Desde hacía dos años, Morosini recorría Europa en compañía de su amigo el egiptólogo Adalbert Vidal-Pellicorne. Habían logrado encontrar tres de las piedras desaparecidas: el zafiro, el diamante y el ópalo. Aldo había conocido al hombre que los había comprometido en esta búsqueda en los sótanos del gueto de Varsovia. Era un judío cojo, dotado de una vasta cultura y de una gran sabiduría, que incluso poseía el don de la clarividencia. Era, además, una de esas personas que saben atraerse el afecto de la gente. La historia que Simón Aronov le contó al príncipe anticuario era de las que no se pueden escuchar con indiferencia cuando uno es joven, valiente, un apasionado de las joyas antiguas y le gusta la aventura. Según esa historia, el pueblo de Israel, dispersado por todo el mundo, sólo recuperaría su tierra natal y sus derechos soberanos si el pectoral completo regresaba a la madre patria. Eso también acabaría con el poder maléfico de las piedras sagradas, robadas por primera vez por los soldados de Tito. ¡Y Dios sabía lo malignas que eran! Su belleza y su enorme valor despertaban la codicia tanto de hombres como de mujeres, y a lo largo de los siglos su rastro estaba manchado de sangre.

El propio Aldo había sufrido las consecuencias de ese poder: su madre, la princesa Isabelle, a quien sus antepasados habían legado el zafiro, había muerto asesinada. Al igual que había sido asesinado sir Eric Ferráis, el riquísimo comerciante de cañones, asesinato planeado por su suegro —y quizás ejecutado por su mujer—, el conde Solmanski, enemigo jurado del Cojo y empeñado, como él, en localizar las joyas perdidas. Igualmente nefasta era la Rosa de York, el diamante del Temerario, el duque de Borgoña, de destino shakespeariano: media docena de cadáveres tras el anuncio de su puesta en venta en Londres. Sin contar una víctima de Jack el Destripador y algunas más. En cuanto al ópalo, ligado a la trágica leyenda de los Habsburgo, pasando por la de la deslumbrante Sissi y su hijo Rodolfo, había dejado cuatro cadáveres en tierra austríaca sólo en el transcurso del otoño anterior. En todos los casos, los dos investigadores habían encontrado la mano criminal de Solmanski.

Morosini había pagado también su parte. Solmanski, no contento con haber convertido en una asesina a Adriana Orseolo, la prima preferida de Aldo, había conseguido, mediante un innoble chantaje, obligarlo a él, el príncipe Morosini, a casarse con su hija, la arrebatadora pero inquietante Anielka, viuda de sir Eric Ferráis, probablemente envenenado por ella pese a que el tribunal de Old Bailey no había podido demostrar su culpabilidad.

Ironía del destino: Aldo se encontraba casado con una mujer por la que estaba loco antes de descubrir que ya no la amaba. Suponiendo que la hubiera amado realmente alguna vez. Es tan fácil confundir el deseo con el amor…

Cuando llegó al Andalucía, Aldo fue a tomar una última copa al bar. Una buena manera de ahuyentar las ideas sombrías que se le ocurrían cuando pensaba en la mujer que llevaba su apellido. Con gracia, eso sí. Su belleza rubia, frágil y delicada atraía a los hombres como un tarro de miel atrae a las moscas. Algunos envidiaban a Morosini y nadie entendía que el matrimonio no se consumara, pero él jamás faltaría al juramento hecho a los manes de su madre asesinada, jamás le daría a la hija del criminal la satisfacción de continuar el linaje de una de las familias más nobles y antiguas de Venecia. Sabía que no podría mirar a sus hijos a la cara si tuvieran a Román Solmanski por abuelo.

Para esa situación, existía una solución: la anulación en los tribunales de Roma de un matrimonio contraído bajo coacción y no consumado. Aldo había tomado ya una decisión: iba a iniciar el procedimiento.

Si no lo había hecho al día siguiente de la boda, era sobre todo por compasión hacia la que había tenido que jurar ante Dios que amaría y protegería. Y ello precisamente porque la había amado hasta el punto de arriesgarlo todo para poseerla.

La situación de la joven era, en efecto, poco envidiable pese a la presencia de su fiel doncella, Wanda, que se ocupaba de ella desde la infancia. Soportada más que aceptada en un palacio que se negaba a ser su hogar, mantenida a distancia por un marido al que aseguraba amar, debía de sufrir la angustia producida por la suerte de su padre, encarcelado en Inglaterra y en espera de un juicio por asesinato que podía llevarlo a la horca. El hecho de que el conde Solmanski fuera un ser abyecto no cambiaba en absoluto la imagen que de él tenía su hija, y si bien Morosini se alegraba de ver a su enemigo vencido, no se podía pedir a Anielka que compartiera ese sentimiento. Así pues, mientras no se dictara sentencia, el esposo forzado no presentaría la solicitud de anulación. Era una simple cuestión de humanidad. Pero después, estuviera Solmanski muerto o vivo, Aldo hacía todo lo que tuviera que hacer para recuperar su libertad.

¿Qué haría con ella? Seguramente poca cosa. La única mujer por la que la habría sacrificado con entusiasmo se había alejado de él para siempre. Debía de despreciarlo, de detestarlo, y eso también era por su culpa. Había descubierto demasiado tarde lo mucho que quería a la ex Mina van Zelden, transformada en una adorable Lisa Kledermann.

Al darse cuenta de que el coñac despertaba los recuerdos en lugar de ahogarlos, Morosini salió del bar, subió a su habitación y, sin siquiera dedicar una mirada al mágico paisaje nocturno de Sevilla, se metió en la cama con la firme intención de dormir. Era la mejor manera de invertir el tiempo hasta su encuentro con el mendigo.




El hombre había acudido a la cita. Al llegar a la plazuela, Morosini lo vio en cuclillas en la entrada de la capilla con su blusón de color coral. El lugar estaba desierto, así que no mendigaba; incluso parecía dormir. Sin embargo, en cuanto apareció el que esperaba se levantó y le indicó por señas que se dirigiera hacia la casa, donde se reunió con él.

A la luz cruda de un sol ya abrasador, la suciedad y las heridas del edificio exhibían su miseria sin restarle un ápice de una especie de belleza arisca, pero Morosini sabía que en ninguna parte del mundo se llevan los andrajos con más orgullo que en España.

Sin pronunciar palabra, el mendigo sacó una llave de entre sus harapos y abrió con ella una puerta más sólida de lo que parecía.

—Como ve, a menos que uno sea un espíritu, no se entra tan fácilmente —dijo el mendigo—. Pero Catalina no necesita llaves.

—Y los que la siguen, ¿cómo se las arreglan?

—Les abre la puerta el diablo. Anoche usted habría entrado si yo no hubiese intervenido.

El jardín debió de ser delicioso. Las baldosas azules y amarillas que marcaban los caminos estaban rotas, descoloridas, algunas reducidas a polvo, pero aquella espléndida primavera la vegetación, más abundante que nunca, transformaba los antiguos macizos en una pequeña jungla delirante y perfumada. Una gran piedra desgastada, que había sido un banco cubierto de azulejos azules, acogió a los dos hombres bajo un obstinado naranjo cuyas flores blancas despedían una suave fragancia. Todo ese bonito batiburrillo ocultaba las heridas de la vieja casa.

—Yo no sé si el diablo vive aquí, pero esto presenta ciertas similitudes con un paraíso —observó Morosini.

—La pena es que no haya nada que beber —repuso el mendigo—. Estamos casi en tierras islámicas, y las huríes de Mahoma se mostraban más generosas.

—No hay más que pedir —dijo Morosini, sacando de una bolsa de viaje que llevaba consigo dos porrones de manzanilla envueltos en sendos paños húmedos para mantenerlos frescos y tendiendo uno a su compañero.

—¡Usted sí que sabe vivir! —dijo éste, echando la cabeza hacia atrás para enviar, con gesto experto, un largo chorro de vino al fondo de la garganta.

Aldo hizo lo mismo pero con más moderación.

—He pensado —dijo— que su memoria se sentiría más a gusto humedeciéndose un poco. Ahora, si le parece bien, hábleme de esa tal Catalina cuya belleza me impresionó.

—Siempre ha sido así. En el último cuarto del siglo XV era la muchacha más bonita de Sevilla y quizá de toda Andalucía. Y como su padre era muy rico, disponía de todos los medios para realzar esa belleza: se vestía como una princesa…

—Me dijo que su padre era un converso. Supongo que eso quiere decir convertido, ¿no?

—Sí, pero no uno cualquiera: un judío convertido. Desde que Tito saqueó Israel, nunca estuvieron los judíos tan a punto de construir una nueva Jerusalén como en la Edad Media y en este país. Su fracaso definitivo fue obra de Isabel la Católica. Para empezar, desempeñaron un papel importante en la venida de los sarracenos de África hacia el año 709 y fueron recompensados por ello. Durante el reinado de los califas, y pese a persecuciones intermitentes, alcanzaron su grado de prosperidad más elevado. Destacaban tanto en medicina como en astrología, y a través de sus correligionarios de África conseguían drogas, especias, todos los medios para practicar un comercio generador de riqueza… Pero debo de estar aburriéndole. Parece que le esté dando una clase de historia y…

—Una clase absolutamente necesaria y muy interesante. Continúe, por favor.

Animado por estas palabras, el mendigo le sonrió, bebió otro trago, se secó la boca con una manga y prosiguió:

—Cuando los cristianos volvieron a ocupar poco a poco la península, los judíos siguieron viviendo tranquilos. El rey Fernando III, llamado el Santo cuando reconquistó Sevilla en 1248, incluso les dio cuatro mezquitas para convertirlas en sinagogas y los barrios más ricos para que se instalaran en ellos. Pero con dos condiciones: no insultar la religión de Cristo y abstenerse de hacer proselitismo. Lamento decir que no respetaron su promesa.

—¿Lo lamenta? ¿Por qué?

—Yo también soy judío —dijo el mendigo con sencillez—. Diego Ramírez, para servirlo. Y nunca me ha gustado que mis correligionarios observen una conducta reprobable. Pero es un hecho patente que violaron la ley todo lo que quisieron. Se habían enriquecido tanto que prestaban dinero a los reyes. Alfonso VIII incluso nombró a uno de ellos su tesorero, y de forma progresiva el gobierno pasó en gran parte a sus manos. Hasta se dice que la reina María, amenazada de muerte por su esposo si no le daba un hijo varón, cambió al nacer a la heredera legítima por un niño judío, el futuro Pedro el Cruel, que pasó largas temporadas aquí. Su muerte fue la primera desgracia para los hijos de Israel, pero los acechaba una desgracia todavía peor: la gran epidemia de peste, la Muerte Negra que exterminó en dos años la mitad de Europa. Las multitudes enloquecidas los hicieron responsables de aquello, acusándolos de haber envenenado los pozos. Pese a las amenazas de excomunión del papa Clemente VI, comenzaron las matanzas. Aquí, cuatro mil habitantes de la judería fueron exterminados, y los demás, obligados a convertirse.

»Ése fue el origen de una nueva clase social, los conversos. Sin embargo, si bien hubo algunas conversiones sinceras, la mayoría había abandonado su culto ancestral con la boca pequeña. Enseguida se dieron cuenta de que era la única posibilidad de recuperar su fortuna y su poder. Fingiendo ser cristianos, podían acceder a todos los puestos, entrar en la Iglesia e incluso casarse con miembros de las familias nobles. Y ascendieron tan rápidamente en la escala social que volvieron a convertirse en un estado dentro del Estado. Algunos llevaban la hipocresía hasta el extremo de maltratar a sus hermanos pobres que habían permanecido fieles a la ley de Moisés, sin renunciar al mismo tiempo a celebrar las ceremonias judías.

»Esta situación habría podido prolongarse. Desgraciadamente, seguros de su poder y de sus fortunas, apoyados por una Iglesia en buena parte afecta a ellos, se escondieron cada vez menos, practicaron la blasfemia casi oficial, el escarnio, y mostraron una falta total de escrúpulos. El resto del pueblo los odiaba tanto como los temía, pero su mayor error fue no haber apreciado en su justo valor a la joven reina Isabel, que reunía todas las cualidades de un gran jefe de Estado.

—Ah, tengo la impresión de que no vamos a tardar en hablar de la Inquisición —dijo Morosini.

—Pues sí. Un día de septiembre de 1480, Isabel la Católica abrió uno de los cajones del mueble donde guardaba los papeles de Estado y sacó un documento que descansaba allí desde hacía aproximadamente un año. Era un pergamino provisto de un sello de plomo sujeto a unas cintas de seda de colores claros: la bula que autorizaba a los soberanos españoles a instaurar en su país un severo tribunal eclesiástico. El documento llevaba fecha de 1 de noviembre de 1478, pero la reina había tenido la prudencia de tomarse tiempo para reflexionar y diferir su promulgación. Esta vez, lanzó el arma terrible que guardaba en el secreto de sus aposentos.