—Lo que me imaginaba. No te aburriste.

—¡Ni un momento! Primero Don Giovanni, en el Teatro de los Estados, y luego una impresionante audiencia imperial, seguida de una interesante conversación con un hombre del que no estoy seguro que no tenga tres o cuatro siglos de existencia. Y tú, ¿de dónde vienes? —añadió Aldo poniéndose a buscar las zapatillas.

—De Zúrich, donde Théobald me ha transmitido tu mensaje. Fui para ayudar a Romuald, a quien la policía suiza recogió una mañana a orillas del lago en un estado bastante lamentable.

Aldo, que estaba poniéndose la bata, se quedó inmóvil.

—¿Qué pasó?

—La típica encerrona. Me extraña que un viejo zorro como Romuald se dejara atrapar. Quiso seguir a «tío Boleslas» y se encontró en compañía de cuatro o cinco bribones que le dieron una paliza y lo abandonaron, dándolo por muerto, en un carrizal. Afortunadamente, él es fuerte y los suizos saben curar a la gente. Recibió un buen golpe en la cabeza y tiene varias fracturas, pero saldrá de ésta. Lo he hecho repatriar a París, a la clínica de mi amigo el profesor Dieulafoy, custodiado por dos robustos enfermeros. En cualquier caso, estoy en condiciones de decirte una cosa: tío Boleslas y Solmanski padre son una sola persona.

—Ya nos lo parecía… ¿Y sigue en Zúrich… mi encantador suegro?

—No lo sabemos. Romuald lo siguió hasta una villa en el lago, pero es imposible saber qué ha hecho después de eso. Por si acaso, he mandado una larga carta a nuestro querido amigo el superintendente Warren. Cuando hay una alianza, debe compartirse todo, hasta los dolores de cabeza.

—Tu carta seguro que le ha dado uno de campeonato.

Sentado a la mesa, Adalbert, que había pedido una auténtica comida en la que el breakfast inglés se unía a las delicias vienesas, estaba atacando unos huevos con beicon después de haberse servido una gran taza de café.

—Ven a comer —dijo—, esto va a enfriarse. Mientras, me contarás tu velada con todo detalle. Tengo la impresión de que debió de ser pintoresca.

—¡No te imaginas hasta qué punto! Y tu llegada ha sido providencial. Anoche, cuando volví, no andaba muy lejos de creer que estaba volviéndome loco.

Los ojos azules de Adalbert brillaron bajo el mechón rubio y rizado que se empeñaba en caer encima.

—Siempre he pensado que tenías cierta tendencia.

—Ya veremos cómo estás tú cuando haya terminado mi relato. Para que te hagas una idea, sé dónde está el rubí.

—¡No me lo puedo creer!

—Pues más vale que te lo creas. Pero, para recuperarlo, vamos a tener que transformarnos en saqueadores de tumbas: tenemos que violar un ataúd.

Adalbert se atragantó con el café.

—¿Qué has dicho?

—La verdad, muchacho, y no debería causarte ese efecto: un egiptólogo está acostumbrado a ese tipo de actividad.

—¡Tienes unas cosas! No es lo mismo una tumba de dos o tres mil años y una que se remonta a…

—Aproximadamente trescientos.

—¿Lo ves? No es lo mismo.

—No veo la diferencia. Un muerto es un muerto, y no es más agradable contemplar una momia que un esqueleto. No deberías ser tan tiquismiquis.

Vidal-Pellicorne se sirvió otra taza de café y se puso a untar de mantequilla una tostada antes de añadirle mermelada.

—Bueno, tienes que contarme una historia, ¿no? Pues cuéntamela. ¿Qué es eso de la audiencia imperial? ¿Has visto a otro fantasma?

—Podríamos llamarlo así.

—Está convirtiéndose en una manía —gruñó Adalbert—. Deberías llevar cuidado.

—¡Me habría gustado verte allí! Escucha, y no abras la boca para otra cosa que no sea comer.

A medida que avanzaba el relato, curiosamente el apetito de su amigo iba decreciendo, y cuando terminó, Adalbert había apartado su plato y fumaba, nervioso, con semblante grave.

—¿Sigues creyendo que tengo visiones? —preguntó Morosini.

—No, no…, pero es impresionante. ¡Interrogar a la sombra de Rodolfo II a medianoche en su palacio! ¿Quién es ese tal Jehuda Liwa? ¿Un mago, un hechicero…, el señor del Golem devuelto a la vida?

—Sé tanto como tú, pero Louis de Rothschild no debe de andar muy lejos de pensar algo parecido.

—¿Cuándo salimos?

—Lo antes posible —respondió Aldo, recordando de pronto a su cantante húngara, que sin lugar a dudas no tardaría nada en localizarlo—. ¿Por qué no hoy mismo?

No había terminado la frase cuando llamaron a la puerta y apareció un botones llevando una carta en una bandeja.

—Acaban de traer esto para su excelencia —dijo.

Presa de un horrible presentimiento, Aldo cogió la carta, dio una propina al chiquillo y miró el sobre por todos lados. Le parecía reconocer aquella letra extravagante y, por desgracia, no se equivocaba: en unas frases impregnadas de autosatisfacción que pretendían ser seductoras, la bella Ida sugería que se viesen «para hablar del delicioso pasado» en el restaurante Novacek, en los jardines de Petrin, en Mala Strana, el barrio que se extendía al pie del Hradcany.

Morosini le enseñó a Adalbert la nota, que despedía un fuerte olor de sándalo.

—¿Qué hago? No tengo ningunas ganas de verla. Fue el azar lo que me llevó al teatro anoche, y porque tenía tres horas por delante que pasar de alguna manera.

—¿Vuelve a cantar esta noche?

—Creo que sí. Me pareció ver que había tres representaciones excepcionales.

—Entonces, lo mejor será que vayas. Di cualquier cosa, seguro que se te ocurre algo, y como de todas formas, si te parece bien, nos iremos después de comer, no podrá correr detrás de ti, que es lo que haría si no acudieses al restaurante. Yo comeré aquí mientras te espero.

Era lo más sensato. Dejando que Adalbert se ocupara de los preparativos de la marcha —habían decidido no dejar las habitaciones, puesto que tendrían que regresar a la vieja sinagoga— y de que el coche estuviera a punto para primera hora de la tarde, Morosini pidió una calesa y se dispuso a acudir a su cita. Sin demasiado entusiasmo, desde luego.

El lugar estaba bien elegido para una operación de seducción. El jardín sombreado y florido donde se alineaban las mesas ofrecía una vista encantadora del río y la ciudad. En cuanto al ruiseñor húngaro, apareció luciendo un vestido de muselina con estampado de glicinas y una sonrisa radiante bajo una pamela cubierta de las mismas flores; un conjunto más apropiado para un garden-party en cualquier embajada que para una comida campestre y… el sólido plato de choucroute que la dama escogió, precedido de salchichas de rábano blanco («¡me chiflan, querido!») y regado con cerveza. ¡Es curioso, por cierto, cómo el ambiente en el que se degusta un plato, incluida la indumentaria, puede realzarlo o empequeñecerlo! Aldo habría sido más sensible a una comedora de choucroute con el traje típico austríaco y los brazos desnudos bajo unas mangas cortas de farol, que a una prima donna empeñada en llamar la atención. Y como había poca gente, lo conseguía a la perfección, sobre todo porque hablaba bastante fuerte, de modo que nadie se quedara sin saber el título principesco que ostentaba su compañero.

—¿No podrías hablar un poco más bajo? —acabó por decir él, exasperado por la larga enumeración de las ciudades en las que Ida había obtenido inmensos éxitos—. No hace falta poner a todo el mundo por testigo de lo que nos decimos.

—Perdona. Soy consciente de que es una mala costumbre, pero es por la voz. Necesita ser ejercitada constantemente.

Era la primera vez que Morosini, habitual de la Fenice, oía decir que el mantenimiento de la voz de una soprano exigiera proferir incesantes gritos, pero, después de todo, cada cual tenía su método.

—¡Ah! ¿Y qué programa tienes ahora?

—Dos días más aquí y después varias ciudades balnearias famosas: primero Karlsbad, por supuesto, después Marienbad, Aix-les-Bains, Lausana…, no sé exactamente. Pero, ahora que lo pienso —añadió, alargando sobre el mantel una mano con las uñas pintadas—, ¿por qué no vienes conmigo? Sería maravilloso, y ya que has venido hasta aquí para escucharme…

—Un momento, debo rectificarte: no he venido aquí para escucharte, sino por negocios, y he tenido la agradable sorpresa de ver que interpretabas Don Giovanni. Naturalmente, no he resistido la tentación…

—Eres muy amable, pero espero que al menos estemos juntos hasta que me vaya.

Aldo cogió la mano que se ofrecía y depositó en ella un rápido beso.

—Desgraciadamente, me marcho de Praga esta tarde en compañía de un amigo con el que trabajo. Es una lástima —añadió hipócritamente.

—¡Qué contrariedad! Pero ¿hacia dónde vas? Si es en dirección a Karlsbad…

Aldo dio gracias por que la célebre estación termal se encontrara al oeste de Praga.

—No. Voy al sur, hacia Austria. De no ser así, como puedes imaginar, estaría encantado de escucharte de nuevo.

Se esperaba lamentos, pero ese día Ida parecía decidida a tomárselo todo con cierta filosofía.

—No estés triste, carissimo mio. Tengo una sorpresa para ti: en otoño iré a Venecia. Debo interpretar el papel de Desdémona en la Fenice.

Morosini dominó perfectamente el juramento que afloraba a sus labios y encontró al instante la réplica:

—¡Qué suerte! Iremos con mucho placer a aplaudirte… mi mujer y yo.

La sonrisa se borró y dejó paso a una viva decepción.

—¿Estás casado? ¿Desde cuándo?

—Desde el pasado noviembre. ¡Qué quieres! No hay más remedio que acabar sentando la cabeza… Es curioso —añadió—, mi mujer se parece un poco a ti.

Ese ligero parecido era, por lo demás, lo que le había atraído de la cantante húngara, pero en aquella época estaba enamorado de Anielka y todo lo que le recordaba a ella le gustaba. Ahora las cosas eran distintas: ninguna mujer podía despertar emociones en él, a no ser que se pareciera a Lisa, pero Lisa era única y toda semejanza, incluso vaga, le habría parecido una blasfemia.

Lo que acababa de decir no consolaba a Ida. Con la mirada perdida en el vacío, removía el café con la cucharilla. Aldo aprovechó para observar el entorno. De pronto vio levantarse a alguien a quien había visto antes y al que no tuvo ninguna dificultad en identificar: era el hombre que hablaba la noche anterior en el bar con Aloysius Butterfield y que lo había librado de la insistencia del americano. Debía de haber comido en una mesa cercana y ahora se marchaba con un periódico doblado en la mano y ajustándose las gafas negras. Aldo no tuvo tiempo de observarlo más: la melancólica ensoñación de Ida había terminado y ésta volvía a ocuparse de él.

—Espero —dijo— que vengas a charlar conmigo durante mi estancia en Venecia. Yo creo en las coincidencias, en el destino, y si nos hemos encontrado de nuevo es por alguna razón. ¿Tú qué opinas?

—¿Yo? Estoy totalmente de acuerdo contigo —dijo Aldo sonriendo, feliz de haber salido tan bien parado.

Era evidente que Ida no perdía la esperanza: ¿ha impedido alguna vez una esposa legítima que un hombre tenga amigas atractivas? Los pensamientos de la cantante acababan de tomar una dirección distinta y, consciente de que enfurruñarse no le serviría de nada, estuvo encantadora hasta que se alejaron de Novacek, sus jardines y su choucroute.

«Es más inteligente de lo que creía», pensó Morosini, que en correspondencia se mostró más amable que al principio. Cruzaron juntos el Moldava por el admirable puente Carlos y la calesa dejó a Ida de Nagy en el teatro. La cantante tendió a su antiguo amante la mano, aparentemente sin rencor.

—¿Nos vemos en otoño?

—Será un placer —respondió él, inclinándose con galantería sobre los delicados dedos—. Lléveme al hotel Europa —añadió cuando las muselinas malva de la joven hubieron desaparecido bajo el peristilo del teatro.

Esa misma tarde, Morosini y Vidal-Pellicorne salían de Praga, el uno al volante y el otro con un mapa de carreteras extendido sobre las rodillas. Unos ciento sesenta kilómetros separaban Krumau de la capital, pero se podía ir por varias carreteras. Las más importantes pasaban por Pisek o por Tabor, y Adalbert escogió la segunda por parecerle más fácil; por lo demás, todas desembocaban en Budweis para formar una sola que pasaba por la frontera austríaca y por Linz.

Hacia última hora de la tarde llegaron a su destino después de un viaje sin incidentes. Cuando descubrieron su objetivo tras la última curva de una carretera secundaria trazada a través del espeso bosque bohemio, profirieron al unísono la misma exclamación —«¡Sopla!»— mientras Aldo detenía el coche en el arcén.