El guarda frunció el entrecejo: los nombres extranjeros despertaban desconfianza. Los dos amigos sacaron al unísono una tarjeta de visita y se la dieron al hombre.

—Déselas y ya verá…

—Está bien. Esperen aquí.

Volvió a la casa, de la que salió unos instantes más tarde sujetando del brazo a un personaje que se apoyaba con la otra mano en un bastón. Aldo reconoció enseguida a Wong, el chófer coreano de Simón Aronov, al que había visto una tarde en las calles de Londres al volante del coche del Cojo. El rostro del sirviente mostraba evidentes huellas de sufrimiento, pero a los visitantes les pareció que en sus ojos negros brillaba una llamita.

—¡Wong! —dijo Aldo acercándose a él—. Habría preferido volver a verlo en otras circunstancias… ¿Cómo está?

—Mejor, excelencia, gracias. Me alegro de verlos, caballeros.

—¿Podemos hablar un momento sin cansarlo demasiado?

El checo se interpuso:

—¿Estos hombres son amigos de Pane Barón?

—Sí, sus mejores amigos. Puedes creerme, Adolf.

—Entonces les pido disculpas. Pero es que los otros también se presentaron como amigos.

—¿Los otros? —dijo Adalbert—. ¿Qué otros?

—Tres hombres que se presentaron aquí una tarde —gruñó el llamado Adolf—. Por más que les aseguré, tal como me habían ordenado, que Pane Baron no estaba, que no lo habíamos visto desde hacía tiempo, insistieron. Querían «esperarlo». Entonces cogí la escopeta y les dije que no tenía ningunas ganas de que se instalaran delante de nuestra puerta hasta el día del Juicio Final y que, si no querían irse por las buenas, me encargaría de que se fueran por las malas.

—¿Y se fueron?

—No de buen grado, se lo aseguro. Pero estaban aquí unos primos míos de Hohenfurth, que habían venido hacía dos días para ayudarnos a encalar el granero. Al oír voces, acudieron, y como son igual de corpulentos que yo, esa gente se dio cuenta de que no podría con nosotros. Así que se fueron, pero al día siguiente regresaron, y mis primos ya se habían marchado a su casa… Perdonen, pero, con su permiso, voy a llevar a Wong hasta ese banco de piedra para que se siente. Todavía no está suficientemente fuerte para permanecer mucho tiempo de pie.

—Claro, debería haberlo sugerido yo mismo —dijo Morosini cogiendo el bastón del coreano y ofreciéndole su brazo para acompañarlo hasta el asiento indicado.

Éste se dejó caer con un suspiro de alivio. Resultaba bastante curioso ver la solicitud manifestada por ese campesino checo hacia un ser tan alejado de él, tanto por su origen como por su cultura, pero, viéndolos tan juntos, a Aldo le llamó la atención cierta similitud en la forma de los ojos, ligeramente rasgados. Después de todo, la Panonia de los guerreros hunos no quedaba muy lejos y quizás esos dos hombres fueran menos distintos de lo que cabía creer.

—Decía que esos hombres volvieron —intervino Adalbert—. ¿Qué aspecto tenían?

Adolf se encogió de hombros y resopló.

—¿Cómo le diría…? En cualquier caso, bastante malo. Uno de ellos hablaba nuestra lengua, pero cuando se dirigía a los demás lo hacía en un inglés muy nasal. Todos llevaban traje de lienzo crudo y sombrero de paja con una cinta de color, y masticaban sin parar algo. Y eran corpulentos, ya lo creo que sí.

—Americanos, está claro —diagnosticó Morosini, recordando el aspecto del pelmazo del Europa. Al parecer, ese verano había muchos en Bohemia—. ¿Cuál de ellos parecía ser el jefe? —preguntó—. ¿El que hacía de intérprete?

—Eso es lo que creímos al principio, pero al día siguiente vimos que no, porque esa vez vino uno más: un apuesto joven moreno, muy bien vestido, distinguido incluso, que daba órdenes a todo el mundo. Ese parecía hablar un montón de lenguas, pero yo habría jurado que era polaco.

Asaltados por el mismo pensamiento, Aldo y Adalbert cruzaron una breve mirada. La descripción encajaba perfectamente con Sigismond Solmanski. Sabían que estaba en Europa y seguramente había llevado consigo una banda de bribones made in USA. Con la fortuna de su mujer a su disposición, y quizá también la de su hermana, no debía de andar escaso de dinero.

—¿Por qué no nos cuenta ahora lo que pasó? —sugirió Vidal-Pellicorne.

—Eran casi las once y Karl, el jardinero, y yo estábamos fumando una pipa mientras mi mujer guardaba los platos, cuando oímos chillar a los perros… Fíjense en que no he dicho ladrar. Era un chillido horrible, y Karl y yo salimos inmediatamente, pero no tuvimos tiempo de nada; en un abrir y cerrar de ojos, nos dejaron inconscientes y nos ataron a unas sillas en la sala. Allí recobramos el conocimiento, y mi mujer, atada y amordazada también, estaba junto a nosotros. Por las ventanas veíamos gente que se movía con antorchas en la mano. Distinguíamos también la silueta de Pane Barón detrás de la ventana de su despacho, en el primer piso. El estruendo era ensordecedor, porque los bandidos habían cogido un tronco de árbol en el bosque y lo utilizaban como si fuera un ariete bramando como animales.

—Y usted, Wong, ¿dónde estaba? ¿Con su señor?

El herido, que parecía dormitar, abrió los ojos, y los que lo miraban descubrieron con sorpresa que los tenía llenos de lágrimas.

—No. El señor me había enviado después de comer a Budweis con el coche. Fui a llevar un paquete al banco y a hacer unas compras, pero debía regresar tarde y no ir a casa. Las órdenes del señor eran que aparcara el coche en el convento en ruinas que se encuentra a trescientos metros de aquí y que esperara. Allí fue donde, por primera vez, le desobedecí.

—¿Desobedecer usted? —repuso, extrañado, Morosini.

—Sí. Nunca es bueno dejarse llevar por los impulsos. Había llegado al lugar indicado cuando de pronto oí un ruido ensordecedor y vi una gran llamarada elevarse hacia el cielo. Entonces me dirigí corriendo hacia la casa y dejé el coche donde estaba. Cuando llegué, el castillo estaba ardiendo y unos hombres iban de un lado para otro, pero no estaban ni Adolf ni Karl. Los extranjeros me vieron. Uno de ellos gritó: «¡Es el chino!» Entonces se abalanzaron sobre mí y me llevaron a rastras a casa de Adolf, donde vi a todo el mundo atado y amordazado. Estaban furiosos y querían que les dijese a toda costa dónde estaba el señor, porque se negaban a creer que hubiera hecho explotar la casa él mismo estando dentro.

—¿Fue el barón quien… lo hizo? —preguntó Adalbert, estupefacto.

—Sí, fue él —respondió Adolf con lágrimas en los ojos—. Debía de haberlo preparado todo para recibirlos. Los malhechores se disponían a derribar la puerta con el tronco cuando la casa saltó por los aires. Dos se quedaron en el sitio y los otros se pusieron furiosos.

—¿Y están seguros de que el barón estaba en la casa cuando explotó?

—Yo lo había visto en su despacho, detrás de la ventana iluminada —dijo Adolf—. En el momento de la explosión, la luz seguía encendida, y de todas formas no habría podido salir. Sólo hay una salida, la que pasa sobre los fosos. No hay duda: el señor está muerto. No olvide que tenía una pierna mal… Suponiendo que hubiera querido hacerlo, le habría sido imposible salir por una ventana. Además, aquellos hombres estaban al acecho…

—Pero, si las cosas sucedieron así, ¿por qué intentaban los bandidos hacerle decir a Wong dónde estaba?

—¡Porque no acababan de creérselo! Sobre todo el joven. Así que lo quemaron con cigarrillos, le pegaron con una especie de guante…

—Un puño de hierro —precisó Wong—. Me rompieron unas costillas, pero creo que acabaron por admitir la verdad. Además, la explosión y las llamas habían atraído a la gente de los alrededores; el joven distinguido dijo que tenían que irse enseguida y llevarse los dos cadáveres. Y eso es lo que hicieron, aunque antes de marcharse ese miserable me disparó. Menos mal que estaba muy nervioso y falló. Después fuimos liberados y Adolf hizo venir a un médico de Krumau.

—¿Y el coche? —preguntó de pronto Morosini—. ¿Enviaron a alguien a buscarlo?

—Por supuesto —dijo Adolf—. Fue Karl, que sabe conducir esos trastos, pero por más que buscó no encontró ni rastro.

—¿Creen que se lo llevaron los bandidos?

—Tenían demasiada prisa. Además, tendrían que haber sabido dónde estaba…

Dejando a Adalbert haciendo unas cuantas preguntas más sobre detalles, Morosini se alejó para ir a contemplar las ruinas. ¿Era posible que el cuerpo de Simón reposara bajo ese amasijo de escombros? Le costaba creerlo; era evidente que Aronov había preparado el recibimiento que reservaba a sus enemigos. Incluso se había ocupado de alejar a Wong y el coche, que sin duda pensaba utilizar. ¿Conocía algún medio de salir de ese refugio antes de destruirlo para siempre, puesto que ya era conocido? ¿Un pasadizo subterráneo quizá?

—Me apuesto lo que quieras a que estás pensando lo mismo que yo —dijo Adalbert, que en ese momento llegaba a su lado—. Resulta difícil creer que Simón se haya inmolado, abandonando su misión sagrada, por el simple placer de escapar de la banda de Solmanski. Porque supongo que el «apuesto joven moreno» no es otro que el inefable Sigismond. Para empezar, ¿por qué razón iba a pedirle a Wong que se quedara con el coche en la granja en ruinas? Tenía en mente reunirse allí con él, seguro.

—Pero ¿cómo salió? Yo estaba pensando en un pasadizo subterráneo…

—Eso es lo primero que se piensa siempre tratándose de un viejo castillo, pero según Adolf no hay ninguno. Claro que yo tengo una extraña impresión…

—La impresión de que Wong también tiene dudas acerca de la muerte de su patrón, pero que por nada del mundo hablaría de ello delante de Adolf, por más grande que sea la fidelidad y la amistad de éste hacia Simón, ¿no? Para eso sólo hay una solución: cuando nos vayamos de aquí, debemos llevarnos al coreano con nosotros.

—¿Adónde?

—A mi casa, a Venecia, después de pasar por el hospital de San Zaccaría para que lo curen a conciencia. De todas formas, esté Simón vivo o muerto, no podemos dejar a su fiel sirviente abandonado. Si ha muerto, tomaré a Wong a mi servicio, y si está vivo, algo me dice que quizás él sea el único que pueda conducirnos hasta Simón.

—No es mala idea. Intentemos encontrar ese maldito rubí y vayamos a ver de nuevo las aguas azules del Adriático. Mientras la piedra no esté en tu posesión, no pienso separarme de ti.

8. El réprobo


Herr Doktor Erbach no se parecía nada a los bibliotecarios que Morosini e incluso Vidal-Pellicorne habían visto hasta entonces. En realidad, incluso podía resultar sorprendente que hubiera obtenido todos los títulos, o casi, de la Universidad de Viena, teniendo en cuenta lo mucho que su aspecto evocaba el de un maestro de danza o un clérigo cortesano del siglo XVIII: cabellos blancos y alborotados revoloteando sobre el cuello de terciopelo de una levita acampanada, puesta sobre unos pantalones con trabillas y una camisa con chorreras y puños de muselina —todo ello espolvoreado con un fino polvo de tabaco—, gafas con montura metálica apoyadas en la punta de una nariz ligeramente respingona, mirada chispeante y sonrisa afable, el encargado de los libros parecía permanentemente a punto de esbozar un paso de baile apoyándose en el bastón, alrededor del cual, más que caminar, giraba.

Recibir a un egiptólogo acompañado de un príncipe anticuario no pareció sorprenderle más de la cuenta. Lo hizo de tan buen grado y con tanta solicitud que Morosini pensó que debía de aburrirse mucho en aquel inmenso castillo que el puñado de criados que vieron no conseguía llenar.

—Han tenido suerte de encontrarme aquí —dijo al reunirse con sus visitantes en el encantador salón chino al que habían conducido a éstos—. También me ocupo de las bibliotecas de los otros castillos Schwarzenberg: la de Hluboka, donde la familia reside casi siempre, ésta y la de Trebon, cuya importancia es menor. He venido a Krumau para clasificar la ingente correspondencia del príncipe Félix cuando era embajador en París en 1810, en el momento de la boda de Napoleón I con nuestra archiduquesa María Luisa. ¡Una trágica historia! —añadió, suspirando, sin pensar ni por un instante en ofrecer asiento a sus visitantes—. Usted que es francés —dijo, volviéndose hacia Adalbert—, seguro que conoce el drama que vivió la familia en esa terrible época: el incendio de la sala de baile improvisada en los jardines de la embajada, en la calle Mont-Blanc, durante la recepción ofrecida en honor de los nuevos esposos, que provocó un horrible pánico y en el que nuestra desdichada princesa Paulina, la más exquisita de las embajadoras, pereció entre las llamas buscando a su hija… ¡Qué suceso tan abominable!