La entrada de un hombre con bata blanca y un estetoscopio alrededor del cuello interrumpió la conversación. Adalbert se levantó y retrocedió para permitirle acercarse a la cama.

—Éste es el doctor Meisel —dijo.

El herido sonrió y tendió una mano que el cirujano tomó entre las suyas, fuertes y calientes. Se parecía a Sigmund Freud, pero su sonrisa rebosaba bondad.

—¿Cómo puedo darle las gracias, doctor? —murmuró Morosini—. Por lo que me han dicho, ha obrado usted un milagro.

—Sí, manteniéndolo tranquilo. Mientras ha estado dominado por la fiebre, nos ha dado mucha lata. Dicho esto, no ha habido ningún milagro. Usted posee una constitución fuerte y puede dar gracias a Dios por ello. Veamos cómo va la cosa.

En un profundo silencio, examinó a su paciente a conciencia y cambió el apósito colocado sobre el pecho, todo con una extraordinaria delicadeza.

—Todo está perfectamente —dijo por fin—. Ahora, lo que necesita sobre todo es reposo para garantizar la cicatrización y recuperar fuerzas alimentándose bien. Dentro de tres semanas lo dejaré libre.

—¿Tres semanas? ¡Pero no puedo seguir molestando tanto tiempo!

—¿De dónde se saca que molesta?

—Pues… simplemente por ocupar esta habitación. Es evidente que es de una muchacha.

—En efecto. Era de mi hija, Sarah, pero murió.

La voz cálida, por un instante quebrada, recobró inmediatamente la serenidad.

—No tenga escrúpulos. Sarah era una excelente enfermera y a veces ofrezco su habitación a personas que prefieren no estar en el hospital. Bien, le dejo. Hasta mañana. Y usted —añadió dirigiéndose a Adalbert— no lo canse demasiado.

—Me quedo unos minutos más y me voy.

Cuando el médico hubo salido de la habitación, Vidal-Pellicorne se sentó de nuevo. Morosini parecía perplejo.

—¿Qué te preocupa? —preguntó Adalbert—. ¿Esas tres semanas?

—Sí, claro. Aunque debo de necesitarlas, porque nunca me había sentido tan débil…

—Te recuperarás. ¿Quieres que llame a tu casa?

—¡Ni se te ocurra! Pero quisiera que hicieses algo por mí.

—Todo lo que quieras menos volver a París. No te dejaré hasta que no estés en plena forma. Dispongo de todo mi tiempo.

—No es una razón para perderlo. Deberías coger el coche, ir a buscar a Wong y llevarlo a Zúrich. Parecía tener mucho interés en ir, y además, quién sabe, a lo mejor allí recibe alguna noticia. Al menos de Simón, porque lo que es del rubí…

—No tenemos muchas posibilidades de encontrarlo, ¿verdad? Desde que estás aquí, me dedico a recorrer Praga en busca del hombrecillo de las gafas negras, pero debió de irse inmediatamente. No hay ni rastro de él. La policía también lo busca, porque evidentemente he dado su descripción. La agresión contra el gran rabino ha causado un gran revuelo en la ciudad.

—Aunque consigamos echarle el guante, no recuperaremos el rubí: debe de estar ya en manos de Solmanski. Ese hombre sin duda forma parte de la banda que Sigismond se ha traído de Estados Unidos. De todas formas, yo no pierdo la esperanza de atrapar a éste. No olvides que es mi cuñado, y además, quizás el rubí siga haciendo de las suyas.

Adalbert se levantó y posó prudentemente una mano sobre el hombro de su amigo.

—Lo he pasado muy mal —dijo en un tono súbitamente grave—. Si tú ya no estuvieras aquí, faltaría algo en mi vida. ¡Así que lleva cuidado con la tuya!

Acto seguido, se volvió, pero Aldo habría jurado que había una lágrima en la comisura de sus ojos. Además, era muy raro que Adalbert se pusiera a sorber por la nariz con tanta energía.

TERCERA PARTE


El banquero de Zúrich

9. Un visitante


Recostado en el respaldo del gran sillón antiguo colocado ante su escritorio, Morosini contemplaba con una mezcla de placer y de amargura el estuche abierto sobre el cartapacio de piel verde y oro. Contenía dos maravillas, dos pendientes de diamantes apenas teñidos de rosa, compuestos cada uno de ellos por una larga lágrima, un botón en forma de estrella tallada en una sola piedra y un delicado entrelazo de diamantes más pequeños, pero todos de esa misma tonalidad poco común. Bajo la intensa luz de la potente lámpara de joyero, los diamantes despedían suaves destellos que debían de constituir, para quien los lucía, el más seductor de los adornos. Ninguna mujer podía resistirse a su magia, y el rey Luis XV había tenido que soportar un largo enfado de su favorita, la condesa Du Barry, cuando, delante de sus narices, había regalado esas joyas a la delfina María Antonieta con motivo de su primer cumpleaños en Francia.

Esas maravillosas piezas le pertenecían. Se las había comprado unos meses antes de conocer al Cojo a una anciana par de Inglaterra poseída por el demonio del juego y a la que había conocido en el casino de Montecarlo, donde iba dejando poco a poco el contenido de su joyero.

Y cuando, movido por cierta compasión, le había comentado, antes de comprar, que iba a perjudicar seriamente a sus herederos, ella había contestado con un soberbio encogimiento de hombros:

—Estas joyas no forman parte de los bienes recibidos de mi difunto esposo. Eran de mi madre y me pertenecen. Además, detesto a las dos pánfilas pretenciosas que son sobrinas mías por alianza y prefiero con mucho que hagan feliz a una mujer bonita.

—En tal caso, ¿por qué no acude a Sotheby's? Las pujas serían muy elevadas, seguro.

—Es posible, pero en una subasta nunca se sabe quién va a ser el destinatario; el más rico es el que se lo queda. Con usted estoy tranquila porque es un hombre con gusto. Sabrá vender con discernimiento… Además, tengo prisa.

Morosini ofreció un precio justo que dejó su economía en una situación precaria, pero, contrariamente a lo que pensaba lady X, no se había decidido a separarse de una pieza tan cautivadora. Incluso había constituido el comienzo de una colección a la que se había sumado, entre otras alhajas, el brazalete de esmeraldas de Mumtaz Mahal, comprado en secreto a su viejo amigo lord Killrenan, que tampoco quería oír hablar de dejar entre las garras de sus herederos lo que había sido un testimonio de amor. [20] Unos discretos golpes en la puerta interrumpieron la contemplación y Aldo, sin siquiera cerrar el estuche, fue a abrir la puerta, que siempre cerraba con llave antes de abrir la enorme caja medieval, más segura que todas las cajas fuertes del mundo. Tomaba esa precaución a causa de Anielka, que nunca consideraba oportuno llamar antes de entrar en el despacho de su «marido», mientras que sus más cercanos colaboradores jamás dejaban de hacerlo.

Esta vez era el señor Buteau, cuya mirada gris, siempre un poco melancólica, se posó sobre el estuche abierto. Esbozó esa sonrisa tímida que le daba tanto encanto, un encanto que la edad no atenuaba.

—¿Le molesto? Veo que estaba contemplando sus tesoros.

—No diga tonterías, Guy, usted no me molesta nunca y lo sabe. En cuanto a este tesoro, estaba preguntándome si no debería deshacerme de él.

—¡Dios bendito! ¡Vaya ocurrencia! Yo creía que, de toda su colección, estos pendientes eran su joya favorita.

Aldo, después de haber cerrado de nuevo con llave, volvió a su mesa y cogió el estuche entre sus largos dedos finos y nerviosos.

—Es verdad. Los compré pensando ofrecérselos un día a la que se convirtiera en mi mujer, la madre de mis hijos, la compañera de los buenos y los malos momentos. Pero reconozca que, en las circunstancias actuales, eso ya no tiene sentido.

—Pero lo tienen su belleza y su historia. A la delfina le encantaba esta joya y la lucía con frecuencia incluso siendo ya reina. A no ser que necesite dinero…

—Sabe perfectamente que no. Nuestros negocios van de maravilla pese a mis numerosas ausencias.

—Que nunca tienen otro objetivo que incrementar el prestigio de esta casa.

Desde que había regresado a Venecia acompañado de Adalbert, casi tres meses antes, Aldo, efectivamente, se había volcado en el trabajo. Mientras que el arqueólogo volvía a París, tras haber aceptado una propuesta para hacer una gira de conferencias, él había recorrido Italia, la Costa Azul y parte de Suiza con la secreta esperanza de encontrar alguna pista del rubí en los diversos actos a los que acudía y las visitas a clientes que realizaba. En realidad, buscaba sobre todo el rastro de Sigismond Solmanski. No dudaba ni por un instante que era el jefe de la banda de gánsteres americanos de cuyas fechorías había sido víctima. Adalbert, por su parte, hacía lo mismo en las diferentes ciudades de Europa a las que iba. Durante un tiempo, sin embargo, Aldo creyó que no le costaría mucho encontrar su pista.

Cuando llegó a su casa procedente de Praga, Anielka no estaba; se encontraba cenando en el Lido en compañía de su cuñada, que había ido a descansar allí unos días. Una estancia que no parecía hacer ninguna gracia a Celina, quien, sin siquiera dar tiempo a su señor de ir a darse un baño, había empezado a soltar una apasionada filípica en la que ni Zaccaría, su esposo, ni Guy Buteau, consiguieron introducir una sola palabra. Ni tampoco, dicho sea de paso, el propio Aldo.

—¡Qué vergüenza! ¡Esa mujer se comporta aquí como si estuviera en su casa! ¡Que salga, que vaya a ver a unos y otros, eso me da igual, es cosa suya, pero que invite a sus supuestos amigos, eso no lo soporto! Y desde que ha llegado esa cuñada…, no tengo nada contra ella, no, es extranjera, pero muy amable y bastante pánfila…, pues desde que está aquí, como decía, la «princesa» ha dado dos grandes recepciones en su honor. Pero ya te imaginarás que, cuando vino a anunciarme la primera, le dije lo que pensaba y que no debía contar conmigo para agasajar a su cuadrilla. Porque ahora tiene una cuadrilla, compuesta por unos cuantos pisaverdes que se la comen con los ojos, a ella y sus joyas, y por dos o tres cabezas de chorlito entre las que lamento constatar que está tu prima Adriana. A mí me parece que ésa ha perdido el juicio: lleva el pelo corto, enseña las piernas y de noche se pone una especie de camisas que no tapan gran cosa… Pero, volviendo a la primera fiesta, mi negativa a encargarme de organizaría no inmutó a la bella dama: lo encargó todo al Savoy, incluidos los camareros. ¡Personal extra aquí! ¿Te das cuenta? Un verdadero escándalo que me hizo llorar durante tres noches y enfadarme con Zaccaría, porque él se negó a abandonar su puesto y recibió a toda esa gente…

—Había que vigilar un poco —aventuró la voz tímida del mayordomo, cuya máscara napoleónica parecía caer cuando debía enfrentarse a los arrebatos de cólera de su esposa.

—Los ángeles y la Virgen se habrían encargado de hacerlo solos. Yo se lo había pedido y siempre me han escuchado. Así que deberías…

Aldo se decidió a participar en el combate:

—¡Para un momento, Celina! A mí también me gustaría que se oyese mi voz y tengo preguntas importantes que hacer. Pero antes ve a prepararme un café; hablaremos después. —Acto seguido, volviéndose hacia su viejo mayordomo, añadió—: Hiciste bien, Zaccaría. No puedo quitarle la razón a Celina; está en su derecho de negar sus servicios culinarios. Pero la casa la dejo en tus manos.

—Hicimos lo que pudimos, las muchachas y yo…, me refiero a las doncellas Livia y Prisca. Y el señor Buteau también me ayudó. Se instaló en su despacho e impedía el acceso allí y a la tienda.

—Os lo agradezco a los dos. Pero, dime una cosa: ¿cuándo ha llegado esa americana?

—Hace quince días. Su marido la acompañaba.

Aldo dio un bote en el asiento donde se recuperaba del cansancio de un viaje muy pesado para un convaleciente.

—¿Estaba aquí? ¿Sigismond Solmanski?… ¿Se ha atrevido a venir a mi casa?

—Bueno, no ha estado instalado en el palacio. Ni la condesa tampoco. Primero se alojaron en el Bauer Grünwald y luego, cuando él se marchó, su mujer se trasladó al Lido, que le parece mucho más alegre.

—¿Y adonde ha ido?

Zaccaría abrió los brazos en un gesto de ignorancia. Celina volvió en ese momento con una bandeja llena y anunció que las doncellas estaban preparando una habitación para el signor Adalberto.

—Si quieres hablar con la polaca, está aquí —añadió el genio familiar de los Morosini—. Espera despierta a su señora para ayudarla a… desvestirse. ¡Como si fuera un gran trabajo quitarse una especie de camisa adornada con perlas, debajo de la cual no lleva prácticamente nada!