—Tenía que venir —dijo—. Hay novedades.

Mientras tanto, al volante del pequeño Fiat, Morosini circulaba hacia los Alpes, que pensaba cruzar por el puerto de Brenner. Pero esperó a llegar a Innsbruck, una vez cruzada la frontera, para enviar a su amigo Adalbert un breve telegrama:


Estaré en Praga, hotel Europa. Confirma llegada. Aldo.


Sabía que, a no ser que se hubiera roto una pierna o hubiera contraído una grave enfermedad, Adalbert montaría en el primer tren que saliese de París.

6. Un americano pelmazo


Morosini se lo encontró la misma noche de su llegada a Praga. Sentado en un alto taburete del elegante bar, decorado con frescos espléndidos, del Europa, con sus grandes pies, calzados con zapatillas de deporte blancas, apoyados en los barrotes de caoba, comía salchichas de rábanos blancos —en Praga se pueden degustar a cualquier hora del día y de la noche, pero no era aconsejable hacerlo en el bar del Europa—, acompañadas de una gran jarra de Pilsen-Urquell, la cerveza nacional.

Era imposible no fijarse en él: su cuerpo de luchador envuelto en un traje blanco y adornado con una corbata llamativa, su pelambrera roja y su cara colorada por haber permanecido demasiado tiempo al sol se daban de patadas con los refinamientos de ese hotel reciente, construido en honor del Art Nouveau local, y sobre todo con la música nostálgica que salía de un violín y un piano refugiados entre unas plantas. Además, estaba solo en compañía de un barman de punta en blanco, cuyo largo bigote de estilo húngaro apenas disimulaba el pliegue reprobador de la desdeñosa boca.

Cansado a causa de la larga y, sobre todo, difícil carretera que lo había llevado de Innsbruck a su destino por Salzburgo y Passau, Morosini sólo deseaba beber algo fresco y reconfortante antes de retirarse a su habitación. Pidió un gin-fizz y, aunque todavía llevaba la ropa de viaje, el barman se lo sirvió con una gran deferencia. Su ojo experto no se equivocaba sobre la calidad de ese nuevo cliente. Incluso llevó su amabilidad hasta poner una considerable distancia entre él y el bárbaro.

Cosa que, por lo demás, no desanimó a éste, encantado de tener compañía: se limitó a trasladar su plato y su jarra junto a Aldo, antes de declarar:

—Me alegro de que haya venido alguien que no tiene aspecto de ser de aquí —dijo en su lengua natal—. ¿Qué es usted? ¿Inglés, francés, austríaco…?

—Italiano —gruñó Morosini, que detestaba que lo abordaran con ese descaro, sobre todo cuando estaba de mal humor.

—¡Vaya! Nunca lo hubiera dicho… Yo soy americano. —Y sin transición, tendiendo una mano del tamaño de una pala de las que se usan para golpear la ropa al lavarla, que su víctima se vio obligado a estrechar, añadió—: Me presento: Aloysius C. Butterfield, de Cleveland, Ohio.

—Aldo Morosini, de Venecia —dijo éste maquinal —mente, liberando las falanges del tremendo apretón.

Pero si pensaba haber cumplido presentando esa modesta tarjeta de visita, se equivocaba de medio a medio. El hombre de Cleveland profirió una especie de bramido que sobresaltó al barman.

—¡No! —dijo, golpeándose con el puño derecho la palma de la mano izquierda—. ¿Es usted «el» Morosini que vende joyas antiguas?

—En efecto —reconoció Aldo, que no se creía tan famoso, sobre todo en el Medio Oeste.

—¡Esto es lo que se llama tener un golpe de suerte! Y sobre todo, lo que es una suerte es que no haya ido a verlo a Venecia, teniendo en cuenta que está usted aquí.

—¿Quería ir a verme a Venecia?

—Estaba contemplando seriamente esa posibilidad. Verá, soy rico…, muy rico, y tengo una mujer a la que le chiflan esas cosillas tan caras. Y naturalmente, quiero llevarle un recuerdo.

—En tal caso, lo más sencillo es pasar por París e ir a Cartier, Boucheron o…

—No. Eso son cosas nuevas. Lo que Coralie quiere es algo que tenga historia.

—Pero yo no tengo el monopolio de las joyas históricas. Esos grandes joyeros también compran y venden piezas antiguas.

El americano hizo una mueca.

—En cualquier caso, serán menos históricas que las suyas. Me han dicho que es usted noble, duque o…

—Príncipe, pero el título no tiene nada que ver con esto. Además, actualmente no tengo nada extraordinario para vender.

—¡Eso es lo que usted dice! —repuso el otro, testarudo—. Habría que verlo… ¿Otro gin-fizz? —propuso en cuanto Aldo hubo apurado su copa.

—No, gracias. Con su permiso, voy a dejarle. Quisiera tomar posesión de mi cuarto, ducharme…

—¿Cenamos juntos?

—No. Perdone, pero voy a pedir que me suban algo y me acostaré enseguida. Estoy cansado del viaje.

Bajó del taburete para dirigirse a la salida, pero uno no se libraba tan fácilmente de Aloysius C. Butterfield, que prácticamente interceptaba el paso.

—OK, nos veremos mañana. ¿Va a quedarse aquí algún tiempo?

—Todavía no lo sé. Depende de mis negocios y de mis citas. Le deseo buenas noches, señor Butterfield.

El tono no admitía réplica. Este último tuvo que resignarse a dejarle paso y Morosini entró en su habitación de la segunda planta con la sensación de ser un navegante sacudido por la tormenta que llega por fin a una bahía en calma. Ese yanqui escandaloso y entrometido era el último espécimen humano que deseaba encontrar en Praga. Desentonaba demasiado en esa ciudad de arte, de sueños y de misterio, donde uno se sentía en el cruce de múltiples mundos. Era una nota discordante en una sinfonía sublime, y Aldo detestaba las notas discordantes. Tendría que ingeniárselas para encontrárselo lo menos posible.

La vasta y lujosa habitación con revestimiento de madera que habían asignado al viajero daba a los tilos de la inmensa plaza de Wenceslao, un largo cuadrilátero en el que reinaba la estatua ecuestre del gran rey de Bohemia, flanqueado por las de sus cuatro santos protectores representados de pie. Morosini abrió la puerta del balcón y salió para aspirar el exquisito perfume que los árboles en flor exhalaban al finalizar un día estival. El paisaje de espesos bosques y campo suavemente ondulado que envolvía la Ciudad Dorada era a la vez magnífico y apaciguador. A la derecha, la colina de Hradcany sobre la que se alzaba el castillo real, sus iglesias y sus palacios, surgía de la profunda vegetación de sus jardines de estilo italiano, y Morosini pensó que iba a gustarle esa capital, quizá porque, como en Venecia, la desorientación allí era total y la magia estaba garantizada. Siempre y cuando se olvidara el chirrido metálico de los tranvías, claro.

Al cabo de un rato, Aldo recordó que, al darle la llave de la habitación, el recepcionista le había entregado también una carta que él, impaciente por refrescarse, había guardado en el bolsillo sin siquiera mirarla. El encuentro con el americano le había hecho olvidarla. Pensando que era de Adalbert, se apresuró a abrirla y se llevó una sorpresa al ver la firma de Louis de Rothschild.


Sentí —escribía el barón Louis— no decirle más sobre el personaje al que le he enviado a visitar, pero en la terraza de un café era imposible. Me ha sido dado verlo una vez, sólo una, y me infundió un respeto indescriptible. Se dice de él que es el Rey oculto, la Luz y el Único porque no pertenece a esta tierra. Según una de las leyendas secretas de Israel, es la reencarnación del gran rabino Loew al que Rodolfo II recibió en su castillo de Praga y que una noche modeló un ser gigantesco de barro y tierra al que dio vida introduciendo en su boca un trozo de pergamino con el nombre secreto de Dios. Una noche, víspera de sabbat, que a su señor se le olvidó retirar el chem, el fragmento mágico, el Golem —así es como lo llamaban— se enfureció y comenzó a destruir todo cuanto encontraba a su paso. Loew consiguió dominar a su criatura, que, privada de su poder, se desmoronó convertida en un montón de barro y tierra. Sin embargo, para los habitantes de Praga el Golem puede renacer en cualquier momento y reaparece en las épocas de grandes catástrofes. Se cree que sus restos descansan en el desván de la sinagoga Vieja-Nueva, que era la de Loew… y es la de Liwa, el gran rabino actual, cuyo nombre es, por lo demás, el mismo que el de ese maestro entre los maestros de antaño.

Quizá me tome por loco. No lo creo, pues, por el hecho de haberse hecho amigo de Simón, sabe sobre nuestro pueblo muchas más cosas que la mayoría de los hombres. Pero debía decirle todo esto para que, sabiendo con quién va a tratar, sepa también qué palabras debe pronunciar. Deseo que el Altísimo esté con usted para ayudarlo a realizar su peligrosa misión.


Aldo, pensativo, releyó la carta y luego entró en el cuarto de baño, donde, después de haberla reducido a cenizas, la hizo desaparecer por el desagüe del lavabo. Habiendo sido escrita por un hombre tan moderno como el barón Louis, era una misiva extraña, aunque no sorprendente. Morosini conocía desde hacía mucho la cultura universal y el apego profundo de los Rothschild a sus tradiciones, a la historia y a las raíces de su pueblo. En cuanto a él, había leído demasiado sobre Rodolfo II para no conocer a Loew, el más grande de todos los rabinos, y a su criatura fantástica, el Golem, pero de ahí a creer que uno u otro pudiera manifestarse en pleno siglo XX había un gran trecho.

Dejando el asunto así por el momento, Aldo descolgó el teléfono para encargar que le subieran la carta del restaurante y que pidieran una comunicación telefónica con París, con el número de Vidal-Pellicorne. Como sin duda la espera sería de varias horas, tenía tiempo de lavarse y hasta de cenar.

Hasta las diez de la noche no obtuvo la comunicación con París. Le respondió Théobald. Sí, el telegrama del príncipe había llegado; desgraciadamente, el señor ya había partido para Zúrich, donde Romuald parecía tener problemas.

—¿Sabe al menos si está en el hotel donde se alojaba la señorita Plan-Crépin? Por cierto, ¿ha vuelto?

—Sí, príncipe…, y en perfecto estado, por lo que he oído decir. Respecto al hotel del señor, no puedo decirle nada, pero espero recibir pronto una llamada del señor.

—Bien. Entonces, cuando la reciba, dígale que es de vital importancia que se reúna aquí conmigo cuanto antes.

—Muy bien, príncipe. Le deseo que pase una buena noche.

—Lo intentaré, Théobald. Gracias. Y espero que su hermano haya podido resolver sus problemas, que son también los nuestros.

Mientras por fin se metía en la cama, cosa que necesitaba urgentemente, Aldo, pese a estar ya seguro de que su amigo llegaría en un futuro próximo, sentía una vaga inquietud: para que Adalbert se hubiera visto obligado a reunirse con Romuald en Zúrich, tenía que haber ocurrido algo grave, pero ¿qué? Se apresuró a ahuyentarla, consciente de que las cábalas y las hipótesis constituían el mejor obstáculo para el sueño. Y necesitaba realmente dormir.

Se despertó con el canto de los pájaros que entraba por las ventanas abiertas. Como nunca le había gustado holgazanear en la cama, se levantó, se dio una ducha, se afeitó, se puso un traje de paño inglés y una camisa de seda y encendió el primer cigarrillo del día. En espera de más noticias de Adalbert, había decidido dedicar ese primer día a visitar una ciudad que no conocía pero que, por lo que había visto al llegar, ya le gustaba. Quería también localizar las señas que le había dado Louis de Rothschild.

Tentado por el buen tiempo, pensó en pedir una calesa como había hecho en Varsovia, pues guardaba un recuerdo muy agradable de aquella visita, pero cayó en la cuenta de que en Praga tenía pocas posibilidades de encontrar un cochero que hablara francés, inglés o italiano. Además, la dirección del hombre al que debía ver, Jehuda Liwa, se encontraba en el viejo barrio judío, y si deseaba ser discreto, sería preferible ir a pie. Ya tendría oportunidad de tomar uno de esos vehículos cuando quisiera ir al castillo real para buscar la sombra de Rodolfo II, el emperador cautivo de sus sueños. En cuanto a su propio coche, no saldría del garaje del hotel.

Bajó tranquilamente la gran escalera de madera de teca, gloria del hotel en el que abundaban las maderas preciosas, los ornamentos dorados, las vidrieras, los balcones labrados y las pinturas evanescentes de Mucha. Se acercó al recepcionista y le preguntó si podía facilitarle un plano de la Ciudad Vieja.

—Por supuesto, excelencia. Permítame recomendarle, si dispone de tiempo, visitarla a pie…

—Es una idea excelente —dijo a la espalda de Morosini una voz ya demasiado familiar—. Podríamos hacerlo juntos.