—¿En qué se basa esa impresión?

—En el hecho de que debíamos partir juntos. El crucero que acabo de interrumpir tenía varios objetivos, pero el principal se situaba en Palestina. Como sabe, nuestra tierra fue puesta bajo mandato británico en 1920, pero hace cincuenta años los sionistas establecieron allí una veintena de colonias destinadas a hacer productiva la tierra. En realidad, han sobrevivido fundamentalmente gracias a la poderosa ayuda de mi pariente Edmond de Rothschild. Sin embargo, todo eso dista mucho de ser satisfactorio. El alto comisario nombrado por Londres, sir Herbert Samuel, es un hombre rebosante de bondad decidido a que reine la paz entre musulmanes y judíos, reconociendo a éstos cierto derecho a una existencia legal y a la formación de un Estado; pero nuestras pequeñas comunidades andan escasas de fondos, y eso es lo que íbamos a llevarles Simón y yo. El, además, se había encargado de reavivar la esperanza dando a entender que el pectoral, al que sólo le falta una piedra, quizá protagonizara muy pronto su regreso triunfal. Le cuento esto para que vea el interés que tenía en realizar este viaje. Pero lo esperé en vano en el puerto de Niza, donde debíamos encontrarnos.

—¿No acudió?

—No. Y no llegó nada, ni una simple nota para explicar su ausencia. Esperé cuanto pude, pero debía acudir a una importante cita… en el litoral de Jaffa, y tuve que hacerme a la mar. A la vuelta fue cuando se me ocurrió venir a verle para tratar de averiguar algo. Desgraciadamente, usted no parece más informado que yo.

—¿Qué piensa en estos momentos? ¿Cree que está muerto?

El alargado y sensible rostro del barón Louis, marcado por la preocupación, se iluminó con una especie de luz interior.

—Es la hipótesis más plausible…, y sin embargo, no puedo creerlo. Lo conozco muy bien, ¿sabe?, y siento por él un gran cariño. Creo que, si hubiera dejado de existir, lo presentiría.

—¡Dios le oiga!

—Además, ¿no se ha librado, hace poco, es verdad, de su peor enemigo? El conde Solmanski ha muerto para no tener que hacer frente a un proceso criminal, y es un alivio, créame.

Morosini guardó silencio un instante mientras su mirada pasaba rozando sobre todas aquellas personas congregadas allí que charlaban animadamente alrededor de mesas de mármol, flirteaban, soñaban o se dejaban llevar por la música de la orquesta. Todas disfrutaban bajo el sol del atardecer de un momento de paz y despreocupación, mientras que entre su compañero y él se acumulaban sombras inquietantes. Se preguntaba lo que convenía hacer. ¿Debía revelar su sospecha de que Solmanski estaba mucho más vivo de lo que se creía?

De pronto, su mirada se quedó fija en un punto: dos mujeres estaban instalándose unas mesas más allá de la suya, que las largas hojas verdes de una palmera plantada en un tiesto tapaban en parte. Una iba vestida de negro, con un tocado de crespón prolongado por un chal que rodeaba el cuello; la otra, de gris y rojo oscuro. Parecían entenderse de maravilla, e incluso oyó reír a una de ellas: una oleada de asco le llenó la boca de amargura, porque esas dos mujeres eran Anielka y Adriana Orseolo. Hizo chascar los dedos para llamar al camarero y pidió un coñac con agua, después de preguntar al barón si deseaba uno. Éste lo observaba con inquietud.

—No, gracias. Pero… ¿no se encuentra bien?

Aldo sacó el pañuelo y se enjugó la frente con mano un tanto trémula. Tenía la impresión de encontrarse en el centro de una conspiración de invisibles tentáculos, pero se sobrepuso a ella al paso que tomaba una decisión.

—No es nada, no se preocupe —dijo—. Pero me temo que debo darle una noticia desagradable: sospecho que Solmanski continúa en este mundo. No tengo ninguna seguridad, desde luego, pero…

—¿Solmanski vivo? Eso es imposible.

—Para él no hay nada imposible. No olvide que dispone de la fortuna de Ferráis, que cuenta con esbirros cuyo nombre ignoro y sobre todo con una familia: un hijo a quien los escrúpulos nunca han frenado y una hija… que quizá sea la criatura más peligrosa que he visto jamás.

—¿La conoce?

—No sólo eso, sino que estoy casado con ella. Se encuentra a unos pasos de nosotros: es esa joven que lleva un tocado de crespón negro y que está hablando con una mujer vestida de gris. Esta última es mi prima… y la asesina de mi madre por amor a Solmanski, de quien era amante.

Louis de Rothschild poseía una casi legendaria sangre fría, pero al oír a Morosini abrió desmesuradamente sus ojos, como si se encontrara ante todo el horror del mundo. Pensando que tal vez lo tomaba por loco, Aldo dejó escapar una breve risa.

—Estoy en mis cabales, barón, téngalo por seguro —dijo—. Aunque es verdad que lo que hace las veces de mi familia parece una copia bastante buena de los Átridas.

—¿Cómo soporta semejante situación?

—No la soporto. De hecho, estoy intentando salir de ella… de una u otra forma.

—¿Qué planea? —preguntó el barón con un deje de inquietud.

—Nada que vaya en contra de la ley de Dios o incluso de los hombres. A no ser que me obliguen a ello, en cuyo caso pagaré el precio. Pero ahora lo importante es la suerte de Simón. Contaba con él para que me ayudara a encontrar la pista del rubí, la última piedra que falta. Encontré un hilo en España, pero se ha roto…

—¿Hasta dónde ha llegado?

—Hasta el emperador Rodolfo II. Sé que la piedra fue comprada para él. ¿Sabe usted algo más?

—¿Sabe quién la compró para el emperador?

—Sí: el príncipe Khevenhüller, entonces embajador suyo en Madrid.

—En ese caso, no hay ninguna duda: la piedra fue entregada al soberano y no servirá de nada compulsar los archivos de Hochosterwitz, la fortaleza que Georges Khevenhüller construyó en Carintia a fines del siglo XVI.

—No imaginaba que el nombre del comprador pudiera ser relevante.

—Sí, lo es. La pasión coleccionista del emperador era muy conocida. Resultaba fácil utilizar su dinero… y quedarse con lo adquirido, pero eso no lo haría Khevenhüller. De modo que hay que buscar en el tesoro, y no es una tarea sencilla. Todo no permaneció en Praga, ni mucho menos.

—Sí, lo sé. Además, un especialista en objetos que pertenecieron a Juana la Loca, entre los que figura el rubí, jura que ya no estaba en posesión del emperador cuando éste murió.

—¿La piedra perteneció a la madre de Carlos V?

—De eso no cabe duda. Incluso la lleva en uno de sus retratos.

—¡Qué raro! En cualquier caso, no entiendo cómo puede su informador estar seguro de que no estaba en el tesoro. Me cuesta imaginar a un coleccionista tan apasionado como Rodolfo deshaciéndose de una pieza de semejante importancia, sobre todo procediendo de su propia familia. Además, era el hombre más misterioso e imprevisible del mundo. Ese rubí debió de ser uno de sus más caros tesoros. No me extrañaría que lo hubiera escondido en alguna parte, quizá junto con otras piedras. Si no me equivoco, hay algunas que no se han encontrado nunca.

—Podría habérsela regalado a algún ser querido. A una mujer tal vez.

—La única a la que amó de verdad no habría lucido jamás una joya como ésa.

—¿Qué solución queda, entonces? ¿Demoler el castillo de Hradcany piedra a piedra en busca de un escondrijo… que quizá no existe?

—Espero que no —dijo el barón, sonriendo—. Yo creo que hay que estudiar lo más a fondo posible la vida de Rodolfo. Aunque no podemos estar seguros de que los suecos, cuando tomaron Praga en 1648, no encontraran ese hipotético escondrijo.

—En tal caso, el rubí habría entrado a formar parte del tesoro sueco, y la reina Cristina, cuando dejó el trono, se llevó las joyas más hermosas y algunas fruslerías más. Se habría guardado de dejar una maravilla como ésa. Conozco el camino que ha seguido su herencia, legada al cardenal Odescalchi, en Roma, y vendida más tarde, en 1721, al regente de Francia, Felipe de Orleans. Mi amigo Vidal-Pellicorne ya ha inventariado la herencia del regente. Una parte de sus joyas se sumó a las de la Corona. Yo tengo el catálogo completo de éstas y el rubí no figura en él. En cuanto a la familia Orleans actual, si estuviera en su poder, los coleccionistas lo sabrían. Evidentemente, está también la hipótesis del robo, pero no me parece probable. En el palacio del emperador había mucha vigilancia y un robo de esa importancia habría sido duramente castigado. No, esa condenada piedra parece haberse volatilizado entre las manos de Rodolfo II… y lo único que me falta a mí por hacer es darme de cabezazos contra la pared.

—Sería una lástima —dijo el barón con una sonrisa indulgente—. Pero, contemplando la hipótesis de un posible robo, con el tiempo que ha pasado, la piedra habría salido a la luz en uno u otro momento y puedo asegurarle que mi familia se habría enterado. Usted sabe con qué apasionamiento perseguimos objetos raros y piedras antiguas. Y ninguno de nosotros ha tenido nunca noticias de ella. Así que eso me lleva a contemplar una posibilidad muy sencilla: ¿por qué el rubí no podría seguir en Praga?

—Simón lo habría sabido. En Viena oí decir que tiene una propiedad en Bohemia…

—Sí, pero está bastante lejos de Praga. Junto a Krumau, si no recuerdo mal. Fue legada al «barón Palmer» por una mujer cuyo nombre no diré. La única, creo, a la que él ha amado. Por eso le gusta residir allí de vez en cuando. No, olvidemos de momento a Simón y tratemos de encontrar una pista. Puedo equivocarme, pero…, sí, creo que el rubí debe de estar aún en algún lugar de Bohemia.

—No será vidente… —dijo Morosini, sonriendo también.

—¡Dios me libre! Pero, conociendo nuestra historia y nuestras tradiciones, Praga es de una gran importancia. Sin duda sabe que forma la punta más alta del triángulo hermético cuyos otros dos ángulos son Lyon y Turín. Las tres se parecen. Están repletas de pasajes secretos, de callejas tortuosas, pero la ciudad mágica es Praga.

—¿Por Rodolfo y su corte de magos, brujos y alquimistas?

—Ésa es la leyenda, pero ya lo era antes de él. Según nuestra tradición, después del saqueo de Jerusalén, ciertos judíos que se llevaron consigo algunas piedras del Templo incendiado por Tito se instalaron allí. Con esas piedras transportadas desde tan lejos construyeron una sinagoga, la más antigua de todas, la que actualmente se llama Vieja-Nueva. La verá si va allí, y creo que irá.

La mirada de Rothschild se distanciaba. Su voz se volvía lejana, como si contemplara una imagen venerada.

—Estaba pensando en eso —dijo en voz baja Morosini.

—Algo me dice que no lo lamentará. A veces tengo intuiciones, y ésta es muy fuerte, hasta el punto de que me gustaría ir a Praga con usted. Desgraciadamente, por el momento me resulta imposible, pero voy a intentar ayudarlo.

De un porta tarjetas de piel con los cantos de oro, extrajo una tarjeta con su nombre donde escribió unas palabras. Después la metió en un sobre que cerró con cuidado y arrancó de una libretita una hoja en la que escribió un nombre y una dirección. Este papel fue lo primero que le dio a su compañero.

—¿Puede memo rizar este nombre y esta dirección?

—Tengo una memoria excelente —dijo Aldo mientras fotografiaba el breve texto, presintiendo que no se lo daría—. Ahora que los he visto, no los olvidaré.

El barón encendió entonces una cerilla y quemó el papel dentro de un cuenco; cuando se hubo consumido, aplastó las cenizas con una cucharilla a fin de que se volvieran finas e impalpables, tras lo cual sopló y las miró revolotear como si fueran pequeñas moscas negras. Sólo entonces tendió el sobre a Aldo.

—Dele esto, y espero que lo reciba.

—¿No es seguro?

—Nunca hay nada seguro con él. Incluso mi recomendación puede ser papel mojado. Es un personaje sorprendente…, difícil, al que el presente no interesa. Goza de un profundo respeto. Se dice que posee extraños poderes e incluso el secreto de la inmortalidad.

—¿Simón lo conoce?

—De nombre, seguro que sí, pero no creo que se hayan visto nunca, probablemente porque Simón no ha querido. Es muy consciente de la violencia y los peligros que arrastra tras de sí para exponerse a mezclar en ellos a un ser de esta categoría.

—¿Y yo voy a atreverme a cometer ese… sacrilegio?

—No hay otro medio —dijo, suspirando, el barón Louis—. En el punto en el que nos encontramos, necesita su ayuda… No obstante, debo darle un consejo: no se embarque solo en esta aventura. En una ciudad como Praga, el peligro puede venir de cualquier sitio; hay que estar en condiciones de guardarse las espaldas.

—Entendido. Y en lo que se refiere a Simón, ¿qué hacemos?