En unas pocas frases, Aldo reprodujo el camino seguido desde su marcha de Praga. Sin olvidar mencionar el incendio del pequeño castillo y la desaparición de Simón Aronov. El gran rabino sonrió:

—Apacigua tus temores: el depositario del pectoral no ha muerto. Incluso puedo decirte que ha venido aquí.

—¿A esta sinagoga?

—No, al barrio de Josefov, donde tiene un amigo. Te recuerdo que, por nuestro bien común, es preferible que no nos veamos. Y añado que es inútil buscarlo: nada más llegar, volvió a marcharse. No me preguntes dónde ha ido, lo ignoro. Ahora, dame la piedra maldita.

Aldo desplegó el pañuelo blanco que envolvía la joya y la ofreció en la palma de su mano, donde inmediatamente apareció un resplandor rojizo. El rabino acercó sus dedos huesudos, cogió la joya y la miró fijamente. Después la elevó como si quisiera ofrecerla a alguna divinidad desconocida. En el mismo momento, una voz vulgar sonó con la violencia de un disparo:

—¡Déjate de tonterías, vejestorio, y dame eso!

Aldo se volvió bruscamente y miró con estupor la forma grotesca de Aloysius Butterfield surgida de la oscuridad como un gnomo maléfico. El gran Cok que oscilaba entre él y Jehuda no tenía nada de tranquilizador.

El personaje disfrutaba sin ningún pudor de la sorpresa que había provocado:

—No te esperabas esto, ¿eh, principito? No hay que tomar nunca a papá Butterfield por tonto, y por si te interesa saberlo, hace bastante que andamos detrás de ti. Pero no estamos aquí para charlar. ¡Tú, dame esa piedra!

La voz de bronce retumbó, multiplicada por las profundidades del edificio:

—Ven a buscarla si te atreves.

—¡Que te crees tú que voy a ir a buscarla! Y tú, Morosini, no te muevas, si no, dejo seco a tu amigo.

Aldo, que se preguntaba dónde podía haberse metido Adalbert, intentó ganar tiempo.

—¿Cómo se las ha arreglado para entrar? ¿Nadie ha tratado de impedírselo?

—¿Te refieres al de la pipa? Ha recibido un buen golpe detrás de las orejas y por el momento duerme como un angelito…, si mi compañero no ha considerado conveniente rematarlo.

—¿Qué compañero?

—Lo reconocerás. Lo viste en el Europa y un poco antes en Venecia: tomó un café a tu lado y el de Rothschild en el Florian.

El hombrecillo moreno con gafas de montura negra acababa de entrar en el círculo de luz y también iba armado. Aldo se sintió idiota. ¿Cómo había podido contentarse con pensar que lo había visto antes en alguna parte? Realmente debía de estar haciéndose viejo.

Butterfield estaba subiendo los peldaños de piedra, pero su aplomo parecía vacilar a medida que se acercaba al gran rabino, que permanecía muy erguido. Incluso se hubiera dicho que empequeñecía. El anciano sin embargo, no hacía ni un solo gesto, sus ojos oscuros lanzaban destellos y su terrible voz retumbó de nuevo:

—Estarás maldito hasta el fin de los tiempos si tocas esta piedra y nunca más conocerás el descanso.

—¡Basta ya! ¡Cállate! —ordenó el americano con un temblor que anunciaba un ataque de pánico. Pero el rubí estaba allí, en las manos del rabino, y la codicia fue más fuerte que el miedo. Le arrebató la piedra, retrocedió, resbaló al bajar de espaldas y cayó al suelo. El rubí se le escapó de las manos y se alejó un trecho rodando. Aldo iba a agacharse para recogerlo, pero el hombre de las gafas dijo:

—¡Todos quietos!

Sin apartar la mirada de Morosini, al que amenazaba con el arma, dobló las rodillas, cogió el colgante y se lo guardó en el bolsillo.

—¡Levántate! —ordenó a su cómplice—. Y larguémonos de aquí.

Desapareció con una rapidez pasmosa. Seguro de ser capaz de alcanzar y reducir sin dificultades a ese hombrecillo, Aldo se lanzó en su persecución. El otro se volvió y disparó. Alcanzado por la bala, Aldo se tambaleó y se desplomó justo en el momento en que sonaba otro tiro, disparado sin duda por Butterfield, repuesto de su caída. Antes de desvanecerse, el herido oyó rugir la voz del rabino, pero era como una llamada. Inmediatamente después sonó un grito terrible, un grito de espanto, y quien lo había proferido era el americano. La última impresión de Aldo antes de sumirse en las tinieblas fue que la pared de la sinagoga había empezado de pronto a moverse.




Cuando emergió de las profundidades, lo que le rodeaba le pareció tan extraño que creyó que había pasado al otro lado del espejo. Estaba acostado en algo que debía de ser una cama, como corresponde a un herido o a un enfermo, y esa cama se encontraba en una habitación clara que podía ser el cuarto de un hospital. Sin embargo, el ser humano que se inclinaba sobre él no parecía una enfermera: era el rabino Liwa con su larga y poblada barba, sus cabellos blancos y sus ropajes negros. Debía de estar en algún purgatorio, porque no se encontraba bien. Sentía un dolor en el pecho y unas vagas náuseas. Cerró los ojos con la esperanza de volver a las benefactoras tinieblas donde, privado de conciencia, lo estaba también de sufrimiento.

—¡Vamos, despierta! —ordenó con dulzura la voz inolvidable que habría podido ser la del Ángel del Juicio—. Todavía eres de este mundo y ya va siendo hora de que vuelvas a ocupar tu puesto.

El herido intentó hacer algo que esperaba que fuese una sonrisa y murmuró:

—Creía que estaba muerto.

—Podrías estarlo si hubieran apuntado mejor, pero, ¡alabado sea el Altísimo!, el proyectil no entró en el corazón y hemos podido extraerlo.

—¿Y dónde estoy?

—En casa de un amigo, Ebenezer Meisel, que es un hombre rico y un excelente cirujano. Ha sido él quien ha extraído la bala. Es mi vecino y nuestras casas se comunican, lo que me permite venir a verte cuando quiero… Volveré mañana.

Morosini comprendió que aquel arreglo presentaba la ventaja de no introducir a la policía en los asuntos del barrio judío y se alegró, pero ahora que estaba recobrando la lucidez las preguntas acudían en tropel, de modo que retuvo por la manga al rabino, que ya estaba dando media vuelta para marcharse.

—Un momento, por favor. ¿Tiene noticias del amigo que dejé en la puerta de la sinagoga y al que dejaron inconsciente antes de atacarnos?

—Está bien, no te preocupes. Asegura que los chichones en la cabeza nunca le han asustado. Lo verás enseguida.

—¿Y el rubí?… ¿Qué ha pasado con el rubí?

—Otra vez ha desaparecido. El hombre de las gafas negras huyó con él. Los de aquí han intentado encontrar su rastro, pero se diría que se ha desvanecido en el aire. Nadie lo ha visto.

—¡Dios mío! ¡Tantos esfuerzos para que dos miserables bribones, sin duda pagados por Solmanski, se lo lleven justo cuando…!

—Sólo queda uno. El americano que, en su locura asesina, disparó contra mí, fue abatido. Uno de mis sirvientes se encargó de él.

—Pero ¿cómo…?

El rabino tocó la frente de Aldo.

—Estás hablando demasiado. Cálmate. Tu amigo te lo contará todo.

Y esta vez salió. Una vez solo, Aldo examinó lo que le rodeaba. Entonces se dio cuenta de que lo que había tomado al despertar por la habitación de una clínica porque estaba decorada en blanco, parecía mucho más el dormitorio de una muchacha. Lazos de cinta azul sujetaban las grandes cortinas de seda blanca y, al incorporarse, cosa que le arrancó una mueca, vio dos silloncitos del mismo azul, un secreter de madera clara y, entre las ventanas, un espejo, una banqueta y una mesita con frascos sobre el tablero. Curiosamente, la estancia no tenía aspecto de estar habitada. Todo estaba demasiado ordenado, era demasiado perfecto, y no se percibía ninguna presencia: ni una flor en los jarrones de cristal, un pequeño secreter demasiado bien cerrado y, sobre todo, ni el menor rastro de perfume. En cuanto a la mujer que entró poco después de que se hubiera marchado el rabino, llevando un cuenco humeante sobre una bandeja, no tenía nada de jovencita: rondando la cincuentena, cara cuadrada y cabellos recogidos bajo un gorro tan blanco como el delantal, hacía pensar tanto en una enfermera como en una vigilante de prisión.

Sin una palabra, sin una sonrisa, arregló las almohadas de Aldo para incorporarlo y depositó la bandeja ante él.

—Perdone, pero no tengo hambre —dijo él, sincero y también poco tentado por la especie de gachas con leche que le habían llevado (se parecía bastante al porridge inglés), acompañadas de una taza de té.

Sin articular palabra, la mujer frunció sus pobladas cejas e indicó con un dedo perentorio que el herido no tenía otra cosa que hacer más que comer. Y acto seguido, salió.

Aldo, que habría dado su mano derecha por el buen café y los panecillos calientes de Celina, pensó que, si quería recuperar fuerzas —¡y le faltaban muchas!—, debía alimentarse. De modo que tomó una cucharada con prudencia, comprobó que estaba caliente, dulce, y que olía a vainilla. Y como, por otra parte, era incapaz de apartar él mismo la bandeja, comenzó a ingerir su contenido y se sintió un poco mejor. El té, había que reconocerlo, era un excelente darjeeling, o sea que, después de todo, habría podido ser peor. Estaba acabando de comer cuando la puerta se abrió para dejar paso a Adalbert, que desplegó una amplia sonrisa ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

—Parece que estás mejor. Tienes un poco de mal color de cara, pero supongo que con el tiempo eso se arreglará. En cualquier caso, tu aspecto es mucho mejor que el de ayer por la tarde.

—¿Ayer por la tarde? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Pronto hará cuarenta y ocho horas. Y los de aquí no te han escatimado sus cuidados.

—Les daré las gracias. Si he entendido bien, sigo estando en el gueto, ¿no?

—Se dice el barrio judío o Josefov —rectificó Adalbert en un tono doctoral—. Y puedes dar gracias a Dios, porque el doctor Meisel tiene unas manos de hada: la bala estaba a medio centímetro de tu corazón. No te habrían operado mejor en ningún gran hospital occidental.

—Por favor, quítame esto de encima y siéntate. Y dime cómo estás tú.

Adalbert retiró la bandeja, la dejó sobre una mesita, acercó uno de los sillones azules y se sentó.

—Gracias a Dios, tengo la cabeza dura, pero ese bruto al que no oí acercarse golpeó con ganas y tardé bastante en recobrar el conocimiento. En realidad, fue ese extraordinario rabino el que me reanimó. Al principio, cuando lo vi creía que estaba soñando: parece salido directamente de la Edad Media.

—No me extrañaría. Nada de lo que sucede aquí podría sorprenderme. Pero háblame de Aloysius. Liwa me ha dicho que está muerto, que uno de sus sirvientes se había encargado de él.

—Sí, y no es el único misterio. Yo no vi nada porque estaban atendiéndome en esta casa, pero sé que disparó contra el rabino y lo alcanzó en un brazo. En cuanto a él, la gente del barrio lo encontró a la mañana siguiente, tendido delante de la entrada del cementerio; no presentaba ninguna herida aparente, pero se hubiera dicho que le había pasado por encima una apisonadora.

—Supongo que avisaron al cónsul norteamericano y que éste ha organizado una buena.

Adalbert se pasó la mano por los rubios cabellos con el gesto que le era habitual, aunque con más comedimiento que de costumbre: debía de tener aún el cráneo bastante sensible.

—Pues la verdad es que no —repuso, suspirando—. Para empezar, descubrieron que Butterfield, que no se llamaba Butterfield sino Sam Strong, era en realidad un gánster buscado en varios estados de Estados Unidos. Y además, cuando el cónsul llegó al barrio, creyó que estaba en un manicomio. No te imaginas el terror que reina aquí desde el descubrimiento de ese cadáver insólito. La gente dice que el Golem ha hecho justicia porque ese impío osó disparar contra el gran rabino… ¿Por qué pones esa cara? No me dirás que tú también crees eso…

—No…, claro que no. Es sólo una leyenda.

—Pero aquí las leyendas perduran, sobre todo ésta. La gente cree que los restos de la criatura de Rabbi Loew descansan en el desván de la vieja sinagoga y que se han reconstruido varias veces a lo largo de los siglos para hacer justicia o sembrar el temor al Todopoderoso.

—Lo sé. También se dice que nuestro rabino es descendiente del gran Loew, quizás incluso su reencarnación, que posee sus poderes, que ha penetrado en los secretos de la Cábala…

Mientras hablaba, Aldo recordó la extraña impresión de que un lienzo de la pared se había puesto en movimiento en el momento en que él perdía el conocimiento. Butterfield había cometido la mayor ofensa, no sólo por disparar contra el hombre de Dios, sino por insultarlo, y en el propio recinto de su templo. ¿Y no había dicho antes Liwa que su sirviente se había encargado de él? Pero el único sirviente que Aldo conocía era el que el otro día lo había conducido ante Liwa: un hombrecillo mucho más bajo que el americano y absolutamente incapaz de aplastarlo bajo su peso.