Lo encontró en la puerta de la sacristía vestido para salir.

—¿Tienes prisa? —preguntó Morosini, un tanto frustrado.

—No mucha. Debo estar a las cuatro en el Rio dei Santi Apostoli para visitar a una enferma.

—En ese caso, ven. Zian me espera en el muelle con la góndola; te llevaremos. lie de hablar contigo.

—Parece que se trata de algo serio —dijo el sacerdote mirando la cara de preocupación de su amigo. Se conocían desde la infancia.

—Más que serio, es grave. Pero esperemos a encontrarnos a bordo. Allí al menos estaremos tranquilos. Dime primero cómo estás tú.

Mientras los dos hombres se dirigían con paso decidido a la dársena de San Marco, entre los numerosos transeúntes apareció una mujer que caminaba hacia ellos. Era alta, un poco corpulenta pero elegante, aunque su ropa —un traje sastre de corte impecable— mostraba algunos signos de fatiga.

El padre Gherardi sonrió al reconocerla y quiso dirigirse hacia ella, pero Aldo, asiéndolo con firmeza del brazo, lo arrastró hacia la izquierda a fin de evitar a la dama. El rostro del sacerdote se convirtió en el símbolo mismo de la sorpresa:

—No me digas que no la has reconocido… ¡Es tu prima!

—Ya lo sé.

—¿Y no la saludas? ¿No te paras para hablar con ella?

—Nuestra relación se ha enfriado un poco —dijo Morosini.

Presintiendo que éste no quería dar más explicaciones, Gherardi no insistió y esperó hasta que estuvieron bien instalados entre los cojines de terciopelo de la góndola para reanudar la conversación; había advertido el ensombrecimiento súbito del rostro de su amigo.

—Bueno —dijo con un tono distendido un tanto forzado—, ¿de qué quieres hablar?

—Deseo que Roma anule mi matrimonio y, como .ves, sigo la vía jerárquica, puesto que fuiste tú quien lo celebró.

—¿Quieres separarte de tu mujer? ¿Ya? Pero si apenas llevas casado…

—Olvídate de eso. Sólo te digo que, si hubiera podido romper esa unión el mismo día, lo habría hecho.

—¡Pero eso es absurdo! Tu mujer es… encantadora y…

—Lo sé, pero no es ésa la cuestión. Para empezar, no la he tocado.

—¿Un matrimonio rato? ¿Entre dos seres como vosotros? Nadie querrá creerlo.

—Lo que crean los demás me tiene sin cuidado, Marco. Quiero que disuelvan una unión que me ha sido impuesta por la fuerza.

—¿Por la fuerza? ¿A ti?

—Haciéndome chantaje, para ser exactos. Tuve que comprometerme a aceptar casarme con la ex lady Ferráis para salvar la vida de dos inocentes: Celina y su marido, Zaccaría.

—Pero… los dos estaban en la capilla.

—Porque yo había dado mi palabra y me hicieron el favor de creer en ella. Tú eres sacerdote, Marco, puedo contártelo todo. Debo contártelo todo.

Unas frases bastaron para reproducir la pesadilla vivida por Aldo y los suyos a la vuelta de éste de Austria. El sacerdote lo escuchó sin interrumpirlo pero con una indignación manifiesta, una indignación que iba en aumento:

—¿Por qué nadie me dijo nada? ¿Por qué me dejasteis celebrar un matrimonio en esas condiciones?

—Es evidente: si te hubiéramos informado, habrías sido capaz de negarte a…

—¡Por supuesto que me habría negado!

—Y habrías estado en peligro. No ignoras bajo qué régimen vivimos. Permaneciendo en la ignorancia, no te exponías a nada.

Gherardi no contestó. Resultaba muy difícil refutar los argumentos de Aldo. Aquel año, 1924, que asistía a la renovación del Parlamento, Italia estaba sufriendo una auténtica oleada de terrorismo. La victoria de los fascistas era aplastante y, para consolidarla aún más, Mussolini acababa de anexionarse Fiume con ayuda de un poeta, el gran D'Annunzio, que por ese servicio prestado a la patria recibió del rey el título de príncipe de Nevoso. Pero el día anterior a la anexión el diputado socialista Matteoti había sido asesinado. Venecia sentía todas esas cosas como ofensas, y en el fondo Gherardi no estaba sorprendido de escuchar el relato del drama vivido en el palacio Morosini.

La góndola de los leones alados proseguía su apacible camino por el Gran Canal. Aldo dejó que el silencio la envolviera un momento antes de preguntar:

—Y bien, ¿qué decides? ¿Puedo contar con tu ayuda?

El sacerdote se estremeció como si lo hubiera despertado.

—Naturalmente que puedes contar con ella. Tienes que escribir una carta oficial presentando tu solicitud y las razones que la apoyan. Yo la trasladaré a su eminencia el patriarca, pero no te oculto que la cláusula del matrimonio vi coactus me preocupa un poco. Uno de los testigos de tu mujer era Fabiani, el jefe de los Camisas Negras, y como esa gente se encuentra en la base del chantaje del que fuiste víctima, no les va a gustar este tipo de publicidad.

—¡Publicidad, publicidad! No voy a pregonar esta historia a los cuatro vientos…

—No, pero en el tribunal de la Rota el abogado del caso hará preguntas, y algunas serán comprometidas. Los testigos tendrán que declarar, y el miedo hace que a veces se obtengan curiosos resultados. Tal vez sería preferible basarse en la no consumación, aunque eso también presenta algunos inconvenientes. ¿Tu mujer llegó virgen al matrimonio?

—Sabes muy bien que era viuda.

—Su esposo anterior era mucho mayor, según creo, así que eso no significa nada.

—También ha tenido amantes —dijo Morosini.

—Entonces, más vale que te hagas un cuadro realista de lo que quizá te espera: en ese caso, la no consumación puede significar que…, que el marido es impotente.

El «¡Ah, no!» de protesta de Aldo fue tan enérgico que la góndola se balanceó. Marco Gherardi se echó a reír.

—Me imaginaba que esa palabra te impresionaría. Pero no deberías preocuparte, pues la mitad de Venecia (¿o son tres cuartos?) podría declarar que eso es falso.

—¡Tampoco soy Casanova! Mira, lo único que quiero es recuperar mi libertad…, quizá para fundar una verdadera familia. Así que habla de este asunto con el patriarca, cuéntale lo que quieras, pero arréglatelas para que acabe por ganar.

—¿Sabes que esto puede alargarse mucho?

—Tengo prisa, pero una prisa razonable.

—Bien. Estudiaré el asunto con nuestro jurista y su eminencia. Intentaremos encontrarte el mejor abogado eclesiástico y te ayudaré a redactar la petición al Santo Oficio… Ah, ya he llegado. Gracias por traerme.

—¿Quieres que te espere?

—No. Es posible que la visita se alargue. Que Dios te acompañe, Aldo.

Al tiempo que desembarcaba, el sacerdote trazó sobre su amigo una pequeña señal de la cruz.




Unos días más tarde, Morosini recibía un modelo de carta que le pareció absolutamente conforme a lo que él deseaba expresar. Se apresuró, pues, a copiarla con cuidado, antes de enviarla de acuerdo con las formas exigidas por el protocolo a su eminencia el cardenal La Fontaine —natural de Viterbo pese a su apellido tan maravillosamente francés—, que entonces ocupaba el trono patriarcal de Venecia. Al día siguiente, envió a Zaccaría a decirle a Anielka que se reuniera con él antes de cenar en la biblioteca. Le parecía más elegante avisarla de lo que estaba haciendo que pillar a la joven desprevenida. Ella debía buscarse también un abogado, y además, Aldo albergaba la débil esperanza de conseguir una especie de consenso mutuo para afrontar ese desagradable episodio.

El vestido de noche que llevaba la joven/de crespón negro con algunas lentejuelas del mismo color, apenas atenuaba el ostensible luto. De todas formas, pensó Morosini, poco caritativo, ella sabía bien que el fúnebre color, en contraste con el rubio resplandeciente de sus cabellos, le sentaba de maravilla.

—Es una invitación muy solemne —dijo Anielka, sentándose en un sofá y cruzando con cierta audacia sus finas piernas enfundadas en seda negra—. ¿Puedo fumar, o la circunstancia es demasiado importante?

—No te prives. Es más, voy a acompañarte —contestó Aldo, sacando su pitillera y tendiéndosela completamente abierta.

Al cabo de unos instantes, dos delgadas volutas de humo azulado se elevaban en dirección al suntuoso techo artesonado.

—Bueno, ¿qué tienes que decirme? —preguntó Anielka con una débil sonrisa—. Pones cara de haber tomado una decisión.

—Admiro tu perspicacia. En efecto, he tomado una decisión que no te sorprenderá mucho. Acabo de presentar en la Santa Sede una solicitud de disolución de nuestro matrimonio.

La réplica de la joven fue inmediata y tajante:

—Me niego.

Aldo fue a sentarse junto al cartulario donde reposaban los numerosos y venerables títulos familiares, como buscando en él nuevas fuerzas para la batalla que se anunciaba.

—No tienes que aceptar o negarte, aunque sin duda sería más sencillo que lográramos ponernos de acuerdo.

—¡Jamás!

—Eso es hablar claro. Pero, una vez más, sólo te informo por cortesía y para que puedas preparar tu defensa, puesto que vamos a enfrentarnos.

—No esperarías otra respuesta, supongo. Me he tomado demasiadas molestias para casarme contigo.

—Sí, y hace bastante que me pregunto por qué.

—Muy sencillo: porque te quiero —dijo ella en un tono a la vez áspero y nervioso que hizo sonar, la palabra de un modo extraño.

—¡Bonita manera de decirlo! —ironizó Morosini—. ¿Qué hombre no se rendiría ante una declaración tan apasionada?

—Depende de ti que lo diga de otra forma.

—No te molestes. No serviría de nada y lo sabes.

—Como quieras… ¿Puedo saber en qué basas tu solicitud?

—Tu padre y tú me habéis proporcionado argumentos de sobra: unión contraída bajo coacción y no seguida de… consumación. Sólo el primer punto es en sí mismo causa de nulidad…

Anielka entornó los ojos para dejar filtrar sólo una delgada línea dorada y ofreció a su marido la más ambigua de las sonrisas.

—Lo que no se puede decir, desde luego, es que tengas miedo.

—¿Quieres decirme de qué debería tener miedo?

—Para empezar, de incomodar a los que nos ayudaron a conducirte hasta el altar. Es gente a la que no le gusta que se la acuse de haber obrado mal.

—Si la memoria no me falla, la detención de tu padre enfrió mucho su ardor.

—El ardor puede atizarse. Basta con ponerle un precio…, y yo soy rica. Deberías tener eso en cuenta. En cuanto al otro argumento que has mencionado, de lo que deberías tener miedo es del ridículo.

—¿Por qué? ¿Por no querer acostarme contigo? —repuso sin contemplaciones—. El hecho de que seas encantadora no significa nada. ¡Si uno tuviera que desear a todas las mujeres bonitas que pasan por su lado, la vida se volvería insoportable!

—¡Yo no soy una mujer cualquiera! ¿No me decías antes que mi belleza era demasiado poco común para permanecer escondida, que podría ser la reina de Venecia porque sin duda era una de las más guapas del mundo?

Aldo se levantó, apagó el cigarrillo en un cenicero y, con las manos metidas en los bolsillos, dio unos pasos en dirección a la ventana.

—¡Qué tonto se puede llegar a ser cuando se está enamorado! ¡Se dicen disparates! En cualquier caso, pareces estar totalmente segura de ti misma. ¡Es realmente admirable! —añadió riendo con bastante insolencia.

—Tienes razón. Me basta con mirar a un hombre para que se enamore de mí. Tú el primero.

—Sí, pero el enamoramiento se me ha pasado del todo. Reconozco que también le hiciste perder la cabeza a Angelo Pisani…, que no cesa de lamentarlo. Es curioso: nos enamoramos de ti y luego nos arrepentimos de habernos enamorado. Deberías explicarme eso.

—¡Ríe, ríe! ¡No reirás siempre! Ni siquiera mucho tiempo, porque puedo demostrar la falsedad de tu presunto matrimonio rato.

—¿Presunto? ¿Soy quizá sonámbulo?

—De ningún modo, pero a veces se producen milagros.

La palabra era tan inesperada que Morosini rompió a reír.

—¿Tú y el Espíritu Santo? ¿Crees acaso que eres la Virgen? ¡Esta sí que es buena!

—¡No blasfemes! —exclamó Anielka, santiguándose precipitadamente—. No es obligatorio compartir la cama con un hombre para ofrecer al mundo la imagen feliz de una mujer colmada…, de una futura madre. En ese caso, sería muy difícil invocar la «no consumación», ¿no te parece?

Las cejas de Aldo se juntaron hasta formar un solo trazo oscuro e inquietante sobre unos ojos cada vez más verdes.

—Tu discurso me parece un poco hermético —dijo—. ¿Podrías aclararlo? ¿Qué quieres decir? ¿Que estás embarazada?

—Comprendes las cosas con rapidez —dijo ella en tono burlón—. Espero darte dentro de unos meses el heredero con el que siempre has soñado.