el luto ni por asomo. Camisa, por cierto, no llevaba: unos finísimos tirantes sostenían la seda del vestido sobre unos pechos libres de toda traba.

Las ventanas estaban cerradas, de modo que era imposible oír lo que se decían aquellos dos, tanto más cuanto que no debían de hablar muy alto. Tan sólo la risa de Anielka logró atravesar el cristal. De pronto, la escena cambió: Sutton apagó el cigarrillo medio consumido en un cenicero, se levantó, se acercó al sofá y asió las dos manos de la joven para hacerla levantarse, tras lo cual la abrazó con una fogosidad que expresaba elocuentemente el deseo que sentía.

Mientras Sutton hundía la cara en el delgado cuello, ella se abandonó a su abrazo, pero cuando él intentó apartar la frágil barrera del vestido, ella lo rechazó, atenuando su gesto con una sonrisa y un suave beso en los labios. Luego, cogiéndolo de la mano, se dirigió con él hacia la puerta y la abrió antes de apagar la luz. Al cabo de un momento, la ventana del balcón central, en el primer piso, se iluminaba: la que Aldo sabía que correspondía al dormitorio de lady Ferráis.

Morosini se quedó inmóvil, sorprendido él mismo de su falta de reacción. Esa mujer, «su» mujer según la ley, estaba acostándose con otro hombre y lo único que eso le inspiraba era una vaga cólera neutralizada por la repugnancia. En una situación normal, debería haber roto los cristales de la ventana, haberse abalanzado sobre la pareja para separarla y haber grabado a puñetazos su resentimiento en la cara de su rival. Pero en las circunstancias actuales Sutton no era su rival, puesto que él ya no estaba enamorado, no era sino un pobre imbécil más que había caído, como él mismo, en la trampa de una sirena poco corriente que utilizaba su cuerpo como quien toca la guitarra.

Por el momento, más valía no manifestarse y observar de cerca los tejemanejes de aquel par.

Una idea cruzó de pronto la mente de Aldo mientras éste se abría de nuevo paso entre los arbustos floridos: Adalbert salía unas horas más tarde para ver a Gordon Warren. Era preciso que supiera que John Sutton se había pasado al bando enemigo. Eso podía evitar muchos tropiezos y quizá ser de alguna utilidad al superintendente.

De vuelta en territorio Sommières, encontró a Marie-Angéline sentada en la escalera, sujetándose las rodillas con los brazos. Debería haberse figurado que no iría a acostarse antes de que él regresara.

—¿Ha descubierto algo?

—Sí…, y se trata de algo que he de hacer saber a Vidal-Pellicorne. ¿El teléfono sigue en casa del guardes?

—Pues sí. No hemos cambiado de opinión sobre eso.

En efecto, la señora de Sommières detestaba la idea de que un vulgar aparato pudiera llamarla como a una simple criada. Para facilitar la vida cotidiana, había terminado por aceptarlo, pero en la vivienda de los guardeses, y Aldo no pensaba hacer a éstos testigos de sus infortunios conyugales.

—Entonces iré a verlo.

—No es prudente. Con la de precauciones que hemos tomado para traerlo aquí… ¿Y si lo ven desde la casa de al lado?

—No hay ninguna posibilidad, créame —dijo en tono irónico—. Deme una llave, no tardaré mucho.

Unos segundos más tarde, emprendía su carrera hacia la calle Jouffroy lamentando que el parque estuviera cerrado; cruzarlo habría acortado el trayecto, pero para un hombre tan bien entrenado como él aquello no suponía un problema.

Lo que sí lo supuso fue conseguir que le abrieran. Adalbert y su sirviente debían de dormir a pierna suelta en espera de que se hiciese la hora de tomar el tren, y pasó un buen rato antes de que la voz soñolienta del arqueólogo preguntase quién era.