—¡Soy yo, Aldo! Abre, por favor. Tengo que hablar contigo.

La puerta se abrió.

—¿Qué pasa? ¿Has visto qué hora es?

—Para las cosas importantes no hay hora. Acabo de ir a ver qué hacen en la mansión Ferráis.

—¿Y qué hacen?

—He visto a mi mujer, con un traje de noche muy escotado, extasiada entre los brazos de su mejor enemigo, John Sutton.

—¿Cómo?… Ven, voy a preparar café; esta noche ya no dormiré.

Mientras Aldo molía el café, Adalbert puso agua a hervir y sacó unas tazas y azúcar.

—Saca también el calvados —pidió Aldo—. Necesito un estimulante.

—Así que los has visto, ¿eh? —dijo Vidal-Pellicorne, mirando a su amigo con expresión de inquietud.

—Como estoy viéndote a ti… Bueno, desde un poco más lejos. Ellos estaban en el saloncito y yo al otro lado de las cristaleras, donde nos encontramos por primera vez. Después de… los preliminares, se han cogido de la mano como dos niños buenos para ir a saborear el plato fuerte en el piso de arriba.

—Y… ¿qué has hecho tú?

Morosini alzó hacia su amigo unos ojos cuyo color estaba pasando curiosamente del azul acero al verde.

—Nada —contestó—. Nada en absoluto… En cuanto a lo que he sentido, ha sido un breve acceso de furia rápidamente sofocado por la repugnancia, pero nada de dolor. Si necesitara una confirmación acerca de mis sentimientos hacia ella, acabo de recibirla. Esa mujer me asquea. Lo que no significa que un día u otro no le haga pagar lo que está haciendo mientras todavía es mi mujer.

El suspiro de alivio que dejó escapar Adalbert habría bastado para hinchar un globo aerostático.

—¡Uf!… Eso me gusta más. Perdona que insista, pero vuelve a decirme cómo iba vestida.

—Un sucinto vestido de crespón de China rosa adornado con perlas y nada debajo.

—¿Habiéndose enterado de la muerte de su padre no hace ni dos días? ¡Muy curioso!… En cualquier caso, has hecho bien en venir. Veré con Warren qué puede deducirse del cambio de chaqueta de Sutton.

—Bueno, lo de cambio de chaqueta quizá sea excesivo, porque hasta cuando quería verla caminar hacia la horca admitía haberla deseado. Y Anielka me dijo que, cuando se lo encontró en Nueva York, le había propuesto que se casara con él, cosa que ella rechazó castamente. Y todo porque me quería a mí. En fin, ésa es la versión destinada a mí.

—¡Vete a saber qué hay de verdad en los sentimientos de esa mujer! A lo mejor a ti también te quiere.

—No te esfuerces: me tiene absolutamente sin cuidado.

Tras pronunciar esta frase lapidaria, Aldo se tomó la taza de café acompañada de un vivificante calvados, deseó un buen viaje a su amigo y emprendió el camino de vuelta a la calle Alfred-de-Vigny. No tan deprisa como a laida, pero sin entretenerse demasiado, pues acababa de recordar que se le había olvidado preguntar una cosa a Plan-Crépin.

Sin embargo, no tenía por qué preocuparse: Plan-Crépin seguía levantada. Sencillamente, había cambiado de escalera y en ese momento estaba sentada, con la cabeza sobre las rodillas, en los peldaños que quedaban junto al ascensor.

—¿Todo en orden? —preguntó.

—Casi, pero debo pedirle un favor. ¿Tiene intención de ir a misa dentro de un rato?

—Por supuesto. Hoy es Santa Petronila, virgen y mártir —contestó aquella curiosa cristiana.

—Intente averiguar si ayer llegó alguien a la casa Ferráis. Un hombre… —Para evitar posibles preguntas, añadió—: Después le contaré. Ahora tengo que irme a descansar… y usted también.

A la hora del desayuno —que tomaban juntos en el comedor—, Aldo recibió la información que deseaba: dos días antes había llegado alguien de Londres, en efecto, pero aquello no tenía nada de extraordinario, puesto que se trataba del secretario del difunto sir Eric Ferráis, que había ido a reunirse con la viuda para tratar asuntos que afectaban a ambos. Esa misma mañana se marchaba.

—¿Y ella se va también?

—No. Es más, creo que espera otra visita: la polaca encargada del abastecimiento ha comprado provisiones en cantidad.

—Pero ¿cómo puede la… jugadora de tric-trac enterarse con tanta rapidez de lo que pasa aquí al lado? ¿Es que la guardesa también va a misa?

—A veces. En cualquier caso, lo importante es que la señorita Dufour, que así es como se llama, va todas las mañanas a la mansión Ferráis para tomar un suculento desayuno sin el cual le resultaría difícil realizar su trabajo. Su patrona, con la excusa de que tiene que mantener a treinta gatos, compensa gastando poco en ella misma y en su señorita de compañía, a la que alimenta miserablemente. Pero la señorita Dufour tiene buen apetito, y así es como llegamos a la situación actual. .

—¿A quién creen que espera esa mujer? —preguntó la señora de Sommières, que había escuchado atentamente mientras bebía el café con leche a sorbitos.

—Quizás a su hermano y su cuñada. Si han obtenido la autorización para llevarse el cuerpo de Solmanski a Polonia, tienen que pasar por París para tomar con el ataúd el Nord-Express. Si los horarios no coinciden, eso los obliga a pasar unas horas aquí.

—¿Tantas provisiones para sólo dos personas más durante unas horas? —dijo Marie-Angéline con expresión de duda—. Soy del parecer, como decimos en Normandía, que va a haber que vigilar a su mujer más estrechamente que nunca, querido príncipe. Durante el día no hay problema, pero, por la noche, le propongo que nos relevemos.

—¡Plan-Crépin! —exclamó la marquesa—. ¿Pretende ponerse a corretear otra vez por los tejados?

—Exacto. Pero no tenemos por qué preocuparnos: es fácil acceder a ellos. Además, debo reconocer que me encanta —añadió la solterona con un suspiro de placer.

—Está bien —dijo la anciana dama alzando los ojos al cielo—, así se divertirá un poco.

Unas horas más tarde, la benévola ayudante de Aldo encontraría nuevo material para satisfacer su curiosidad. Acababa de salir de la mansión Sommières para ir a la iglesia de Saint-Augustin cuando un taxi se detuvo delante de la residencia que tanto le interesaba. Tres personas se apearon de él: un joven moreno, delgado y apuesto, de maneras arrogantes, una muchacha rubia, vestida con bastante elegancia pero de forma un poco extravagante, y para acabar un hombre mucho mayor que llevaba lentes, barba y bigote, y que permanecía encorvado apoyándose en un bastón.

Para tener oportunidad de pararse, Marie-Angéline se puso de pronto a revolver frenéticamente el bolso como quien cree haberse dejado algo en casa, lo que le permitió quedarse plantada a dos o tres metros del grupo, que, dicho sea de paso, no le prestó ninguna atención.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó la joven con un acento nasal que no podía ser sino de la otra orilla del Atlántico.

—Sí, querida —respondió el joven, con un acento más cercano a la Europa central—. Ten la bondad de llamar. ¡No entiendo cómo es que no han abierto la portalada con antelación! Tío Boleslas podría coger frío…

Hacía un sol radiante y un suave calor primaveral envolvía París, pero al parecer la salud del anciano era frágil.

—El señor debería haberse quedado dentro —dijo el conductor, compadecido ante el aspecto tembloroso del personaje—. Habría podido entrar con el coche en el patio…

—No es necesario, amigo, no es necesario. ¡Ah, ya abren! ¿Quieres pagarle a este hombre, Ethel? Tío Boleslas, cógete de mi brazo. Mira, ahí está Wanda. Ella se ocupará del equipaje.

La doncella polaca salía al encuentro de los viajeros. Considerando que ya había visto bastante, Marie-Angéline se dio una palmada en la frente, cerró el bolso y, dando media vuelta, volvió sobre sus pasos corriendo.

Cruzó los salones a la velocidad del rayo y entró en tromba en el invernadero, donde la señora de Sommières se instalaba al final del día para la ceremonia diaria de la copa de champán. Sentado junto a ella, Aldo se hallaba sumergido en una obra que había encontrado en la biblioteca y que trataba de los tesoros de la casa de Austria, y en particular del emperador Rodolfo II. Obra, por lo demás, incompleta, en palabras del propio autor, dada la cantidad de objetos que poseía este último personaje, gran parte de los cuales había sido vendida o robada después de su muerte. No era la primera vez que el príncipe anticuario se interesaba por ese increíble batiburrillo de objetos heteróclitos en el que, junto a magníficos cuadros y hermosas alhajas, figuraban raíces de mandrágora, fetos peculiares, un basilisco, plumas indias, una figura diabólica dentro de un bloque de cristal, corales, fósiles, piedras marcadas con signos cabalísticos, dientes de ballena, cuernos de rinoceronte, una cabeza de muerto acompañada de una campanilla de bronce para llamar a los espíritus de los difuntos, un león de cristal, clavos de hierro procedentes del arca de Noé, manuscritos raros, un bezoar enorme procedente de las Indias portuguesas, el espejo negro de John Dee, el célebre mago inglés, y montones de cosas más destinadas a alimentar la pasión de un soberano cuya eterna melancolía empujaba a la magia y la nigromancia.

Que todo eso se hubiera dispersado no tenía nada de sorprendente, pero cabía esperar que al menos las piedras de gran valor hubieran dejado un rastro, y el rubí debía de figurar entre las más importantes. Sin embargo, no aparecía mencionado en ninguna parte.

La llegada tumultuosa de una Marie-Angéline hecha un manojo de nervios le hizo olvidar su investigación.

Por la descripción detallada que hizo de ellos, Morosini no tuvo ninguna dificultad para identificar a los dos primeros personajes: a todas luces, Sigismond Solmanski y su esposa norteamericana. En cuanto al «tío Boleslas», era para él a la vez una novedad y un descubrimiento, por la sencilla razón de que nunca, absolutamente nunca, había oído hablar de él.

—Descríbamelo otra vez —le pidió a Marie-Angéline, que lo hizo de nuevo y con más brío aún.

—¿Dice que no parece muy fuerte y que camina encorvado? ¿Tiene una idea de cuál puede ser su estatura real?

—¿Y a ti qué te ronda por la cabeza? —preguntó la señora de Sommières.

—No sé… Me parece tan rara la llegada repentina de ese tipo cuyo nombre nunca ha sido mencionado, ni siquiera con motivo del enlace Ferráis, en el que estuvo medio mundo… Además, cuando se compra un apellido, no se reparte también entre los hermanos, y la verdadera identidad de Solmanski es rusa.

—¡No digas tonterías! Puede ser un hermano por parte materna.

—Hummm… sí, es posible, lo reconozco. Sin embargo, me cuesta creerlo. Me parece recordar que Anielka me dijo un día que no tenía familia por parte de su madre.

—Entonces, ¿qué es lo que supone? —dijo Marie-Angéline, siempre dispuesta a seguir las pistas más fantasiosas—. ¿Que podría ser el suicida de Londres, que no murió o que ha resucitado milagrosamente?

—¡Otra que desvaría! —protestó la marquesa—. Hija mía, entérese de que, cuando alguien muere en la cárcel, sea en el país que sea salvo quizás entre los salvajes, no se libra de la autopsia. Así que ponga los pies en el suelo.

—Tiene razón —dijo Aldo suspirando—. Estamos desvariando los dos, como usted dice. Pero, de todas formas, me gustaría entender lo que está pasando ahí al lado.

—Presiento —dijo Marie-Angéline con satisfacción— que nos espera una noche apasionante.

Sin embargo, para su gran decepción, y también para la de Aldo, fue imposible echar el menor vistazo al interior de la casa. Pese a la suavidad del tiempo, en cuanto empezó a declinar el día cerraron las ventanas y corrieron las cortinas, tal como Morosini pudo comprobar cuando salió al jardín a fumar un cigarrillo al hacerse de noche. Había luz en las habitaciones de la planta baja y también en las del primer piso, pero sólo salía en forma de delgados rayos brillantes. Una expedición al tejado hacia medianoche no aportó nada. Aldo decidió ir a acostarse y dejó a la obstinada Marie-Angéline compartir con los gatos la compañía de las tejas, los balaustres y los canalones. Ésta bajó al clarear el día para asearse rápidamente e ir a misa, con tanta precipitación que llegó antes de que abrieran la iglesia.

Volvió con un cargamento de información. Quizá para hacerse perdonar la noche pasada en blanco, la suerte había querido que la guardesa de la mansión Ferráis fuera también al servicio matinal. Aquella mujer consideraba normal y un signo de respeto ir a rezar por el pobre difunto que esperaba, en la consigna de la estación del Norte, la salida del gran expreso europeo encargado de repatriarlo, salida que tendría lugar esa misma noche. Y más interesante todavía era que lady Ferráis — ¡todo el mundo se había puesto de acuerdo para llamarla así!— no acompañaría el cuerpo de su padre como se habría podido suponer. Se quedaría algún tiempo más en París con el señor mayor, que estaba demasiado cansado para continuar el viaje.