—Debería guardar eso —dijo Guy Buteau—. Y sobre todo no perder las esperanzas respecto al futuro.

Morosini cerró el estuche de piel blanca, lo guardó en la caja fuerte y sonrió a su viejo amigo.

—Si usted lo dice, Guy… Pero reconozca que las cosas van mal. El procedimiento de anulación no ha avanzado ni un milímetro. Anielka, que padece náuseas de lo más evidentes, sólo se levanta de la cama para ir al sofá y viceversa; y cuando por casualidad me encuentro a Wanda, me mira con una mezcla de reproche, temor e incluso horror, como si estuviera envenenando a su señora. Para acabar, Simón Aronov ha desaparecido y el rubí, tres cuartos de lo mismo. ¡Un triste balance!

—Sobre este último punto, permítame que le dé un consejo: tenga paciencia. Hasta ahora ha tenido mucha suerte en este asunto, y la suerte no hay que forzarla. Espere simplemente que suceda algo, y si por desgracia no tuviera que ver nunca más al Cojo de Varsovia, sería mejor abandonar el proyecto y dejar que la Historia prosiguiera su camino.

—Eso lo veo muy difícil, Guy. Si de verdad la suerte del pueblo judío depende de ese pectoral, no tengo derecho a abandonar, y si me enterase de que Simón ha muerto, intentaría continuar. Sé dónde está el pectoral, ya que lo tuve en mis manos. Lo malo es que soy incapaz de encontrar en las bodegas y los sótanos del gueto de Varsovia el camino que conduce a su escondrijo secreto. Y debo añadir que Vidal-Pellicorne comparte mi determinación. Ninguno de los dos está dispuesto a darse por vencido. Por el momento, lo importante es recuperar ese maldito rubí, que debe de estar en manos de los Solmanski. Y eso es posible conseguirlo.

—En tal caso, no tengo nada más que decir. Me contentaré con rezar por usted, querido muchacho.

Ese apelativo cariñoso que no había empleado desde que Aldo era un adolescente, indicó a este último cuánta inquietud y ternura inspiraba a su antiguo preceptor. Por lo demás, éste no se equivocaba al pensar secretamente que la suerte aún podía sonreírle.

Esa noche, bastante tarde, sonó el teléfono. Aldo y Guy estaban en la biblioteca fumando un cigarro ante el primer fuego del otoño, cuando Zaccaría fue a decir que el señor Kledermann llamaba desde el hotel Danieli preguntando por su excelencia. Era el último nombre que Morosini esperaba oír y no se movió.

—¿Kledermann? ¿Qué querrá? —dijo, nervioso—. ¿Anunciarme la boda de Lisa?

Su voz súbitamente tensa pero vacilante hizo que el señor Buteau levantara las cejas, sorprendido y divertido a la vez.

—No tendría ningún motivo para hacer tal cosa —repuso con una gran suavidad—. ¿Acaso no recuerda que es un gran coleccionista y usted uno de los anticuarios más famosos de Europa?

—Exacto —masculló Aldo, un poco incómodo por haber exteriorizado el temor secreto que lo habitaba desde las pasadas Navidades: enterarse de que Lisa ya no se llamaba Kledermann—. Voy a atender la llamada.

Al cabo de un momento, la voz precisa del banquero zuriqués decía:

—Le ruego que me disculpe por molestarlo a una hora un poco tardía, pero acabo de llegar a Venecia y no tengo planeado quedarme mucho tiempo. ¿Puede recibirme mañana por la mañana? Me gustaría marcharme por la tarde.

—Un momento.

Aldo bajó al despacho para consultar su agenda. Ésa era al menos la excusa que se dio a sí mismo para que los latidos desacompasados de su corazón tuvieran tiempo de apaciguarse. Además, desde allí podía seguir hablando.

—¿Le va bien a las once?.

—Perfecto. A las once, entonces. Le deseo que pase una buena noche.

Fue una noche agitada. A la vez excitado y ligeramente inquieto, Aldo tuvo algunas dificultades para conciliar el sueño, pero acabó por descubrir que, en el fondo, se alegraba de recibir una visita que quizás aportara un poco de vida a una casa que se había vuelto singularmente sombría. La propia Celina ya no cantaba nunca, y eso hacía que las doncellas, impresionadas, parecieran desplazarse sobre suelas acolchadas. Así pues, a la hora convenida estaba de punta en blanco: con un traje príncipe de gales gris oscuro, iluminado por una corbata en tonos oro viejo, fingía estar absorto en el examen de un precioso collar antiguo de coral y perlas finas cuando Angelo Pisani abrió ante Moritz Kledermann la puerta de su gabinete. Aldo se levantó inmediatamente para recibirlo.

—Encantado de volver a verlo, querido príncipe —dijo el banquero estrechando cordialmente la mano que éste le tendía—. Usted es sin duda alguna el único hombre capaz de aclararme un pequeño misterio y de ayudarme al mismo tiempo a satisfacer mis deseos.

—Si está en mi poder, lo haré con mucho gusto. Siéntese, por favor… ¿Le apetece un café?

El banquero suizo, cuyo aspecto era el de un clergyman americano vestido en Londres, dispensó a su anfitrión una de sus contadas sonrisas.

—Me tienta. Sé que en su casa lo hacen especialmente bueno. Su ex secretaria me ha hablado mucho de él.

Por toda respuesta, Morosini llamó a Angelo para que se ocupase de que se lo sirvieran. Luego se sentó y, afectando indiferencia, preguntó:

—¿Cómo está?

—Bien, supongo. Ya sabe que Lisa es un ave migratoria que no da señales de vida con frecuencia, excepto a su abuela, con la que seguramente está ahora. Por cierto, ¿estaba satisfecho de sus servicios?

—Más que satisfecho. Fue una colaboradora insustituible.

Bajo las gafas con montura de carey, los ojos oscuros de Kledermann, parecidísimos a los de su hija, lanzaron un destello que iluminó su cara afeitada de rasgos finos y desapareció enseguida.

—Creo que aquí se encontraba muy a gusto —dijo— y lamento que las circunstancias me llevaran a dejar al descubierto su inocente estratagema… Pero no he venido a Venecia para hablarle de Lisa. La razón es la siguiente: dentro de quince días mi mujer celebrará su… cumpleaños coincidiendo con el aniversario de nuestra boda. Con ese motivo…

La llegada de Zaccaría con el café ayudó a Morosini a superar un ligero mareo: después de Lisa, oír hablar de Dianora, su antigua amante, era lo último que deseaba. Debidamente servido por Zaccaría, cuyos gestos solemnes ocultaban una viva curiosidad —él también le tenía mucho cariño a «Mina» y la llegada súbita de su padre constituía un acontecimiento—, Moritz Kledermann reanudó su discurso interrumpido.

—Con ese motivo, deseo regalarle un collar de rubíes y diamantes. Sé que quiere tener unos bonitos rubíes desde hace tiempo, y el azar, por decirlo de algún modo, ha traído hasta mis manos una piedra excepcional, seguramente procedente de las Indias, a juzgar por el color, pero sin duda muy antigua. Sin embargo, pese a mis conocimientos en historia de las joyas, y reconocerá que son amplios, no consigo averiguar de dónde ha salido. El hecho de que se trate de un cabujón me hizo suponer por un momento que podía ser otro resto del tesoro de los duques de Borgoña, pero…

—¿Lo ha traído? —preguntó con voz ronca Aldo, a quien acababa de secársele la garganta.

El banquero observó a su interlocutor con una mezcla de sorpresa y de conmiseración.

—Querido príncipe, debería saber que uno no anda por ahí con una pieza de esa importancia en el bolsillo, y menos, permítame que se lo diga, en su país, donde los extranjeros son sometidos a severísimos controles.

—¿Puede describirme esa piedra?

—Naturalmente. Alrededor de treinta quilates…, ah, y si he mencionado antes al Temerario es porque ese rubí tiene aproximadamente la misma forma y el mismo tamaño que la Rosa de York, ese condenado diamante que nos causó tantos quebraderos de cabeza a los dos.

Esta vez, a Aldo le dio un vuelco el corazón: no podía creer que fuera… Sería demasiado bonito, además de que, a primera vista, era absolutamente imposible.

—¿Cómo la ha conseguido?

—De la manera más sencilla. Un hombre, un americano de origen italiano, vino a ofrecérmela. Es ese tipo de cosas que suceden cuando eres conocido como un apasionado coleccionista. El la había adquirido en una subasta en Austria.

—¿Un hombrecillo moreno con gafas de montura negra? —lo interrumpió Morosini.

Kledermann no intentó disimular su sorpresa:

—¿Es usted brujo o conoce a ese hombre?

—Creo que lo he visto en alguna parte —dijo Aldo, que no tenía ningún interés en contar sus últimas aventuras—. ¿Su rubí está montado en un colgante?

—No. Ha debido de estar montado en algo, pero lo han desengastado. Con gran esmero, por cierto. ¿En qué está pensando?

—En una piedra que formaba parte del tesoro del emperador Rodolfo II y cuyo rastro he buscado durante mucho tiempo, aunque ignoro su nombre. Y… ¿la compró?

—Por supuesto, pero me permitirá que no le diga el precio. Pienso convertirla en la pieza principal del regalo que le reservo a mi mujer y, como es natural, estaría encantado si pudiera decirme algo más sobre la historia de esa joya.

—No estoy seguro. Para eso tendría que verla.

—La verá, amigo mío, la verá. Su visita me causaría un inmenso placer, sobre todo si pudiera encontrarme la segunda parte de lo que he venido a buscar. Antes le he hablado de un collar, y he pensado que quizás usted tuviera algunos rubíes, más pequeños pero también antiguos, que se pudieran combinar con diamantes para hacer una pieza única y digna de la belleza de mi esposa. Creo que usted la conoce, ¿no?

—Así es. Nos vimos varias veces cuando ella era condesa Vendramin. Pero ¿está seguro de que su esposa quiere rubíes? Cuando vivía aquí, le encantaban las perlas, los diamantes y las esmeraldas, que favorecían su belleza nórdica.

—Y siguen gustándole, pero usted sabe tan bien como yo lo volubles que son las mujeres. La mía sólo sueña con rubíes desde que vio los de la begum Aga Khan. Afirma que sobre su piel parecerían sangre sobre nieve —añadió Kledermann riendo, divertido.

¡Sangre sobre nieve! Esa loca de Dianora y su fastuoso marido no imaginaban hasta qué punto esa imagen de un romanticismo un poco manido podía hacerse realidad, si la bella Dianora colgaba un día de su cuello de cisne el rubí de Juana la Loca y del sádico Julio.

—¿Cuándo se va? —preguntó de pronto.

—Esta tarde, ya se lo dije. Tomo a las cinco el tren para Innsbruck, donde enlazaré con el Arlberg-Express hasta Zúrich.

—Voy con usted.

El tono era de los que no admiten discusión. Ante la expresión un tanto desconcertada de su visitante, Aldo añadió con más suavidad:

—Si su aniversario es dentro de quince días, debo ver ya el rubí que ha adquirido. En cuanto a los que yo puedo ofrecerle, recientemente compré en Roma un collar que creo que le gustará.

Armado con varias llaves, se dirigió a su antigua caja forrada de hierro, cuyas cerraduras abrió antes de accionar discretamente el dispositivo de acero moderno que reforzaba interiormente las protecciones originales. Sacó de allí un estuche ancho en el que, sobre un lecho de terciopelo amarillento, descansaba un conjunto de perlas, diamantes y, sobre todo, bellísimos balajes —rubíes de color morado— montados sobre entrelazos de oro típicamente renacentistas. Kledermann profirió una exclamación admirativa que Morosini se apresuró a explotar:

—Es bonito, ¿verdad? Esta joya perteneció a Julia Farnesio, la joven amante del papa Alejandro VI Borgia. Fue encargado para ella. ¿No cree que bastaría para contentar a la señora Kledermann?

El banquero sacó del estuche el collar, que cubrió sus manos de esplendor. Acarició una a una las piedras con esos gestos amorosos, singularmente delicados, que sólo puede dispensar la verdadera pasión por las joyas.

—¡Es una maravilla! —murmuró—. Sería una lástima desmontarlo. ¿Cuánto pide por él?

—Nada. Le propongo cambiárselo por el cabujón.

—Todavía no lo ha visto. ¿Cómo va a calcular su valor?

—Es cierto, pero tengo la impresión de conocerlo desde siempre. En cualquier caso, me llevo el collar. Nos veremos en el tren.

—La verdad es que estoy encantado de que venga. Voy a telefonear para que le preparen una habitación…

—¡No, por favor! —protestó Aldo, a quien se le ponían los pelos de punta sólo de pensar en vivir bajo el mismo techo que la deslumbrante Dianora—. Voy a reservar una habitación en el hotel Baurau-Lac; allí estaré estupendamente. Perdone —prosiguió en un tono más cordial—, pero soy una especie de lobo solitario y cuando viajo valoro mucho mi independencia.

—Lo comprendo. Hasta la tarde.

Cuando Kledermann se hubo ido, Morosini llamó a Angelo Pisani para enviarlo a Cook a reservarle plaza en los trenes y habitación en el hotel, tras lo cual el joven debía pasar por la oficina de correos para mandar a Vidal-Pellicorne un telegrama que Aldo redactó rápidamente: