Obra del maestro de La leyenda de la Magdalena, era un encantador retrato pintado cuando la hija de los Reyes Católicos era muy joven y una de las princesas más bellas de Europa. El terrible amor que la conduciría a las puertas de la locura aún no se había apoderado de ella. En cuanto a la mujer que estaba allí y cuyas manos acariciaban el marco, su silueta ofrecía una curiosa similitud con la del cuadro, seguramente porque iba peinada y vestida de la misma forma, la que se estilaba en el siglo XV.

Morosini pensó que se trataba de una excéntrica, puesto que esa noche el tema escogido era Goya. Con todo, llevaba ropa suntuosa: tanto el vestido como el tocado, de terciopelo púrpura bordado en oro, eran prendas dignas de una princesa. La propia mujer parecía joven y bonita.

Acercándose sin hacer ruido, Aldo vio que sus largas manos, de una extraordinaria blancura, abandonaban el marco para tocar la joya que Juana llevaba en el cuello, un ancho medallón de oro cincelado alrededor de un gran rubí cabujón. Lo acariciaban, y al observador le pareció oír un gemido. Esa alhaja era lo que el príncipe anticuario quería examinar más de cerca, pues por su forma y su tamaño le recordaba otras piedras.

Intrigadísimo, decidió abordar a la desconocida, pero esta vez ella lo oyó y volvió hacia él uno de los rostros más bellos que Morosini hubiera visto jamás: un óvalo blanco, perfecto, y unos ojos de una profundidad insondable, enormes y oscuros, tan grandes que casi parecía que la mujer llevara una máscara. Y esos ojos estaban anegados de lágrimas.

—Señora… —dijo Aldo.

No pudo seguir: con un gesto de sobresalto, la mujer escapó hacia las sombras acumuladas al fondo de la estancia poco iluminada. Fue tan rápida que pareció fundirse en ellas, pero Morosini salió enseguida tras ella. Al llegar a la escalera, la vio parada hacia la mitad, como si lo esperara.

—¡No se vaya! —le rogó—. Sólo quiero hablar con usted.

Ella, sin contestar, continuó bajando los peldaños, cruzó el patio principal y se detuvo de nuevo junto a la portalada. Aldo se dirigió a uno de los sirvientes que se dirigía hacia el otro patio con una bandeja cargada de copas de champán.

—¿Conoce a esa dama? —le preguntó.

—¿Qué dama, señor?

—La que está allí, junto a la entrada, con ese espléndido vestido rojo y oro.

El hombre miró al príncipe como compadeciéndolo.

—Perdone, señor, pero yo no veo a nadie.

Instintivamente, apartaba un poco la bandeja, convencido de que ese elegante personaje con frac (Morosini no se disfrazaba nunca) ya no se hallaba en su estado normal.

—¿No la ve? —dijo Aldo, desconcertado—. Es una mujer preciosa, vestida de terciopelo púrpura… Y mire, hace un gesto con la mano…

—Le aseguro que no hay nadie —repuso el criado, súbitamente asustado—, pero, si le hace señas, debe seguirla… Le ruego que me disculpe…

Tras estas palabras, se marchó como una exhalación haciendo equilibrios con la bandeja, cuyas copas entrechocaban como dientes castañeteando. Morosini se encogió de hombros y volvió la cabeza: la mujer seguía allí y le hacía señas de nuevo. Aldo no lo dudó ni un segundo: si había misterio, era demasiado atrayente para desentenderse de él. Se dirigió hacia el porche en el momento mismo en que la desconocida lo cruzaba. Por un instante creyó que la había perdido, pero se había limitado a doblar una esquina y de pronto la vio parada junto a una fuente, desde donde repitió su gesto de invitación antes de adentrarse en un dédalo de calles y plazas. Sevilla no obedecía a ningún plan; sus palacios, sus casas y sus jardines, cuyo verde intenso contrastaba con el blanco puro, el ocre de las construcciones y el rosa claro de los tejados, se hallaban distribuidos sin orden ni concierto. Salvo en las horas más calurosas, la ciudad rebosaba de una vida exuberante que la noche no apagaba. Su terciopelo azul salpicado de estrellas devolvía aquí o allá el eco de una guitarra, una canción tarareada, risas o el chasquido alegre de las castañuelas en alguna posada.

La mujer de rojo continuaba avanzando de forma tan caprichosa que Morosini, completamente perdido, se preguntó si no estaría tratando de despistarlo quizá volviendo sobre sus pasos; porque, ¿acaso no había visto ya esa palmera solitaria asomando por encima de la tapia de un jardín? ¿Y esa delicada reja de hierro forjado en una ventana a cuyo pie crecían rosas?

Desanimado, e intranquilo también, se sintió tentado de renunciar y se sentó en un antiguo montador; los zapatos elegantes no eran muy apropiados para andar sobre los adoquines desiguales, algunos de los cuales eran simples piedras del Guadalquivir; un buen par de zapatillas habría sido mucho más cómodo. No obstante, Morosini se puso de nuevo en marcha y se adentró en una callejuela oscura, en cuya entrada se había detenido la dama de rojo. Seguía haciendo el mismo gesto de llamada, pero ahora sonreía, y esa sonrisa hizo olvidar al veneciano el dolor de pies. Sin duda se trataba de una endiablada coqueta, pero era tan bella que resultaba imposible resistírsele.

En el barrio en el que desembocaba la calleja, la noche era más oscura. Las casas eran menos vistosas y más viejas. En sus paredes grises y sucias, el olor de naranjos en flor que envolvía Sevilla se mezclaba con el penetrante y fétido de la miseria. Y antes de que Morosini tuviera tiempo de preguntarse qué iba a hacer allí una mujer vestida de fiesta, ésta había desaparecido en el interior de un edificio en ruinas pero que conservaba huellas de un antiguo esplendor, delante del que se extendía un jardín salvaje. El conjunto ocupaba la esquina de una plazoleta ennoblecida por una pequeña capilla.

Decidido a vivir la aventura hasta el final, Morosini creía que no tendría dificultades para abrir la puerta rajada, pero la madera se resistió. Se disponía a derribarla empujando con un hombro cuando detrás de él se alzó una voz:

—¡No haga eso, señor! A no ser que no le importe que le suceda una desgracia.

Aldo, que no había oído que alguien se acercaba, se volvió bruscamente y, enarcando una ceja, observó al extraño personaje surgido de la nada que se dirigía a él. Con su cara huesuda y alargada por una corta barba, su cabeza rapada, sus pómulos salientes y vestido con una especie de blusón rojo cuyos agujeros mostraban unas prendas interiores vagamente blancas, parecía el aguador de Velázquez, pero sus orejas puntiagudas, sus ojos brillantes bajo unos párpados pesados y el pliegue sardónico de sus delgados labios hacían pensar en un demonio a punto de jugar una mala pasada, lo que no impresionó en absoluto a Morosini.

—¿Por qué tendría que sucederme una desgracia?

—Porque es la noche del 15 de mayo, festividad de san Isidro, el arzobispo de Sevilla que fue también un gran sabio, y porque también es la noche en que ella murió.

—¿La noche en que murió? ¿Quiere decir que esa mujer tan guapa no está viva?

—En cierto modo continúa estándolo, sobre todo esta noche, la única del año que puede salir de su casa para buscar a alguien que la libere de su maldición. Aquellos a los que consigue arrastrar no regresan o pierden la razón, porque nadie quiere ayudarla y entonces ella se enfada… Por suerte, no todo el mundo puede verla; se necesita una… sensibilidad especial.

—¿Cómo sabe todo eso?

—Porque una noche, hace diez años, seguí al último desdichado que logró arrastrar hasta su guarida. Lo que vi y oí me dejó aterrorizado, y créame, señor, soy valiente, pero salí huyendo. Justo a tiempo, creo. Desde entonces, vigilo para…

—¿Pasa la noche junto a esta casa?

—Sí. Vivo al lado. De día, mendigo delante de la catedral, mientras brilla el sol no hay nada que temer, y a veces entro en el jardín abandonado para fantasear. La puerta apenas se sostiene…

—Si es un lugar tan nefasto, ¿cómo es que no lo han incendiado o derribado?

—Porque nadie aceptaría encargarse de hacerlo por miedo a que le trajera mala suerte. Destruir la morada de un fantasma es peligroso. Pero ¿me permite hacerle una pregunta, señor?

—¿Por qué no? —dijo Morosini, cautivado por las maneras de ese mendigo tan orgulloso y digno como un hidalgo.

—¿Dónde se ha encontrado con Catalina?

—¿Así es como se llama?

—Sí. Era hija de Diego de Susan, uno de los conversos más ricos de la ciudad y también una de las primeras víctimas de la Inquisición… Pero no me ha contestado.

—Disculpe. Ha sido en la Casa de Pilatos. Durante la fiesta que se celebraba en el patio y los jardines, he subido al primer piso para ver un cuadro que me interesaba. Ella estaba allí, delante de ese retrato, acariciándolo. Al verme ha huido, y yo la he seguido.

—¿El retrato era el de Juana la Loca?

—En efecto. ¿Existe algún vínculo entre ellas? Catalina va vestida igual.

—Sí, aunque las dos mujeres no se vieron nunca. La princesa tenía dos años en el momento del drama, y no es con ella con quien Catalina está encariñada, sino con la joya que luce. Seguramente se ha fijado en el medallón con un gran rubí engastado que lleva en el cuello.

—Sí, me he fijado —afirmó Aldo, aunque guardándose de precisar que eso era precisamente lo que quería examinar más de cerca.

—La infeliz está condenada a encontrar ese objeto para obtener su liberación…, pero es una larga y triste historia y se hace tarde, señor.

—Aun así, me gustaría escucharla. ¿No podríamos ir a algún sitio a tomar una copa de jerez o de manzanilla?

Mientras decía esto, hizo aparecer un billete entre sus dedos. El mendigo se echó a reír, dejando al descubierto unos dientes casi tan blancos como los de su interlocutor.

—¡Seguro que tendríamos un gran éxito, usted contraje de etiqueta y yo con mis harapos! De todas formas, aceptaría encantado ese dinero mañana, cuando vaya vestido de un modo menos llamativo.

—De acuerdo. ¿Dónde y cuándo?

—Aquí mismo. Pongamos… ¿hacia las tres? Es la hora de más calor y no habrá mucha gente. Lo esperaré delante de la capilla.

—¿Y adonde iremos?

—En ningún sitio estaremos más tranquilos que en ese jardín abandonado. Si no tiene miedo, claro.

—Al contrario. Incluso entraría de buena gana ahora mismo.

—No me obligue a repetir lo que ya le he dicho: no es aconsejable desafiar a las fuerzas desconocidas. Mañana se enterará… por lo menos de lo que yo sé. ¿Vuelve a la Casa de Pilatos?

—Sí, claro. Tengo la impresión de que llevo horas fuera.

—Venga. Le buscaré un coche para que lo lleve.

Al cabo de un rato, Morosini se reincorporó a la fiesta. Estaban cenando en el Jardín Grande, bajo los arcos floridos y las hojas de una vegetación casi tropical. El ruido de las risas y de las conversaciones sobre fondo musical llenaba la noche, y de pronto Morosini dudó sobre lo que debía hacer: ya no podía ponerse a buscar su sitio en la mesa, presidida por la reina; el protocolo no lo permitía.

Decidió esperar en el Jardín Chico, iluminado pero desierto. Allí se sentó en un banco cubierto de azulejos amarillos y se puso a fumar el contenido de su pitillera. Allí fue donde lo encontró una de las damas de la reina.

—¿Cómo es que está aquí, príncipe? Lo hemos buscado por todas partes. Su majestad incluso ha manifestado cierta preocupación. ¿Acaso se encuentra mal?

—Un poco, sí. Verá, doña Isabel, a veces sufro neuralgias muy dolorosas que me convierten en un compañero poco agradable. Me ha sucedido durante el concierto y por eso me he apartado…

Cuando se trata de un hombre seductor, hasta la vieja más arisca se vuelve comprensiva, y aquella mujer no tenía nada ni de vieja ni de arisca.

—Debería habérmelo dicho y haberse ido. Su majestad le aprecia mucho y no quiere verlo sufrir; yo habría presentado disculpas en su nombre… Y eso es lo que voy a hacer —añadió tras haber contemplado un instante el rostro crispado del príncipe—. Vamos a pedir un coche y lo llevarán al hotel. Yo me encargo de todo. Mañana vendrá al Alcázar a excusarse.

—Acepto encantado su ayuda, aunque irme sin permiso de la reina…

—Yo lo obtendré por usted. Ella comprenderá. Venga. Voy a ordenar que se acerque uno de nuestros coches.

Unos instantes más tarde, Morosini, satisfecho de su estrategia, circulaba hacia el Andalucía Palace al trote ligero de una calesa con cascabeles y borlas rojas y amarillas que le pareció el colmo de la comodidad; después de la carrera por las callejuelas con zapatos de charol, ya no sabía de quién eran los pies. Gracias a la querida doña Isabel, era libre de dedicarse a pensar en su siguiente encuentro con el mendigo. Un encuentro del que su instinto de cazador le decía que podría abrir un camino interesante. Y en los dos últimos años, los más apasionantes eran los que conducían a una u otra de las piedras preciosas robadas tiempo atrás del pectoral del sumo sacerdote en el Templo de Jerusalén. [1] Sólo faltaba encontrar una: un gran rubí cabujón. Ese rubí era la razón por la que Aldo había querido examinar tranquilamente el retrato de Juana la Loca, pues el que la madre de Carlos V llevaba en el cuello poseía todas las características de la joya desaparecida.