—No, no merece la pena —dijo Morosini, consciente del temor que inspiraba a esa mujer consagrada a su señora hasta más allá de la muerte—. Nunca consigo sacarle más que una letanía incomprensible.

Se le estaba ocurriendo una idea de la que hizo partícipe a Vidal-Pellicorne: ¿y si fuera a saludar a la cuñada de su esposa momentánea para expresarle su pesar por no haber podido recibirla personalmente? Conocía lo suficiente a las americanas para imaginar que ésta apreciaría su gesto.

Mientras tanto, tal vez Adalbert consiguiera enterarse de algunos detalles hablando con Anielka.

Al día siguiente, hacia las once y media llegó al embarcadero del Lido pilotando él mismo su motoscaffo y se dirigió a grandes pasos al hotel del balneario.

Si temía que le pusieran objeciones para recibirlo, sus temores desaparecieron enseguida. Apenas acababa de entablar conversación con el director, al que conocía desde hacía mucho, cuando vio llegar a una joven vestida de piqué blanco, empuñando una raqueta de tenis y con el cabello rubio, un tanto alborotado, a duras penas sujeto por una cinta blanca. Al llegar a la altura de Aldo, al que miraba con unos grandes ojos azules muy abiertos, se sonrojó, se puso nerviosa y, al tratar de hacer una vaga reverencia, estuvo a punto de enredarse los pies, calzados con calcetines y zapatillas blancos, con la raqueta.

—Soy Ethel Solmans… ka —dijo, insegura todavía sobre las terminaciones polacas, con una voz cuyo acento nasal made in USA su visitante deploró—. Y, según me han dicho, usted es… el príncipe Morosini, ¿no?

No parecía salir de su asombro y observaba con una curiosidad ingenua pero claramente admirativa la alta silueta elegante y con clase, el alargado rostro de perfil arrogante coronado de cabellos morenos delicadamente plateados en las sienes, los brillantes ojos azul acero y la indolente sonrisa del recién llegado, que se inclinó cortesmente ante ella:

—En efecto, condesa. Encantado de presentarle mis respetos.

—¿El… el marido de Anielka?

—Sí. Bueno, eso dicen —respondió Aldo, que no tenía ningún interés en explayarse sobre su curiosa situación conyugal con esa pequeña criatura, bastante parecida a un bello objeto decorativo y quizá sin mucho más cerebro—. Me he enterado de que había sido invitada a mi casa sin que yo estuviera allí para recibirla y he venido a presentarle mis disculpas.

—Ah…, bueno, no era necesario —balbució, sonrojándose todavía más—, pero es un detalle haber venido hasta aquí… ¿Nos… nos sentamos y tomamos algo?

—Sería un placer, pero veo que se disponía a jugar al tenis y no quisiera privarla de su partido.

—Ah, no se preocupe por eso —dijo ella, y dirigiéndose a un grupo de jóvenes que la esperaban a cierta distancia añadió, elevando el tono de voz hasta un registro impresionante—: ¡No me esperéis! ¡El príncipe y yo tenemos que hablar!

Había dicho el título pavoneándose, cosa que divirtió a Morosini. Luego tomó a éste del brazo y lo condujo hacia la terraza, donde pidió un whisky con soda en cuanto estuvo instalada en uno de los cómodos sillones de rota.

Aldo pidió lo mismo y a continuación pronunció un breve discurso sobre las exigencias de la hospitalidad veneciana y su vivo pesar por haberse visto imposibilitado de cumplir con ellas, sobre todo tratándose de una persona tan encantadora. Ethel, que no cabía en sí de contento, encontró totalmente natural la pregunta final:

—¿Cómo es que su marido la deja sola en una ciudad tan peligrosa como Venecia? Para una mujer bonita, se entiende…

—Oh, con Anielka no estoy sola. Además, siempre hay mucha gente a mi alrededor.

—Me he dado cuenta. De todas formas, supongo que su esposo vendrá a buscarla en los próximos días.

—No. Tiene que ver a varias personas en Italia relacionadas con sus negocios.

—¿Sus negocios? ¿A qué se dedica?

Ethel sonrió con una inocencia conmovedora.

—No tengo ni la menor idea. Algo de banca, de importación… Al menos eso creo. Nunca quiere ponerme al corriente; dice que esas cosas complicadas no están hechas para el cerebro de una mujer. Lo único que sé es que tenía que ir a Roma, Nápoles, Florencia, Milán y Turín, desde donde se marchará de Italia. Todavía no me ha dicho dónde debo reunirme con él.

«No ha habido suerte», pensó Morosini.

—¿Y su suegro? —preguntó sin transición, con aire distraído—. ¿Tiene buenas noticias de él?

La joven se congestionó y Aldo creyó que iba a tener que pedir al camarero sales de amoníaco.

—¿Es que no sabe… lo que ha pasado? —dijo con gran incomodidad, después de haber vaciado el vaso de un trago—. No me gusta hablar de eso. ¡Es tan terrible!

—Dios mío, le suplico que me perdone —dijo Aldo con expresión contrita cogiéndole una mano—. No sé dónde tenía la cabeza. La cárcel, el suicidio… y usted fue con su marido a buscar el cuerpo para llevarlo…, ¿adónde lo llevaron?

—A Varsovia, a la capilla familiar. Fue una bonita ceremonia a pesar de las circunstancias.

Un botones que llevaba una carta sobre una pequeña bandeja interrumpió la conversación. Ethel la cogió apresuradamente y, tras haber pedido disculpas a su visitante, la abrió con gesto nervioso y dejó el sobre encima de la mesa, lo que permitió a Morosini ver que el matasellos era de Roma. Después de haberla leído, se la guardó en el bolsillo y volvió a prestar atención a su visitante.

—Es de Sigismond. Me anima a quedarme aquí algún tiempo más —dijo, riendo con desenfado.

—Es una buena noticia. Eso nos permitirá volver a vernos. A no ser que le desagrade —añadió con una sonrisa irresistible que causó el efecto deseado.

Ethel pareció encantada ante semejante perspectiva, pero aclaró, con una curiosa franqueza, que le gustaría que su cuñada no fuera informada de esos posibles encuentros. Lo que, como es natural, llevó a Aldo a pensar que no le tenía mucho cariño a Anielka… y que quizás él le inspiraba cierta simpatía. Un detalle que podía resultar de gran utilidad, pero del que, no obstante, se prometió no abusar. Lo que él quería era encontrar a Sigismond y nada más.

Al llegar a casa, encontró a Anielka en la biblioteca en compañía de Adalbert. Como todavía no había visto a su mujer, que había vuelto muy tarde la noche anterior, le besó la mano al tiempo que le preguntaba por su salud, sin dar señales de advertir su semblante sombrío.

—Tengo que hablar contigo —dijo ella secamente—. Pero comamos antes. Hemos esperado bastante, así que podemos esperar un poco más.

—Por mí no lo haga —dijo sonriendo el arqueólogo—. No tengo mucha hambre.

—Yo sí —dijo Aldo—. El aire del mar siempre me abre el apetito, y acabo de dar un paseo muy agradable. Hace un día precioso.

Guy Buteau se había ido a Padua, de modo que en el salón de los Tapices sólo eran tres comensales, pero la conversación la mantuvieron exclusivamente Aldo y Adalbert. Una conversación muy impersonal. Hablaron de arte, música y teatro, sin que Anielka interviniera ni una sola vez. Abstraída, hacía bolitas de miga de pan sin prestar la menor atención a sus compañeros de mesa, lo que permitió a Adalbert decir a su amigo por señas que no sabía nada acerca del mal humor de la joven y que no había conseguido sonsacarle ninguna información.

Después del café, Adalbert se marchó anunciando unos irresistibles deseos de volver a ver a los primitivos de la Accademia mientras que Aldo se trasladó con Anielka a la biblioteca, adonde ésta entró con paso apabullados En cuanto la puerta estuvo cerrada, la joven atacó:

—Según me han dicho, te han herido gravemente.

Aldo se encogió de hombros y encendió un cigarrillo:

—Todos los oficios tienen sus riesgos. Adalbert ha estado varias veces a punto de que le pique un escorpión; a mí me alcanzó la bala de un bribón que acababa de agredir a un anciano. Pero, no te preocupes, ya estoy bien.

—Eso es lo que me contraría: tu muerte habría sido la mejor noticia que hubieran podido darme.

—¡Vaya, por lo menos eres franca! No hace mucho afirmabas que me querías. Se diría que el paisaje ha cambiado.

—En efecto, ha cambiado.

Anielka se acercó casi hasta tocarlo, alzando hacia él un rostro crispado por la cólera, unos ojos llameantes como antorchas.

—¿No te aconsejé que no presentaras esa ridícula solicitud de anulación? Hace unos días recibí la notificación de que está en trámite.

—¿Y qué esperabas? Te lo advertí. Ahora debes presentar tus alegaciones.

—¿Te das cuenta de que se ha corrido el rumor y no se habla de otra cosa en toda Venecia? ¡Nos has puesto en ridículo!

—No sé por qué. Me vi forzado a casarme contigo y trato de liberarme. Es lo más normal. Pero, si interpreto bien tu enfado, lo que te preocupa es tu posición mundana. Deberías haber pensado en eso antes de desafiarme.

Aunque deploraba que una indiscreción hubiera divulgado su proyecto, Aldo imaginaba fácilmente cómo podía considerar la sociedad veneciana —la verdadera, no la cosmopolita y escandalosa que frecuentaba el Lido, el Harry's Bar y otros lugares de diversión— la posición de una mujer sospechosa de haber envenenado a su primer marido y de la que el segundo intentaba deshacerse.

—Lo que no entiendo es cómo se ha extendido el rumor, como tú lo llamas. El padre Gherardi, que recibió mi solicitud, y el cardenal La Fontaine, a quien aquél le dio traslado, no se dedican a chismorrear, y yo no he dicho nada.

—Esas cosas se saben. Afortunadamente, tengo excelentes amigos que están dispuestos a apoyarme, a ayudarme…, incluso dentro de tu familia. No ganarás, Aldo, entérate. Seguiré siendo la princesa Morosini y serás tú quien quede en ridículo. ¿Ya no te acuerdas de que estoy embarazada?

—¿Así que es verdad? Pensaba que sólo querías excitar mis celos, ver qué cara ponía…

Ella soltó una carcajada tan agria que a Aldo le pareció penosa. Esa joven tan encantadora, ante la cual la primera reacción de un hombre normal debía ser arrojarse a sus pies, se volvía casi fea cuando se revelaba su verdadera naturaleza. Su rostro era el de un ángel, pero su alma no.

—Tengo un certificado médico a tu disposición —le espetó, furiosa—. Estoy embarazada de más de dos meses. Así que, querido mío, tus problemas no han acabado. Va a resultarte muy difícil conseguir la anulación.

Aldo se encogió de hombros con desdén y le volvió deliberadamente la espalda.

—No estés tan segura: se puede estar embarazada un día y dejar de estarlo el siguiente. En cualquier caso, ten esto bien presente: no estás destinada a vivir aquí toda tu existencia, y no lo estás por la sencilla razón de que la casa acabará por echarte. ¡No serás jamás una Morosini!

Aldo salió y se dio de bruces con Celina, que debía de estar escuchando detrás de la puerta. Una Celina más blanca que un muerto pero cuyos ojos negros llameaban.

—No será verdad lo que acaba de decir —murmuró—. ¿Esa zorra está embarazada?

—Eso parece. Ya lo has oído: la ha visto un médico.

—Pero… no habrás sido tú…

—Ni yo ni el Espíritu Santo. Sospecho de un inglés que antes se declaraba enemigo suyo. ¿Has visto alguna vez por aquí a un tal Sutton? —añadió, conduciendo a la voluminosa mujer lejos de aquella puerta que podía abrirse en cualquier momento.

—No, no lo creo. Aunque hombres vienen muchos, y todos extranjeros. Por más que lleve un luto tan ostentoso, eso no le impide divertirse.

—Sea como sea, Celina, te ruego que no le digas a nadie lo que acabas de oír y hagas como si no lo supieras. ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo…, pero si intenta hacer aquí lo que hizo en Inglaterra, tendrá que enfrentarse conmigo. ¡Y eso lo juro ante la Virgen! —concluyó Celina, alzando con decisión un brazo hacia el hueco de la gran escalera.

—No te preocupes. Llevaré cuidado.

A partir de ese día, una vez que Adalbert se hubo marchado a París, una curiosa atmósfera se instaló en el palacio Morosini, convertido en una especie de templo del silencio. Anielka salía mucho con la camarilla americana, aunque ya no se atrevía a llevarla a casa. Aldo se concentraba en sus negocios y de vez en cuando hacía un corto viaje. Curiosamente, no volvió a ver a Ethel Solmanska: cuando, dos días después de su conversación, preguntó por ella en el hotel del balneario, le dijeron que la joven se había marchado repentinamente tras haber recibido un telegrama. No había dejado ninguna dirección a la que enviar el correo, que era prácticamente inexistente. Después de eso, Aldo fue a Roma para asistir a una subasta y también para tratar de encontrar el rastro de Sigismond. Una pérdida de tiempo. Pese a los numerosos conocidos que tenía en la Ciudad Eterna y a unas discretas indagaciones en los grandes hoteles, fue imposible enterarse de nada. Nadie había visto ni oído hablar del conde Solmanski. Había que resignarse.