Había soltado todo aquello sin respirar, pero después de «abominable» se permitió exhalar un profundo suspiro que Aldo aprovechó sin vacilar:

—A nosotros también nos interesa la Historia, como debe de imaginar —dijo—, pero nuestro propósito no es preguntarle sobre la gloriosa andadura de los príncipes Schwarzenberg, tan espléndida que…

—¡Y que lo diga! La princesa Paulina incluso ha entrado en la leyenda. Dicen que, justo en el momento en que expiraba, su fantasma se apareció aquí, en Krumau, al aya que se ocupaba de su hijo pequeño. ¡Pero los tengo de pie! Por favor, caballeros, tomen asiento.

Mientras señalaba dos elegantes silloncitos Luis XVtapizados en satén azul y blanco, él se instaló en un tercero y prosiguió:

—¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí, la desdichada princesa Paulina! Si lo desean, podrán admirar su retrato con traje de baile en los grandes aposentos donde muchos soberanos. Feliz de tener público, se disponía a comenzar una interminable digresión cuando Adalbert decidió intervenir y pilló la ocasión al vuelo:

—Precisamente hemos venido y nos permitimos molestarlo, Herr Doktor, por sus soberanos. Creo que ha llegado el momento de que le exponga el motivo de nuestra visita: mi amigo el príncipe Morosini, aquí presente, y yo mismo deseamos recopilar documentos sobre las residencias imperiales y reales del antiguo Imperio austro-húngaro.

Las cejas del bibliotecario, que había aprovechado la interrupción para coger una pizca de tabaco de una preciosa tabaquera, se alzaron hasta la mitad de la frente mientras él levantaba en señal de advertencia una mano blanca y cuidada, digna de un prelado.

—¡Permítame, permítame! Por vasto y noble que sea, Krumau no ha sido nunca residencia imperial, aunque sus príncipes hayan sido soberanos.

—¿No perteneció al emperador Rodolfo II?

El amable rostro se transformó en una máscara de dolor.

—¡Dios mío! Tiene razón, y lo sé de sobra, pero lo cierto es que tanto los habitantes de este castillo como los de la ciudad se esfuerzan en olvidarlo. ¿De verdad insisten en que les hable de él?

—Es indispensable para nuestra obra —dijo Aldo—. Pero, si le resulta demasiado penoso relatar la horrible historia del bastardo imperial, no se preocupe, porque ya la conocemos. Lo que nos falta son sobre todo fechas y emplazamientos. El castillo, evidentemente, no era como es ahora, ¿verdad?

—Evidentemente —dijo Erbach, aliviado—. Enseguida los llevaré a visitar lo que queda de esa época. En cuanto a las fechas, el emperador sólo fue propietario de Krumau una decena de años. En 1601 obligó al último de los Rozemberk, Petr Vork, cargado de deudas, a venderle la propiedad, y en 1606 se la regaló a… don Julio, a raíz de un escándalo sin precedentes. Debería decir más bien que se la asignó como residencia confiando en que el alejamiento bastaría para hacer olvidar sü conducta. Y puesto que saben lo que pasó, me limitaré a decirles que, después del horrible drama del que fue triste protagonista, el bastardo, encerrado en sus aposentos transformados en prisión, murió súbitamente el 25 de junio de 1608. Tras su muerte, el emperador conservó el castillo hasta 1612, fecha en la que se lo regaló a uno de sus fieles amigos y consejeros, Johann Ulrich von Eggenberg…

—Once años, en efecto —lo interrumpió Adalbert—. Pero, volvamos un instante, por favor, a ese Julio al que yo no conozco tan bien como el príncipe Morosini. Tenemos entendido que fue enterrado en su capilla y nos gustaría que nos mostrara su tumba.

El bibliotecario puso cara de disgusto.

—Hace mucho que ya no está aquí. Como imaginarán, el nuevo propietario no tenía ningún interés en conservar semejante vecindad, sobre todo porque algunas de sus sirvientas estuvieron a punto de morir de miedo al ver el fantasma ensangrentado de un hombre desnudo. Habló del asunto con el superior de los minoritas, cuyo convento está abajo, en el barrio de Latran, y le rogó que se hiciera cargo del difunto, a quien la proximidad de hombres santos quizá convencería de permanecer tranquilo, pero éste temía provocar un tumulto en la ciudad, cosa que a buen seguro se produciría si los restos del loco asesino fueran a reposar allí. El drama era todavía demasiado reciente.

—Entonces, ¿qué hicieron con él? —preguntó Morosini, preocupado—. ¿Lo arrojaron al río?

—¡Oh, príncipe!… ¡Ese miserable era, pese a todo, de sangre imperial! Después de mucho reflexionar, el superior tuvo una idea: a cierta distancia de la ciudad había un pequeño priorato dependiente de su convento, que ya no estaba habitado pero donde todavía se celebraba misa en fechas señaladas. La tierra, por supuesto, era tan sagrada como podía serlo la de nuestra capilla de San Jorge o la del monasterio. A Johann Ulrich von Eggenberg le pareció una idea excelente, pero acordaron actuar en el más estricto secreto. De modo que el pesado ataúd de madera de teca fue transportado de noche al cementerio del priorato, donde no se enterraba a nadie desde hacía mucho tiempo…

—Y que se encargarían de que volviera al estado salvaje —dijo Vidal-Pellicorne, sarcástico—. Así, el muerto desaparecería de la faz de la tierra.

—No se atrevieron a llegar hasta ese extremo. Según lo que he leído en los archivos del castillo, pusieron sobre la tumba una lápida con su nombre en latín grabado: Julius. Pero se las arreglaron para que la vegetación creciera a su alrededor a fin de que el secreto quedara mejor preservado. Se trataba de evitar que la sed de venganza turbara el sueño del difunto… Bien, les he contado todo lo que sé —se apresuró a añadir Erbach, enjugándose el rostro con un gran pañuelo.

Decididamente, el tema le desagradaba sobremanera.

—No todo —dijo Morosini con suavidad—. ¿Dónde se encuentra el priorato en cuestión?

—No creo que eso pueda tener ningún interés para su obra, excelencia. En la actualidad está en ruinas.

—Pero esas ruinas, ¿dónde se encuentran?

—En la carretera del sur, a menos de una legua…, pero les ruego que hablemos de otra cosa. ¿Quieren visitar el castillo?

Para evitar un tema que lo aterrorizaba, Ulrich Erbach estaba dispuesto a abrir ante sus visitantes todas las puertas que quisieran. Como ya no podía informarles de nada más, los dos hombres lo siguieron de buena gana y admiraron sin reservas las maravillas de esa extraña morada en la que, como en Praga, los siglos convivían unos con otros: el precioso patio renacentista, el triple puente tendido sobre una profunda falla entre dos rocas para unir las estancias a un asombroso teatro construido en el siglo XVIII y cuyo escenario giratorio, el único de Europa en esa época, se había adelantado unas décadas. La biblioteca, aunque hubiera sido despojada de parte de sus tesoros en beneficio de la de Hluboka, no carecía de atractivos, y su conservador acabó por confesar, suspirando:

—En el fondo, aquí es donde me siento más feliz porque este castillo tiene alma.

—¿Hluboka no?

Erbach encogió sus escuálidos hombros cubiertos de terciopelo negro.

—Es un remedo de Windsor. Un castillo para Alicia en el país de las Maravillas construido hace poco por uña princesa que había leído demasiado a Walter Scott. La biblioteca es magnífica, desde luego, pero yo prefiero ésta.

Se despidieron como los mejores amigos del mundo.

Después de que el atento personaje los hubiera acompañado hasta el puesto de guardia, Aldo y Adalbert se dirigieron de vuelta a la ciudad en silencio, hasta que Aldo lo rompió para decir lo que pensaba:

—¿Qué te parece? ¡Simón vivía a unos cientos de metros del rubí y ni siquiera lo sospechaba!

—Si es que la piedra todavía está aquí. ¿Quién te dice que los que trasladaron el ataúd no lo abrieron?

—Eran monjes, y esa gente respeta a los muertos, aunque se trate de un loco asesino. Además, ya debía de imponer bastante el hecho de contravenir las órdenes de un emperador difunto…, por no hablar del intenso miedo que el tal Julio parece provocar todavía. Yo juraría que a nadie se le ha pasado por la cabeza abrir el féretro.

—Lo admito, pero ¿cómo vamos a arreglárnoslas para encontrar la tumba?

—Hay que contar con la suerte. De todas formas, será más fácil que ir a excavar la capilla del castillo. ¿Tú has visto esa maravilla barroca? Si hubiera sido preciso perforar el suelo o excavar una de las tumbas, habríamos tenido problemas. ¡Por no hablar de la vigilancia! Sinceramente, prefiero esto. En cualquier caso, el fantasma del emperador no debía de estar al corriente de adonde fue a parar el cuerpo de su hijo.

—Los fantasmas no lo saben todo. ¿Qué hacemos ahora?

—Coger el coche y hacer una primera exploración. Es pronto y disponemos de todo el tiempo hasta la hora de la cena.

Media hora más tarde, el pequeño Fiat se adentraba en el sendero que conducía a las ruinas donde Simón Aronov había ordenado a Wong esconder la limusina, y la primera impresión de sus ocupantes fue desalentadora.

—¡Es como buscar una aguja en un pajar! —masculló Vidal-Pellicorne.

En efecto, al otro lado de lo que debía de ser una valla, se encontraba el enorme montón de piedras que tiempo atrás fue la capilla, de la que sólo quedaba la poderosa ojiva y algunos fragmentos de muralla todavía en pie, todo cubierto de malas hierbas, de zarzas y de un cornejo que había conseguido abrirse paso.

—Ha habido un incendio —observó Adalbert señalando las huellas visibles del fuego—. De todas formas, no tenemos nada que buscar en el interior de la capilla. Supongo que el cementerio estaba al otro lado.

—Hay casi tantas piedras como en lo que queda de los edificios conventuales. No lo conseguiremos nunca. Es un trabajo de titanes.

—¡No exageremos! Es, ante todo, un trabajo de arqueólogo. Si te parece bien, empezaremos por delimitar el terreno que nos interesa. En otras palabras, intentaremos determinar el emplazamiento del antiguo cementerio.

Durante dos horas, recorrieron el campo de ruinas levantando una piedra aquí y moviendo otra allá. A medida que avanzaban, la vegetación se hacía más densa, y cuando por fin encontraron una antigua estela que debía de señalar una tumba, habían llegado a la linde de un bosque a través de cuyas ramas los últimos rayos del sol se reflejaban en las aguas muertas de un pequeño estanque. Adalbert, sin embargo, sacó de ello una conclusión:

—No cabe duda: el cementerio está entre este punto y el verdadero comienzo de las ruinas. Debe de hallarse oculto bajo esta abundante vegetación. Vamos a necesitar instrumentos de trabajo. Volvamos a la ciudad. Con un poco de suerte, encontraremos una tienda abierta.

—¿Y no temes que el vendedor se pregunte para qué los queremos? Te recuerdo que íbamos a pedirlos en casa de Simón.

—Lo sé, pero vamos a trabajar tan cerca de la casa de Adolf que puede resultar incómodo. Vendrá a ver qué hacemos. Las distracciones deben de escasear por aquí, ¿y qué crees que dirá si nos sorprende violando una tumba?

—En ese caso, lo mejor será que vayamos a aprovisionarnos a Budweis. Es mucho más grande que Krumau y sólo está a veinticinco kilómetros.

—No es mala idea, pero es demasiado tarde para ir hoy. Iremos mañana a primera hora.




Durante cuatro días, armados de cizallas, podaderas, una horca, una pala y un pico, Adalbert y Aldo trabajaron a destajo en el perímetro marcado por el primero y lograron localizar varias tumbas, pero ninguna coincidía con las indicaciones de Erbach. Era un trabajo agotador y el calor lo hacía todavía más penoso.

—Empiezo a pensar que vamos a pasarnos aquí el verano —dijo Aldo, secándose con la manga arremangada la frente cubierta de sudor—. En Venecia van a darme por muerto.

Vidal-Pellicorne sonrió a su amigo con expresión burlona.

—¡Lo que es ser un aristócrata delicado, habituado a las comodidades y a manejar piedras preciosas! Nosotros, los arqueólogos, que estamos acostumbrados a desenterrar mastabas y a perforar montañas bajo un sol abrasador, somos más resistentes.

—Olvidas decir que siempre tenéis a un montón de fellahs a vuestra disposición. Por lo que yo sé, son ellos los que se dedican a cavar. Vosotros, como tú dices, manejáis más bien el pincel y la esponja para limpiar lo que os han despejado previamente.

Su hospedero estaba muy sorprendido de verlos llegar por la noche exhaustos y más polvorientos de lo que cabía esperar tratándose de turistas, pero ellos le contaron confidencialmente que habían descubierto por casualidad restos de una antigua ciudad romana y que estaban intentando sacar a la luz lo suficiente para tener una prueba. Encantado de ser el único depositario de un asunto que podía suponer un incremento de interés para la región, Sepler juró guardar silencio y trató todavía mejor a unos clientes tan apasionantes. Todas las mañanas los proveía de grandes cestas de picnic y de botellas de agua mineral, y en la cena preguntaba discretamente sobre los progresos realizados: