—No tengo ni idea. Usted puede ir a Krumau, pero sea prudente. Es posible que Simón haya decidido enterrarse voluntariamente y que una búsqueda resulte inoportuna. Yo pienso recurrir a las otras ramas de la familia. Algunos lo conocen y lo aprecian, y nuestro servicio de información familiar funciona igual de bien que en los tiempos en que nuestro antepasado Mayer Amschel disparaba, desde su establecimiento de cambista en Fráncfort, las cinco flechas que convertimos en nuestro escudo de armas…, sus cinco hilos lanzados hacia todos los horizontes de Europa…

—¿Volveremos a vernos?

El barón no respondió. El hombre que estaba más cerca de ellos acababa de doblar el periódico y pedía la cuenta al camarero. Rothschild esperó a que éste se hubiera alejado para decir:

—Quizás, aunque no de forma inmediata. Me marcho de Venecia mañana por la mañana para dirigirme a Ancona, donde espero que hayan terminado de reparar el barco. Le mantendré informado…, si es que consigo averiguar algo.

En ese momento, la expresión siempre tan apacible de su rostro se tiñó de una especie de espanto:

—¡Dios mío! Creo que va a tener una visita. ¿Me permite que desaparezca un poco precipitadamente?

En efecto, navegando por la gran terraza llena de gente como un gran barco en medio de las pequeñas embarcaciones reunidas en un puerto, su cabeza arrogante tocada con un precioso bosque de plumas exóticas y arrastrando tras de sí muselinas de color escarlata, la marquesa Casati, sin duda intrigada por la larga conversación de los dos hombres, se dirigía con decisión hacia su mesa. El barón Louis se levantó, estrechó la mano a Morosini, se inclinó ante la dama con la gracia de un maestro de ballet del siglo XVIII y, sorteando las mesas, desapareció casi enseguida en la lejanía ya azulada del crepúsculo. Aldo se levantó también, pero para inclinarse sobre la larga mano constelada de rubíes y de perlas que se ofrecía a sus labios.

—Si no me equivoco —dijo la marquesa—, ese caballero es un Rothschild.

—Sí, el barón Louis, de la rama vienesa.

—Eso me parecía… ¿Y he sido yo quien lo ha hecho huir?

—No huye, se va. Su yate está averiado en Ancona y sólo ha venido a dar una vuelta por aquí para pasar el rato. Lo conocí en Viena y nos hemos encontrado por casualidad en el vestíbulo del Danieli… ¿Satisfecha?

Los grandes ojos negros y ostensiblemente pintados de Luisa Casati miraron a Morosini con una expresión un poco contrita.

—Cree que soy demasiado curiosa, ¿verdad? Pero, querido Aldo, por encima de todo soy su amiga y vengo a darle un buen consejo: no debería dejar que su mujer se exhibiera así.

Si había algo que a Morosini le horrorizaba era que se ocupasen de su vida privada cuando él no hablaba de ella.

—Tomar una copa en Florian al atardecer —repuso, arqueando una ceja con insolencia—, y con una prima, me parece que no tiene nada de indecoroso.

—¡No se suba a la parra! Para empezar, todo Venecia sabe que está peleado a muerte con Adriana Orseolo, lo que no tiene nada de sorprendente después de su escapada a Roma…

—Querida Luisa —la interrumpió Aldo—, no me dirá que se ha incorporado al escuadrón de venerables señoras ariscas que, olvidando los escarceos amorosos de su juventud, fusilan con sus impertinentes de oro a las que se permiten algunos interludios galantes…

—Pues claro que no. Sería absurdo que le reprochara lo de su sirviente griego cuando yo misma…, sí, en fin, dejemos eso. Lo más desagradable para nosotros, los venecianos de siempre, son sus relaciones actuales, relaciones que parece compartir con su esposa. ¡Mire!

Con el paso pomposo de un gallo desfilando, el torso abombado bajo el uniforme, las botas negras relucientes y el gorro inclinado de manera que disimulase una calvicie totalmente decidida a ganar la partida, el commendatore Ettore Fabiani, arrogante tentáculo del Fascio extendido sobre Venecia, acababa de llegar a la mesa de las dos mujeres y, con labios glotones y mirada brillante, se inclinaba sobre la mano de Anielka antes de tomar asiento junto a Adriana, con la que parecía llevarse a las mil maravillas.

—Dicen que no desaprovecha ninguna oportunidad de encontrarse con su mujer —susurró Luisa Casati—. Al parecer, está… perdidamente enamorado de ella.

—¡Cómo! ¿No tiene miedo de contrariar a su amo cortejando a la hija de un hombre perseguido por la justicia a causa de sus crímenes? —repuso Morosini, sarcástico.

—Ha pasado tiempo. Y además, Solmanski se ha suicidado; luego, según él, el honor está a salvo. Queda una mujer muy guapa ante la que ese gato vicioso se relame. Lo que no le impide mantener excelentes relaciones con la condesa Orseolo. Por cierto, desde hace unos días nuestra querida Adriana ofrece una imagen de más prosperidad.

Pese a su apariencia venenosa, Aldo estaba convencido de que las palabras de Luisa Casati estaban inspiradas por un deseo real de ayudarlo.

—Por lo que la conozco, Luisa, debe de llevar guardado en la manga un consejo para darme, ¿no es así?

Ella le dedicó una sonrisa que, a pesar del exagerado maquillaje y de los trágicos velos, conservaba la picardía de la infancia.

—¿Por qué no?… ¡Guarde las apariencias, Aldo! Y sepa que sigo teniendo una o dos panteras a su disposición. Si se las deja en ayunas, no es aconsejable acercarse a ellas… y un accidente puede producirse en el momento menos pensado.

La sugerencia era tan monstruosa que Aldo no pudo evitar echarse a reír, aunque sabía que Luisa Casati, gran criadora de fieras salvajes e incluso de serpientes, siempre estaba dispuesta a ayudar a un amigo en apuros. Aldo se levantó, le cogió la mano y la besó.

—Espero conseguirlo recurriendo a unos medios menos drásticos, pero, de todas formas, gracias. Ahora, perdone que la lleve a su mesa…

Tras haber dejado a la marquesa en compañía de su pintor preferido, Morosini dio media vuelta y fue directamente a la mesa de las dos mujeres. Una vez allí, sin tomarse siquiera la molestia de saludar, asió de la muñeca a Anielka con dos dedos que se habían vuelto de repente duros como el hierro.

—Despídete de tus amigos, querida, y ven. ¿No te acuerdas de que esta noche tenemos invitados?

El tono no tenía nada de afectuoso y la joven reprimió un gemido. No obstante, se levantó.

—Me haces daño —murmuró.

—Lo siento, pero tengo prisa. No se moleste, commendatore —añadió con una sonrisa desdeñosa—. No me perdonaría estorbarles.

Y antes de que el otro hubiera tenido tiempo ni de levantar la masa de su cuerpo, ya estaba arrastrando a Anielka para llevarla a la góndola que lo esperaba en el muelle de los Esclavones. La joven trató de desasirse, pero Aldo no la soltó y ella, para no exponerse a armar un escándalo, se vio obligada a acompañarlo.

—¿Te has vuelto loco? —dijo, furiosa, mientras la hacía embarcar.

—Yo podría hacerte esa misma pregunta: ¿no estás un poco loca por exhibirte así con Fabiani? Por no hablar de esa mujer a la que sabes perfectamente que eché de mi casa. ¿Te has propuesto que Venecia entera te desprecie?

Ella se acurrucó en uno de los asientos recubiertos de terciopelo y se puso a llorar.

—¿Y a ti qué más te da? ¡Tengo derecho a vivir a mi manera!

—No mientras lleves mi apellido. Después…

El gesto que Aldo hizo traducía muy bien su desinterés por ese «después», lo que reavivó la cólera de Anielka.

—¡No habrá un después! ¡Te guste o no, tendrás que aceptar a mi hijo como heredero y yo me quedaré!

—¿A tu hijo?

De pronto, Aldo se echó a reír.

—Espero por ti que no se parezca a Fabiani… ¡Menudo ridículo!

Indiferente a la cólera de la joven e incluso a los hombros encogidos de Zian, que conducía la góndola y que a todas luces habría deseado desaparecer, Aldo seguía riendo cuando subieron los peldaños del palacio Morosini, aunque ya no era la risa espontánea, divertida, del principio. Había en ella ira y desesperación. Al entrar en la casa, volvió la espalda a Anielka y se dirigió a su despacho para anunciar a Guy Buteau que se marchaba al día siguiente por la mañana y que, una vez más, el fiel amigo tendría que velar por los negocios y los intereses de la firma Morosini.

Mientras guardaba el prendedor de la zarina en su enorme arca medieval, que había hecho perfeccionar para convertirla en la más moderna e inviolable de las cajas fuertes, Aldo dio las últimas instrucciones a su amigo, pero sin sentir la excitación y la alegría que siempre precedían a sus expediciones. Ese viaje sería más peligroso que los otros. Quizá se debía al aura sangrienta, bárbara e incluso sobrenatural que emanaba de ese rubí. Pero a él no le daba miedo: la muerte nunca le había asustado cuando era joven por inconsciencia, y ahora porque, desde la intrusión de los Solmanski en su vida íntima, le encontraba a ésta mucho menos encanto que en el pasado. La sorda inquietud que lo corroía guardaba relación con los pocos seres a los que quería: Guy, Celina, Zaccaría y sus otros sirvientes. Debía ponerlos a salvo de las maniobras de Anielka y los suyos por si no regresaba.

Buteau conocía demasiado bien a su antiguo alumno para no percatarse de su estado de ánimo.

—No hace falta que pregunte si va a buscar la última piedra, Aldo, pero tengo la impresión de que esta vez lo hace sin alegría. ¿Me equivoco?

—No. El gusto por investigar no me ha abandonado, sigo sintiendo la misma curiosidad, pero lo que dejo aquí empieza a horrorizarme. Una enfermedad mortal, un inmundo gusano carcome el árbol orgulloso y vivo que era esta casa. Si no regresara…

—¡No diga eso! —protestó Guy con la voz súbitamente alterada—. Se lo prohíbo igual que se lo prohibirían todos aquí. Debe regresar; si no, nada tendría ya sentido.

—Haré todo lo que pueda, pero esta noche redactaré un nuevo testamento y le ruego que lo lleve mañana a primera hora al despacho del señor Massaria después de haberlo firmado usted y Zaccaría. Si esa mujer está embarazada…

—¿La princesa?

—¡No la llame así! Al menos delante de mí… Si se dispone a procrear, no quiero que un ser que no será nada mío se convierta en mi heredero… Si muero, mi solicitud de anulación ya no serviría de nada.

—¡Usted no va a morir! —afirmó Guy Buteau, con una llamita en los ojos que reconfortó a Morosini.

—¡Dios le oiga!

Encerrado en su habitación, Aldo se pasó gran parte de la noche redactando el documento. En él ratificaba los legados anteriores y negaba todo derecho al hijo que la «condesa Solmanska» pudiera traer al mundo, además de describir detalladamente las relaciones que habían mantenido en los últimos tiempos, de revelar lo que había visto en la calle Alfred-de-Vigny —y que podía ser confirmado por la señora de Sommières y Adalbert Vidal-Pellicorne— e incluso de decir que sospechaba que los Solmanski habían planeado y llevado a cabo la evasión de su padre mediante una falsa muerte. Sólo cuándo hubo terminado de escribir se sintió mejor, fue a guardar el testamento en la caja fuerte y se concedió unas horas de sueño. Para evitar ser seguido, había decidido no viajar en tren, cuyo destino podía ser revelador, sino en el coche comprado el año anterior en Salzburgo y que esperaba en un garaje de Mestre. [15] Eso le permitiría, además, salir a la hora que más le conviniera.

Por la mañana, hizo que Guy y Zaccaría firmaran el testamento, lo metió en la cartera que siempre se llevaba de viaje, se despidió rápidamente como si se tratara de uno de los numerosos viajes cortos que realizaba todos los años por Italia y embarcó en el motoscaffo conducido por Zian. Hicieron una primera parada en casa del señor Massaria, al que encontraron en bata; luego, tras volver a la dársena de San Marco, la canoa motorizada tomó velocidad y puso rumbo hacia el mar, dejando tras de sí una estela blanca.

Hacía aproximadamente una hora que se había ido cuando Celina se ató un pañuelo a la cabeza, donde ya no lucía las alegres cintas de colores de antes, cogió una cesta y se dirigió por las calles hacia el mercado del Rialto. Al llegar al Campo San Polo, entró un momento en la iglesia, fue a rezar una oración a la Virgen y encendió un gran cirio; después salió por una puerta lateral y se adentró en una calleja estrecha a la que daba la parte trasera de dos viviendas patricias. Allí, sacó una llave del bolsillo, abrió una puerta baja, la cerró tras de sí, atravesó a paso rápido un encantador jardín interior en el que cantaba una fuente y, tras haber llamado con los nudillos a una alta ventana con los cristales emplomados, penetró en una gran habitación fresca.