El gran rabino permanecía en pie junto a una larga mesa que sostenía libros de magia y un viejo incunable con cubiertas de madera, el Indraraba, el Libro de los Secretos. Se decía que ese hombre no pertenecía a este mundo, que conocía el lenguaje de los muertos y sabía interpretar las señales de Dios. No lejos de él, sobre un atril de bronce, el doble rollo de la Tora descansaba dentro de un estuche de piel y de terciopelo bordado en oro.

Morosini avanzó hasta el centro de la sala y se inclinó con tanto respeto como si estuviera ante un rey, se incorporó y permaneció inmóvil, consciente del examen al que estaban sometiéndolo aquellos ojos relucientes.

Jehuda Liwa dejó sobre la mesa la tarjeta del barón Louis y, con su larga y blanca mano, indicó un asiento a su visitante.

—Así que eres tú el enviado —dijo en un italiano tan perfecto que Morosini se quedó maravillado—. Eres tú el que ha sido elegido para buscar las cuatro piedras del pectoral.

—Eso parece, en efecto.

—¿Cómo llevas la búsqueda?

—Tres piedras han sido puestas ya en manos de Simon Aronov. La cuarta, el rubí, es la que estoy buscando aquí y para la que necesito ayuda. También la necesitaría para localizar a Simón, al que no sé qué le ha pasado, y no le oculto que estoy muy preocupado por él.

Una leve sonrisa relajó un poco las facciones severas del gran rabino.

—Tranquilízate. Si el dueño del pectoral hubiera dejado de ser de este mundo, yo estaría informado de ello. De todas formas, él sabe desde hace tiempo, como también tú debes de saberlo, que su vida pende de un hilo. Hay que rezar a Dios para que ese hilo no se rompa antes de que haya realizado su tarea. Es un hombre de un inmenso valor.

—¿Sabe dónde está? —preguntó Morosini casi tímidamente.

—No, y no intentaré averiguarlo. Creo que se esconde y que su voluntad debe ser respetada. Volvamos al asunto del rubí. ¿Qué te hace pensar que está aquí?

—En realidad, nada… O todo…, todo \o que he podido averiguar hasta el día de hoy.

—Cuéntame. Dime lo que sabes.

Morosini hizo entonces un relato lo más completo y detallado posible de su aventura española, sin omitir nada, ni siquiera el hecho de que había permitido a un ladrón conservar el fruto de su robo.

—Quizá repruebe mi comportamiento, pero…

Liwa restó importancia al hecho haciendo un rápido ademán.

—Los asuntos policiales no me incumben. Y a ti tampoco. Ahora déjame pensar.

Transcurrieron largos minutos. El gran rabino se había sentado en su alto sillón de madera negra y, con una mano en la barbilla, parecía perdido en una ensoñación.

Salió de ella para ir a consultar un rollo de grueso papel amarillento, que cogió de una estantería situada detrás de él y desenrolló con ambas manos. Al cabo de un momento, lo dejó en su sitio y dijo a su visitante:

—Esta noche, a las doce, haz que te lleven al castillo real. A la derecha de la verja monumental encontrarás, en un hueco, la entrada de los jardines. Allí me reuniré contigo.

—¿El castillo real? Pero… ¿no es ahora la residencia del presidente Masaryk?

—Te cito ahí precisamente para evitar la entrada principal y a los centinelas. De todas formas, el edificio al que iremos está muy apartado de la sede de la República. Voy a llevarte al pasado y no tendremos nada que temer del presente… Ahora vete, y sé puntual. A las doce.

—Allí estaré.

Morosini se encontró en el exterior con la impresión de regresar de esa inmersión en el pasado que le habían anunciado para la noche. La animación de la calle lo ayudó a recuperarse. Se encontró con un mercado, una sorprendente mezcla de ropavejeros, verduleros, músicos ambulantes, zapateros remendones, vendedores de pollos y una infinidad de pequeños oficios más, como en Whitechapel, pero el espléndido sol, los árboles cargados de hojas y los saúcos en flor del viejo cementerio ponían una nota alegre y aportaban una gracia que no poseía el barrio judío inglés. Vagó un rato entre aquel animado desorden, entró, llevado por la costumbre, en la tienda de un chamarilero que parecía un poco menos mugrienta que las demás —había encontrado algunas veces objetos sorprendentes en establecimientos de ese tipo—, regateó por seguir la tradición el precio de un frasco de cristal de Bohemia, de un bonito rojo intenso, declarado del siglo XVIII cuando en realidad era del XIX pero que merecía ser comprado. Como buen veneciano, le gustaban los objetos de cristal y no tenía inconveniente en admitir que en Francia o en Bohemia podían encontrarse piezas tan bonitas como en Murano.




Cuando el reloj del campanario dio las doce del mediodía, Morosini se preguntó si debía ir a comer al hotel. La respuesta fue que no: regresar al hotel era exponerse a caer en las garras del americano. Se decidió por la cervecería Mozart, la más bonita de la Ciudad Vieja. Los planes que hizo para la tarde, mientras degustaba un gulash que podría haber resucitado a un muerto por lo generoso que se había mostrado el cocinero con el pimentón picante, consistían en estudiar el terreno de su expedición nocturna. Tomaría un coche para ir al Hradcany, visitaría los palacios abiertos al público y también la famosa catedral de San Vito. Faltaba saber en qué invertiría el tiempo después de cenar. ¿Cómo se las arreglaría para escapar al asedio de Butterfield, que estaría en el bar hasta muy tarde?

Y desde el bar era perfectamente posible vigilar la salida del hotel.

De pronto, la mirada de Aldo se detuvo en un pequeño cartel colocado dentro de un marco de madera barnizada. Anunciaba una representación de Don Giovanni para esa misma noche. Eso es al menos lo que le pareció entender. El camarero que le servía se lo confirmó: esa noche, el Teatro de los Estados daba una función de gala.

Y como era la sala donde la obra había sido estrenada en 1787, sin duda sería una velada memorable.

—¿Cree que será posible aún encontrar localidades? —Depende de cuántas.

—Sólo una.

—Sí, me extrañaría mucho que el señor viera frustrado su deseo. Si se hospeda en un gran hotel, el recepcionista podría encargarse de hacer la reserva.

—Buena idea. Llame por teléfono al Europa.

Al cabo de un momento, Morosini tenía su entrada, remataba la comida con un café honorable y después pedía un coche. Empezó por hacerse llevar al Teatro de los Estados para localizar el emplazamiento y luego, desde allí, directamente a la entrada del castillo real. Como poseía un sentido muy fino de la orientación, estaba seguro de recordar el camino sólo con recorrerlo una vez. Y esa noche, la única solución para no despertar la curiosidad de nadie sería ir en su propio coche.

La tarde pasó deprisa. Para un amante del arte, la visita de la colina real poseía ingredientes de sobra para contentar hasta a los más exigentes, sin contar la admirable vista sobre la «ciudad de las cien torres», cuyos tejados de cobre, que el tiempo había cubierto de cardenillo, conservaban en algunos puntos algo del brillo que había dado a Praga el sobrenombre de la Ciudad Dorada. Los pocos edificios modernos se fundían con el esplendor de las antiguas construcciones y la larga curva del Moldava, con sus viejos puentes de piedra y sus islas verdeantes, formaba alrededor de los barrios antiguos una cinta azulada a la que el sol hacía lanzar destellos. La capital bohemia parecía un inocente ramo de flores. Sin embargo, Morosini sabía que esa ciudad siempre había atraído las manifestaciones de lo sobrenatural. Las tradiciones paganas se habían mezclado allí con las de la Cábala judía y con las creencias más oscuras del cristianismo. Había sido el refugio de los brujos, los demonios, los magos y los alquimistas que las riquezas minerales de la tierra hacían proliferar. En cuanto a ese palacio rodeado de jardines en lo alto de la colina, era el lugar idóneo para seducir a un emperador enamorado de la belleza, la fantasía y los sueños, pero temeroso tanto de los hombres como de los dioses y cuya primera juventud, pasada en la lúgubre corte de su tío, Felipe II de España, e iluminada por las llamas de las hogueras de la Inquisición, había predispuesto a la melancolía y a la soledad y que detestaba más que cualquier otra cosa el ejercicio del poder. No obstante, ese soberano casi ajeno a su función inspiraba un prodigioso respeto a sus súbditos. Ello se debía especialmente a su majestad natural, a la nobleza de sus actitudes, a su silencio, pues hablaba poco, y sobre todo a su mirada enigmática, cuya verdad nadie era capaz de descifrar. Una cosa era segura: ese hombre jamás había conocido la felicidad, y la presencia del rubí maléfico entre sus fabulosos tesoros quizá no fuera ajena a ello.

Morosini iba pensando en él de regreso al Europa. Y estaba tan cautivado por la magia que emanaba de lo que había visto y volvería a ver en el corazón de la noche que había olvidado al americano. Sin embargo, allí estaba, instalado en el bar. Cuando Aldo lo vio era demasiado tarde, pero, gracias a Dios, Aloysius parecía haber encontrado otra víctima: estaba hablando con un hombre delgado y moreno, de tipo mediterráneo.

Mientras se precipitaba hacia el ascensor, Aldo tuvo la fugaz impresión de que lo había visto en alguna parte, pero había conocido a tantas personas diferentes en sus numerosos viajes que no intentó ahondar en la cuestión.

Cuando bajó al vestíbulo, Butterfield, con el que se encontró de cara, miró estupefacto sus seis pies de aristocrático esplendor antes de exclamar:

Gee!... ¡Qué elegante! ¿Adónde va así?

—Como ve, voy a salir. Y permítame no hacer públicas mis citas.

—Sí, sí, por supuesto. Páselo bien —gruñó el americano, decepcionado.

El automóvil, pedido por teléfono, esperaba delante del hotel. Aldo se sentó al volante, encendió un cigarrillo y arrancó con suavidad. Unos instantes después, aparcaba delante del teatro, donde entró al mismo tiempo que un público elegante que no tenía nada que envidiar al que frecuentaba la Ópera de París, de Viena y de Londres o su querido teatro de la Fenice de Venecia. La sala era deliciosa con sus tonos verde y oro, un poco pasados, aunque eso hacía el encanto todavía más presente. En cambio, cuando consultó el programa Morosini reprimió un juramento: la cantante que interpretaba el papel de Zerlina era el ruiseñor húngaro que durante unas semanas lo había ayudado a sobrellevar el tedio a finales del invierno del año anterior. De repente lamentó que el recepcionista del hotel le hubiera conseguido, gracias a su celo, un sitio tan bueno: si Ida se percataba de su presencia, llegaría a Dios sabe qué conclusión en su propio beneficio y él tendría todas las dificultades del mundo para librarse de ella.

Estuvo a punto de levantarse para buscar otro asiento, pero la sala ya estaba llena. En cuanto a marcharse, no podía andar recorriendo cervecerías o tabernas vestido de etiqueta. Pero no tardó en tranquilizarse: la dama que se sentó a su lado, acompañada de un caballero menudo e incoloro, era una persona imponente, desbordante a la vez de exuberantes carnes y de plumas negras que debían de haber pertenecido a una manada entera de avestruces. Pese a su altura, Morosini desapareció parcialmente detrás de esa pantalla providencial, se sintió a gusto y pudo disfrutar apaciblemente de la divina música del divino Mozart. Al menos hasta el final del entreacto.

Cuando se encendieron las luces de la sala, se apresuró a salir para tomar en el bar una copa acompañada de unas pastas saladas —no había tenido tiempo de cenar—, pero, desgraciadamente, cuando volvió a su sitio encontró a una acomodadora que le entregó una nota dirigiéndole una mirada de complicidad: lo habían pillado.


¡Qué detalle que hayas venido! —escribía la húngara—. Naturalmente, cenamos juntos. Ven a buscarme después de la función. Te quiere como siempre, tu Ida.


¡Menudo desastre! Si no respondía de uno u otro modo a la invitación de su antigua amante, era capaz de buscarlo por toda la ciudad y pasaría por un auténtico grosero. Pero por lo menos esa noche tendría que prescindir de él. Ni por todo el oro del mundo faltaría a la extraña cita del gran rabino.

No obstante, se obligó a mantener la calma, esperó a que el segundo acto estuviera bien avanzado y a que doña Ana hubiera terminado entre «bravos» el aria Crudele? Ah no! Mio ben! para salir de debajo de las plumas y escabullirse discretamente. Una vez fuera de la sala, encontró a la acomodadora que le había dado la nota y sacó un billete de la cartera.

—Por favor, ¿podría llevarle esto a Fräulein De Nagy cuando la función haya terminado?