—Me cuesta creer que, si sigue con vida, no se haya preocupado de su sirviente.

—Tiene su lógica. Wong desobedeció al volver a la casa. Simón no podía arriesgarse a regresar en su busca. El depositario del pectoral no tiene derecho a poner en peligro su vida de manera caprichosa. En cuanto a nosotros, habría que encontrar un medio de hacer que esto llegue al lugar donde debe estar. La piedra es espléndida, ¡pero cuántos horrores se han producido a su alrededor! Piensa que, desde el siglo XV, ha pasado más tiempo sobre cadáveres que sobre carne viva… No quiero contemplarla mucho tiempo.

—Debo llevársela al gran rabino para que la exorcice y, al mismo tiempo, libere el alma de la Susona. Él nos dirá lo que hay que hacer. Esta noche volvemos a Praga.

—¿Y Wong?

—Pasaremos para decirle que uno de los dos volverá a buscarlo. Después lo embarcaremos en el Praga-Viena, y una vez en Viena en el expreso para Venecia. Tú lo acompañarás y yo volveré con el coche.

Se vistieron y se pusieron en marcha, pero, contrariamente a lo que Morosini esperaba, el coreano declinó la invitación de ir a Venecia.

—Si el señor sigue siendo de este mundo y me busca, no se le ocurrirá ir allí. Si quieren ayudarme, caballeros, llévenme a Zúrich lo antes posible.

—¿A Zúrich? —preguntó Adalbert.

—El señor tiene una villa junto al lago, cerca de la clínica de un amigo suyo. Gracias a él pudimos huir. Allí estaré bien atendido y esperaré…, si es que hay algo que esperar.

—¿Y si no sucede nada?

—Entonces, caballeros, tendré el honor y la tristeza de recurrir a ustedes para que juntos tratemos de encontrar una solución.

Morosini no insistió.

—Como desee, Wong. Esté preparado. Dentro de dos o tres días vendré a recogerlo e iremos a tomar el Arlberg-Express en Linz. Pero primero tenemos que resolver un asunto en Praga.

—Esperaré, excelencia. Obedientemente… Tengo muchos remordimientos por no haber seguido las órdenes de mi señor.




Cuando Adalbert y él entraron en el vestíbulo del hotel Europa, Aldo tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a Aloysius C. Butterfield arrellanado en uno de los sillones, detrás de un periódico que mandó a paseo nada más reconocer a los recién llegados:

—¡Es un placer volver a verlo! —bramó, exhibiendo una sonrisa tan amplia que permitió admirar en todo su esplendor la obra de un cirujano-dentista especialmente amante del oro—. Me preguntaba dónde podía haberse metido.

—¿Acaso debo rendirle cuentas de mis desplazamientos? —repuso Morosini con insolencia.

—No… Perdone mi intromisión, pero ya sabe lo interesado que estoy en hacer un trato con usted. Cuando me di cuenta de que se había ido, estaba desconsolado e incluso había empezado a pensar en ir a Venecia, pero me dijeron que iba a volver, así que le he esperado.

—Lo siento, señor Butterfield, pero creía haber hablado con claridad: aparte de mi colección particular, en este momento no tengo nada que responda a sus deseos. De modo que deje de perder el tiempo y prosiga su viaje: Europa está llena de joyeros que pueden ofrecerle cosas preciosas.

El americano dejó escapar un suspiro que agitó la planta más cercana.

—De acuerdo… Pero lo cierto es que siento simpatía por usted. Hagamos una cosa: olvidemos ese asunto, pero tomemos al menos una copa juntos.

—Si se empeña… —cedió Aldo—, pero más tarde. Estoy deseando darme un baño y cambiarme.

Finalmente pudo reunirse con Adalbert, que esperaba discretamente delante del ascensor.

—Pero bueno, ¿se puede saber qué le has hecho a ese tipo para que se pegue a ti de ese modo?

—Ya te lo dije: se le ha metido en la cabeza comprarme una joya para su mujer…, y además parece que le soy simpático.

—¿Y eso te parece suficiente? No me gusta nada tu americano.

—No es «mi» americano, y a mí me gusta tan poco como a ti. Pero, aun así, le he prometido tomar una copa con él antes de cenar. Espero que después nos libremos de él.

—En ese caso, me pregunto si no sería mejor que fuéramos a cenar a otro sitio. Lo digo por si se encuentra tan a gusto que se empeña en compartir la cena con nosotros.

Eso fue exactamente lo que pasó, pero esta vez Adalbert se interpuso como tan bien sabía hacer, empleando un tono a la vez perentorio y desdeñoso gracias al cual se convertía en un hombre completamente distinto. Se levantó, saludó secamente a Butterfield y le dijo a Aldo que recordara que esa noche estaban invitados en casa de uno de sus colegas arqueólogos. Aquello fue milagroso y el americano no insistió.

Unos minutos más tarde, los dos amigos recorrían en calesa el puente Carlos en dirección a la isla de Kampa, donde encontraron refugio en un restaurante a la vez arcaico y encantador de la vieja plaza discretamente recomendado por el recepcionista del Europa: El Lucio de Plata.

—Supongo —dijo Vidal-Pellicorne dejándose caer sobre el respaldo del banco cubierto de cojines rojo y oro— que después de la noche que hemos pasado habrías preferido, como yo, ir a acostarte.

—No. Tenía intención de salir después de cenar. Así será más sencillo: cuando volvamos, le pediré al cochero que pare en la plaza de la Ciudad Vieja y tú me esperarás en el coche.

Adalbert frunció el entrecejo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer?

Aldo se sacó del bolsillo una carta que había escrito en su habitación antes de salir.

—Acercarme a casa del rabino para meter esto por debajo de la puerta. Le pido que nos veamos lo antes posible. Estoy impaciente por que esta maldita piedra sea exorcizada. Desde que la tenemos, temo que suceda una catástrofe en cualquier momento.

—Yo no soy supersticioso, pero confieso que esta vez me siento incómodo. ¿Dónde está?

—En mi bolsillo. ¡No querrías que la dejara en la habitación!

—En la habitación no, pero en la caja fuerte del hotel sí. Está para eso.

—Creo que no hubiera podido dejar de temer que el Europa se incendiara esta noche.

Pese a la gravedad del tema, Adalbert se echó a reír y vació de un trago su copa de vino.

—Vamos a tener que hacer algo pronto. Te veo muy afectado, amigo.

Sin embargo, a Adalbert se le quitaron las ganas de reír cuando, de regreso en el hotel, se percató de que habían registrado su habitación. Con mucha habilidad, eso sí, pero el arqueólogo tenía una vista de lince y no se le escapaba ningún detalle. Naturalmente, Aldo también había tenido visita, de modo que, pese al cansancio, los dos hombres tomaron todas las medidas destinadas a asegurarles la noche de sueño que tanto necesitaban. Una vez puertas y ventanas estuvieron debidamente atrancadas —gracias a Dios, la noche era suave y bastante fresca, sin el habitual bochorno del verano—, se metieron por fin en la cama sin olvidar poner un arma debajo de la almohada.

En cuanto al rubí, Aldo lo metió en uno de los elementos estilo Gallé que componían la araña. Protegidos de este modo, durmieron como benditos.

A la mañana siguiente, Aldo encontró una carta en la bandeja del desayuno. Una nota del recepcionista explicaba que una joven la había llevado a las siete de la mañana. Era de Jehuda Liwa.


Esta noche, a las once, en la sinagoga Vieja-Nueva. La paz esté contigo.


La paz, Morosini la deseaba desde que se hallaba en posesión del rubí fatal. No es que sintiera remordimientos por haber turbado el sueño eterno de Julio; estaba seguro de que, por el contrario, el joven descansaría más tranquilo sin la piedra. Pero la joya en sí misma despedía una atmósfera angustiosa, cargada de todo el horror y de toda la miseria que su posesión desencadenaba. Y cuando se disponía a salir, Aldo tuvo que obligarse a recuperar la gema maléfica de su escondrijo de cristal. Más valía no dejarla allí por si a las camareras se les ocurría limpiar la araña a fondo. No obstante, se serenó pensando que, por la noche, cuando volviera con ella, la piedra maldita habría perdido por fin su poder.

Dedicaron el día a hacer que realizaran en el coche los ajustes necesarios con vistas a un largo viaje y a pasear por la ciudad; después decidieron cenar en la cervecería Mozart. Eso les evitaba a la vez soportar las preguntas indiscretas de Butterfield cuando se encontraran con él en el hotel y ponerse el ritual esmoquin, demasiado elegante y llamativo para moverse por el viejo barrio judío.




Hacía una noche bonita y agradable, y cuando los dos hombres salieron de la cervecería las calles y las plazas estaban llenas de gente. Durante la temporada estival, Praga solía vivir una fiesta perpetua y tranquila. Iluminados por lámparas de acetileno en las que parecían reflejarse las estrellas del cielo, los vendedores de pepino, en zumo o a tiras, de salchichas de rábano blanco y de cerveza hacían magníficos negocios sobre un fondo musical en el que los antiguos aires bohemios alternaban con el tema de Smetana que evocaba el Moldava y que era más conocido que el himno nacional. Una mujer que decía la buenaventura, de ojos llameantes y largos cabellos negros mal sujetos por un pañuelo amarillo, intentó cogerle la mano a Aldo, pero éste la retiró suavemente:

—Gracias, pero no tengo ganas de conocer mi futuro —dijo en francés.

Esa lengua no debía de resultarle familiar, pues respondió con un gesto de fastidio que hizo tintinear sus pulseras de plata y meneó la cabeza dejando escapar un suspiro de pesar.

—Quizás hagas mal —comentó Vidal-Pellicorne—. Era una buena ocasión para averiguar algo sobre lo que va a sucedemos.

Unos instantes más tarde, la entrada de la ciudad judía los engullía y la oscuridad les hacía parpadear deprisa. El agradable olor de las salchichas a la plancha y la menta fresca desapareció para ser sustituido por el tufo de una carnicería y el de una prendería que quedaban una enfrente de otra. Dos faroles de un amarillo sucio trataban de iluminar la calle de adoquines mal unidos. Luego, los ojos de los dos hombres se acostumbraron y no tardaron en distinguir el muro del viejo cementerio y las bolas temblorosas de los árboles que protegían las estelas, cuya increíble acumulación hacía que ese campo de muerte pareciera un mar gris y encrespado. Y de pronto, una deliciosa fragancia acarició el olfato de los visitantes nocturnos: la de los saúcos y los jazmines del cementerio. Cuando llegaron, la masa negra y puntiaguda de la antigua sinagoga apareció frente a ellos.

Al acercarse, vieron que un hilo de luz amarilla se filtraba por la puerta entreabierta.

—Entra tú solo —susurró Adalbert—. El rabino no me conoce.

—¿Y qué harás tú mientras tanto?

—Montar guardia. Eso nunca está de más, y este barrio no ofrece ninguna diversión.

Para confirmar su determinación, se sentó tranquilamente en los gastados peldaños y se puso a cargar la pipa. Aldo no insistió y empujó la puerta sobre la cual, en una ojiva, una higuera extendía sus ramas bajo un cielo sembrado de grandes estrellas. La hoja gimió pero se abrió sin dificultad.

Iluminado únicamente por el admirable candelabro de siete brazos colocado sobre el altar y por dos grandes cirios al pie de los escalones que lo sostenían, el venerable santuario dejaba sumidos en la oscuridad sus pilares y sus bóvedas góticas, pero la sobriedad de lo que descubría sorprendió a Morosini. Tan sólo el tímpano del tabernáculo presentaba un bonito motivo vegetal que se repetía en los escasos capiteles poco iluminados.

En ese decorado a la vez austero y misterioso, la alta silueta de Jehuda Liwa se alzaba como un altorrelieve. Inclinado sobre el Indraraba, el Libro de los Secretos, que había colocado junto a los rollos de la Tora, leía atentamente, pero se incorporó al oír el ligero ruido de los pasos del visitante. Éste observó que, bajo la larga capa negra, llevaba las vestiduras blancas de los difuntos.

Impresionado, Morosini se detuvo en el centro de la nave. La voz profunda del rabino lo invitó a avanzar hasta el pie de los peldaños.

—No estás en una iglesia —añadió—. Debes cubrirte la cabeza. Coge el casquete que está a tus pies y póntelo.

—Le pido disculpas. Lo sabía, o sea que mi comportamiento es imperdonable, pero esta noche siento un gran desasosiego.

—Lo sentiremos por una cuestión menor si, como indica tu carta, has encontrado lo que buscabas. Supongo que no ha sido fácil… ¿Cómo te las has arreglado? Es un trabajo duro abrir el panteón de una capilla principesca.

—El cuerpo ya no estaba en la capilla.