Consternado por este golpe de mala suerte, Aldo se volvió y miró con una especie de horror el traje «deportivo» y la corbata abigarrada de Aloysius C. Butterfield, completados esa mañana con un sombrero de paja ceñido por una cinta rojo vivo: ¡una auténtica enseña! ¿De dónde salía ese mamarracho a una hora tan temprana? ¿Había pasado la noche en el bar? ¿Se había acostado? El aspecto ligeramente arrugado de su traje permitía suponer que no se había cambiado desde el día anterior o incluso que había dormido vestido.

Con todo, Morosini logró componer una sonrisa que sus amigos habrían considerado lo menos natural posible.

—Le ruego que me perdone, señor Butterfield —dijo con toda la amabilidad de que fue capaz—, pero no quisiera hacerle cambiar de planes…

—Oh, no tengo planes concretos —dijo Aloysius—. Llegué anteayer y dispongo de todo mi tiempo. Verá, he venido a petición de mi mujer, para buscar a los miembros de su familia que todavía vivan, si es que hay alguno. Sus padres, que eran de un pueblo de los alrededores, emigraron a Cleveland para trabajar en las fábricas, como tantos otros. Fue justo antes de nacer ella. Y como yo tenía que venir a Europa por negocios, me ha pedido que haga algunas averiguaciones.

—¿Y no le ha acompañado? Es sorprendente, porque debe de tener muchas ganas de conocer este magnífico país.

Butterfield agachó la cabeza y puso la cara de circunstancias que debía de poner en los entierros.

—Le habría gustado mucho, pero está enferma y no puede desplazarse. Me ha pedido que haga fotografías —añadió, señalando una cámara que estaba sobre una mesa cercana.

—Lo siento —dijo Aldo, pero el parlanchín aún tenía algo que añadir.

—¿Comprende ahora por qué estoy tan deseoso de regalarle una joya de las que a ella le atraen? Así que tendrá que pensar bien en el asunto y buscar algo que pueda gustarle. El precio es lo de menos. ¿Qué le parece si hablamos de esto mientras andamos?

Reprimiendo un suspiro de impaciencia, Aldo se decidió a decir:

—Pensaré y, si quiere, hablaremos de ese asunto más tarde. Por el momento, deseo salir solo. No se lo tome a mal, pero cuando visito una ciudad o un paraje por primera vez me gusta recorrerlo solo. No me gusta compartir las emociones. Le deseo que pase un buen día, señor Butterfield —dijo cortésmente, aceptando el plano que el recepcionista le tendía con una mirada que expresaba elocuentemente su compasión. Acto seguido, salió rogando a Dios que el otro hubiera comprendido y no se le ocurriese ir tras él. Al cabo de un momento, ya más tranquilo, dirigió sus pasos hacia el Moldava: la guía del saber vivir de todo visitante que llegaba a Praga lo conducía hacia el puente Carlos, sin duda uno de los más bonitos del mundo.

Guardado por dos altas puertas góticas, alargadas como espadas, el vínculo de piedra tendido sobre el Moldava, entre el Hradcany y la Ciudad Vieja, formaba un camino triunfal sostenido por arcos medievales que pasaban por encima de la corriente rápida y majestuosa cantada por Smetana y bordeado por una treintena de estatuas de santos y santas. El conjunto, erigido en un decorado excepcional y cargado de historia, era impresionante pese a la multitud que el buen tiempo atraía, ruidosa, pintoresca, constituida no sólo por curiosos sino también por cantantes, pintores y músicos. Aldo se detuvo un momento, seducido por los vivos colores y la melodía desgarradora de un violín cíngaro, y al final cruzó casi a regañadientes la alta ojiva de una puerta para acercarse a la segunda maravilla, la plaza de la Ciudad Vieja, dominada por la alta torre Polvorín y las dos agujas de la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, y donde cada casa era una obra de arte. De diferentes colores, suntuosas en su decoración, las viviendas que la rodeaban componían un conjunto arquitectónico sorprendente en el que se codeaban el gótico, el barroco y el renacimiento, al tiempo que, gracias a sus arcadas blancas, daba una gran impresión de armonía.

Morosini recordó de nuevo Varsovia, el Rynek, por donde había disfrutado paseando, aunque aquí era todavía más desconcertante: había, al aire libre, artesanos que trabajaban la piel y la madera, titiriteros, cocinas ambulantes que ofrecían pepino a tiras o en zumo, que a los de Praga les encantaba, además de las famosas salchichas con rábano blanco. Al mismo tiempo, uno se esperaba ver surgir a cada instante el cortejo del burgomaestre camino del encantador ayuntamiento, o incluso de los guardias croatas del emperador conduciendo a un condenado al cadalso. Palomas blancas emprendían el vuelo desde la casa del «unicornio de oro», la del «cordero de piedra» o la de «la campana», pasaban mujeres riendo o charlando con una cesta al brazo, grupos de niños jugaban a la peonza. El tiempo pasado parecía haberse detenido para revivir al ritmo del gran reloj astrológico y zodiacal del ayuntamiento, con su esfera azul y sus personajes animados: Jesucristo, sus apóstoles, la muerte…

Como en Varsovia, también desde la plaza se accedía a la ciudad judía, y Aldo, guiándose por el plano, se dirigía hacia ella cuando, al girar sobre sus talones para contemplar una fachada rosa decorada con una admirable ventana renacentista, vio una figura blanca, un sombrero con cinta roja. ¡No cabía duda! Era el americano armado con su cámara de fotos. Morosini, asaltado por una duda, se escondió detrás de un puesto para observar al indiscreto; una voz secreta le decía que Aloysius lo seguía.

Lo vio volver la cabeza en todas direcciones, sin duda buscándolo. Para asegurarse, salió de su escondrijo y se plantó delante de la estatua del reformador Jan Hus, quemado en Constanza en el siglo XV, que se alzaba como un reproche y una maldición en la punta de la hoguera de bronce. Quería saber si Aloysius iba a abordarlo, pero éste no hizo tal cosa sino que, por el contrario, pasó por el otro lado del monumento. Aldo echó entonces a andar de nuevo, pero en lugar de dirigirse hacia el antiguo gueto se adentró, en el otro lado de la plaza, en las tortuosas y pintorescas calles que formaban la Ciudad Vieja y una vez allí aminoró el paso. Vio un cartel con una jarra rebosante de cerveza, unas ventanas bajas con los gruesos cristales emplomados, y entró en el local. Se sentó a una mesa situada junto a una ventana y al cabo de un momento vio pasar a su perseguidor, que lo había perdido de vista y a todas luces estaba buscándolo. ¡Y eso a él no le gustaba nada!

Mientras bebía una jarra de una excelente cerveza, fresquísima y servida por una bonita muchacha vestida con el traje nacional, se esforzó en pensar en el problema que planteaba ese hombre indiscreto y tenaz. ¿Qué quería exactamente? Pese a su locuacidad y al hecho de que supiera su nombre y profesión, Morosini no acababa de creerse ese deseo tan grande de comprar una joya histórica. No era la primera vez que trataba con americanos, algunos en el límite de lo soportable, como la arrogante lady Ribblesdale, [16] pero ninguno comparable a ese natural de Cleveland. Aquello no era normal.

De pronto, recordando lo que le había dicho Rothschild sobre la configuración peculiar de Praga, llamó a la camarera con una seña.

—Disculpe, Fräulein —dijo, echando un vistazo hacia la calle—, me han dicho que este local tiene otra salida. ¿Es cierto?

—Desde luego, señor. ¿Quiere que se la muestre?

—Es usted muy amable, además de bonita —dijo Morosini, sonriendo, mientras pagaba la cuenta—. Volveré para verla.

El sombrero con la cinta roja acababa de entrar en su campo visual. Butterfield estaba volviendo sobre sus pasos con la intención evidente de entrar en la cervecería, pero, cuando cruzó la puerta, Morosini, guiado por la chica, ya estaba al fondo de un corredor oscuro que llevaba, después de pasar un recodo, a un patio trasero atestado de toneles, al otro lado de los cuales una bóveda cintrada dejaba ver la animación de otra calle. Aldo se precipitó al exterior, se detuvo para orientarse, volvió hacia la plaza de la Ciudad Vieja y fue hasta el punto de donde partía la calle que conducía directamente al gueto, de cuya antigua muralla quedaban algunos restos.

Llegó al barrio de Josef y sus dos obras maestras, el antiguo cementerio judío y la sinagoga Vieja-Nueva, que le interesaba en grado sumo puesto que el hombre al que buscaba, el rabino Jehuda Liwa, estaba a cargo de ella y vivía en una casa cercana. Estuvo un buen rato contemplando el santuario judío, el más viejo de Praga, ya que se remontaba al siglo XIII. Era un venerable edificio situado en una placita y compuesto por una base ancha y baja, sobre la que se alzaba una especie de capilla de doble piñón, rematada por un tejado puntiagudo tan alto que parecía hundir el edificio en la tierra. Aldo lo rodeó dos veces, sin acabar de decidir qué hacer.

Si seguía los consejos del barón Louis, debía esperar que llegara Adalbert, pero algo le decía que sería mejor entregar ya la nota de recomendación. Sin embargo, no se resolvía, retenido por un temor sagrado. Dio unos pasos por las calles estrechas y oscuras del barrio.

Contrariamente al de Varsovia, el gueto de Praga ya no presentaba su antigua arquitectura de callejas sórdidas con casuchas amontonadas. En 1896, el emperador Francisco José lo había hecho demoler a fin de sanear el territorio predilecto de las ratas y los parásitos. Sólo se habían salvado las sinagogas y el pequeño ayuntamiento donde se trataban los asuntos internos de la ciudad judía. No obstante, en menos de treinta años el nuevo barrio había conseguido recuperar su pintoresquismo de antaño gracias a sus casas estrechas, pegadas unas a otras, sus grandes adoquines mal unidos, sus locales de ropavejeros, de zapateros remendones, de chamarileros y de vendedores de comestibles, sus pasajes abovedados y sus escaleras exteriores con ropa tendida. Olores de col, de cebollas cocidas y de sopa de nabo se mezclaban con tufaradas menos nobles, aunque ante los lugares de oración el que predominaba era el de incienso.

Todavía presa de sus dudas, Morosini se disponía a cruzar el muro del viejo cementerio, cuyas lápidas grises, que parecían apoyarse unas en otras o empujarse entre macizos de jazmín o de saúco, le daban el aspecto de un mar cuyas olas hubieran sido inmovilizadas por un genio, cuando de pronto vio a un hombre vestido de negro, con el pelo trenzado bajo un sombrero redondo, que salía de la sinagoga y cerraba cuidadosamente la puerta con una enorme llave. Morosini se acercó.

—Perdone que lo aborde así, pero ¿es usted el rabino Liwa?

Por debajo del reborde del sombrero negro, el hombre escrutó aquel rostro desconocido antes de responder:

—No. Sólo soy su indigno servidor. ¿Qué quiere de él?

El tono hostil no tenía nada de alentador. Aldo, sin embargo, hizo como si no se hubiera percatado.

—Tengo que entregarle una carta.

—Démela.

—Debo entregársela en mano, y puesto que usted no es el rabino…

—¿De quién es esa carta?

Aquello era más de lo que Morosini estaba dispuesto a soportar.

—Empiezo a creer que efectivamente es usted un servidor «indigno». ¿Cómo se permite inmiscuirse en el correo de su señor?

Entre los tirabuzones de cabello negro, el hombre se puso muy colorado.

—¿Qué quiere, entonces?

—Que me lleve a su casa…, ésa —dijo el príncipe, señalando la construcción que ya sabía que era la del rabino—. Y, por supuesto —añadió—, que rae conduzca a su presencia si el rabino accede.

—Venga.

Mirándola más de cerca, la casa parecía mucho más vieja que las vecinas. Sus paredes tenían ese gris profundo que aportan los siglos y sus ventanas, con cristales de color emplomados, eran ojivales, mientras que una estrella de cinco puntas, deteriorada por el paso del tiempo, marcaba la puerta baja que el hombre abrió con una llave casi tan grande como la de la sinagoga. Morosini pensó que aquella vivienda debía de haberse salvado de la demolición.

Siguiendo a su guía, subió una estrecha escalera de piedra que se elevaba en torno a un pilar central, pero cuando llegaron ante una puerta pintada de un rojo apagado y provista de pernios de hierro, el hombre rogó al visitante que le diera la carta y esperase allí.

—Detrás de esa puerta sólo están sus manos. Le aseguro por mi salvación que nadie más la tocará.

Sin contestar, Aldo le dio lo que pedía y se apoyó en la escalera de piedra para aguardar. La espera fue breve. La puerta no tardó en abrirse y su guía, con un respeto inesperado, se inclinó ante él y lo invitó a entrar.

La sala que Morosini descubrió ocupaba toda la planta, como en la Edad Media, pero la similitud no acababa ahí. Pese a que en el exterior hacía sol, altas y gruesas velas colocadas en candelabros de hierro de siete brazos iluminaban una estancia que, a causa de sus bóvedas negras y sus estrechas ventanas con cristales amarillos y rojos emplomados, realmente lo necesitaba. Había allí un hombre, anacrónico también, que debía de resultar imposible olvidar una vez que lo habías visto: muy alto —sobre todo tratándose de un judío—, muy delgado, de hombros huesudos desde los que caía hasta el suelo una larga túnica negra, cabellos blancos y también largos, brillantes como la plata, y tocado con un casquete de terciopelo; pero lo más impresionante era sin duda su rostro barbudo, arrugado, y sobre todo sus ojos oscuros, profundamente hundidos en las órbitas, de mirada ardiente.