Creo haber encontrado objeto perdido. Estaré en Zúrich, hotel Baur-au-Lac. Saludos.


Al quedarse solo, Aldo permaneció un buen rato sentado en su sillón jugueteando con el hermoso collar de Julia Farnesio. Una extraordinaria excitación lo invadía y le impedía pensar con claridad. Una voz, en el fondo de sí mismo, le decía que el cabujón de Kledermann no podía ser sino el rubí de Juana la Loca; pero, por otro lado, no entendía por qué el hombre de las gafas negras se lo había vendido al banquero suizo en lugar de entregárselo a sus jefes, que debían de esperarlo con cierta impaciencia. ¿Había pensado acaso que, muerto su cómplice, podía volar con sus propias alas y tratar de labrarse una fortuna personal? Era la única explicación convincente, aunque, tal como él lo veía, el bribón había hecho gala de una despreocupación excesiva. Claro que, a fin de cuentas, eso era asunto suyo, mientras que el de Aldo era convencer a Kledermann de que le cediera la joya, si se confirmaba que era la que él creía.

Perdido en sus pensamientos, no oyó abrir la puerta, y hasta que Anielka no estuvo delante de él no se percató de su presencia. Inmediatamente se levantó para saludarla.

—¿Te encuentras mejor esta mañana?

Por primera vez desde hacía tres semanas, iba vestida y peinada y estaba mucho menos pálida.

—Parece que ya no tengo náuseas —dijo ella distraídamente.

Toda su atención la acaparaba el collar que Aldo acababa de soltar y del que ella se apoderó con una expresión de codicia que su marido no le había visto nunca. Hasta sus mejillas se tiñeron ligeramente de rojo.

—¡Qué maravilla!… No hace falta que pregunte si piensas regalármelo. Jamás habría imaginado que pudieras ser un esposo tan avaro.

Suave pero firmemente, Aldo recuperó la alhaja y la guardó en su estuche.

—Uno: no soy tu esposo, y dos: este collar está vendido.

—A Moritz Kledermann, supongo. Acabo de verlo salir.

—Sabes perfectamente que me niego a hablar de mis negocios contigo. ¿Quieres decirme algo?

—Sí y no. Quería saber por qué ha venido Kledermann. Era amigo mío, ¿sabes?

—Era, sobre todo, amigo del pobre Eric Ferráis.

Ella hizo un gesto que significaba que no veía cuál era la diferencia.

—Así que será la bella Dianora la que lleve estas magníficas piedras… La vida es realmente injusta.

—En lo que a ti se refiere, no sé qué tiene de injusta. No te faltan joyas, me parece a mí. Ferráis te cubrió de ellas. Ahora, si no te importa, pongamos fin a esta conversación… ociosa. Tengo cosas que hacer, pero ya que estás aquí aprovecho para despedirme: no comeré en casa a mediodía y esta tarde salgo de viaje.

De repente, el encantador rostro, bastante sereno, se inflamó a causa de un acceso de cólera y la joven asió la muñeca de Aldo entre sus dedos, increíblemente rígidos.

—Vas a Zúrich, ¿verdad?

—No tengo ninguna razón para ocultarlo. Ya te lo he dicho: tengo un negocio entre manos con Kledermann.

—¡Llévame! Después de todo, sería lo justo, y tengo muchas ganas de ir a Suiza.

Él se desasió sin muchos miramientos.

—Puedes ir cuando quieras. Pero no conmigo.

—¿Por qué?

Morosini exhaló un suspiro de impaciencia.

—No empieces otra vez con lo mismo. La situación en la que nos encontramos, muy desagradable, lo reconozco, la has provocado tú. Así que vive tu vida y déjame vivir a mí la mía. Ah, Guy, llega en el momento oportuno —añadió dirigiéndose a su apoderado, que estaba entrando con su habitual discreción.

Anielka giró sobre sus talones y salió de la gran estancia sin añadir una sola palabra. Acarreaba tal peso de rencor que Aldo tuvo de pronto la sensación de que el aire se aligeraba. Morosini pasó el resto del día resolviendo los asuntos corrientes con Guy, hizo que Zaccaría le preparara la maleta —una maleta con doble fondo que utilizaba para esconder las valiosas piezas que a veces tenía que transportar— y después fue a consolar a Celina, a quien la perspectiva de ese nuevo viaje parecía consternar y que trazó una señal de la cruz en su frente antes de besarlo con una especie de arrebato:

—¡Ve con mucho cuidado! —le recomendó—. Desde hace algún tiempo empiezo a preocuparme en cuanto pones los pies fuera de casa.

—Haces mal, y en esta ocasión deberías alegrarte, porque voy a viajar con el padre de… Mina. Vamos a Zúrich, donde él vive, pero yo me alojaré en un hotel, por supuesto. Así que ya ves que no debes preocuparte.

—Si ese caballero sólo fuese el padre de nuestra querida Mina, no me angustiaría, pero es también el esposo de… de… —No conseguía pronunciar el nombre de Dianora, a la que detestaba desde la época en que era amante de Aldo. Éste se echó a reír.

—¿Qué imaginas? Estás remontándote a la historia antigua. Dianora no es idiota: le interesa mucho cuidar al riquísimo esposo que se ha agenciado. Duerme tranquila y cuida bien al señor Buteau.

—¡Como si hiciera falta que me lo dijeses! —gruñó Celina, encogiendo sus rollizos hombros.

Al llegar a la estación, Aldo vio que estaban colocando unos carteles del Teatro de la Fenice que anunciaban varias representaciones de Otelo con la participación de Ida de Nagy y se prometió alargar todo lo posible su estancia en Suiza. El banquero zuriqués jamás sospecharía el favor que acababa de hacerle alejándolo de Venecia. Así pues, Morosini se reunió con él con una sensación de profunda satisfacción. ¡Por lo menos se libraría de eso!

Al caer la noche, mientras el tren circulaba hacia Innsbruck y el palacio Morosini se sumía en el sueño, Celina se cubrió la cabeza con un pañuelo negro ante la mirada de su esposo, que fumaba un cigarrillo haciendo un solitario.

—¿No crees que es un poco tarde para salir? ¿Y si preguntan por ti?

—Dices que he ido a rezar.

—¿A San Polo?

—A San Polo, exacto. Es el apóstol de los paganos, y si alguien puede mover al arrepentimiento a la perdida que tenemos aquí es él. Y también tiene algo que ver con la curación de los ciegos.

Zaccaría levantó la vista de las cartas y sonrió a su mujer.

—Pues preséntale mis respetos.

10. La colección Kledermann


Cuando, una vez en Zúrich, vio los edificios propiedad del banquero, Morosini comprendió por qué a Lisa le gustaba tanto Venecia y las residencias de su abuela: eran palacios, desde luego, pero palacios construidos a escala humana y desprovistos de gigantismo. El banco era un verdadero templo neorrenacentista con columnas corintias y cariátides; en cuanto a la vivienda privada, estaba a orillas del lago, en lo que llamaban la Goldküste (la orilla dorada), y era un inmenso palacio «de estilo italiano» bastante parecido a la villa Serbelloni, en el lago de Como, pero con más ornamentos. Era fastuoso, bastante apabullante, y hacía falta la gran avidez de esplendor de la ex Dianora Vendramin para encontrarse a gusto allí. Incluso habría resultado un poco ridículo de no ser por el admirable parque animado por fuentes que descendían hasta las aguas cristalinas del lago y por el magnífico marco de montañas nevadas. Sea como fuere, Morosini, pese a ser príncipe, cuando al caer la noche vio el monumento, pensó que no le gustaría nada vivir allí dentro. Previamente, el banquero lo había dejado en su hotel y le había aconsejado que descansara un poco antes de ir a su casa a cenar.

—Estaremos solos —precisó—. Mi mujer ha ido a París para elegir el vestido que llevará el día de su… trigésimo cumpleaños.

Morosini se limitó a sonreír mientras realizaba un rápido cálculo: el día que conoció a Dianora, la Nochebuena de 1913, él tenía treinta años y ella, que se había quedado viuda a los veintiuno, contaba veinticuatro, lo que daba, si no había ningún error en los datos, una cifra de treinta y cinco en el año 1924.

—Yo creía —dijo al final; sonriendo— que una mujer bonita nunca confesaba su edad.

—Bueno, mi esposa no es como las demás. Además, también celebramos nuestro séptimo aniversario de bodas. De ahí mi deseo de dar al acontecimiento un esplendor especial.

Al llegar al hotel —un edificio de estilo dieciochesco con magníficos jardines—, Aldo tuvo la sorpresa de encontrar un telegrama de Adalbert:


Espérame. Llegaré a Zúrich el 23 por la noche.


O sea, que el arqueólogo estaría allí al día siguiente. Sabiendo por experiencia que las cosas nunca eran fáciles cuando había un vestigio del pectoral a la vista, se alegró. Más aún teniendo en cuenta que desde hacía algún tiempo hablaban mucho de la ciudad suiza más importante. Además de ser la base financiera de Simón Aronov, y allí era donde el viejo Solmanski había escapado de la vigilancia de Romuald, allí era donde parecía tener una residencia, al igual que el propio Simón, y allí era también donde Wong había pedido que lo llevaran… Y como la adquisición de Kledermann tenía todas las posibilidades de ser la joya encontrada en la tumba de Julio, cabía esperar un futuro próximo muy agitado.

Hacia las ocho, el reluciente Rolls del banquero, conducido por un chófer de unas maneras irreprochables, dejaba a Morosini delante de la escalinata donde un lacayo lo recibió bajo un gran paraguas. Desde última hora de la tarde caían auténticas trombas de agua sobre la región, inundando el paisaje. Escoltado de esta suerte, el invitado llegó ante un mayordomo de un envaramiento absolutamente británico, lo que no le impedía ser sin lugar a dudas nativo de los Cantones. Se notaba por su estatura excepcional y por la anchura de su cuello.

Tras haberle dado el abrigo a un sirviente, Aldo siguió al imponente personaje por la vasta escalera de piedra después de haber sido informado de que el señor esperaba al príncipe en su gabinete de trabajo.

Cuando Morosini entró, el banquero estaba leyendo un periódico que le mostró inmediatamente con expresión preocupada:

—¡Mire! Es el hombre que me vendió el rubí. Está muerto…

El artículo, acompañado de una foto bastante mala, anunciaba que habían sacado del lago el cadáver de un americano de origen italiano, Giuseppe Saroni, buscado por la policía de Nueva York. Lo habían estrangulado y arrojado al agua después de haberlo torturado. Seguía una descripción que acabó de despejar las últimas dudas de Aldo, si es que todavía le quedaba alguna: respondía exactamente a las características del hombre de las gafas negras.

—¿Está seguro de que es él? —preguntó a Kledermann, devolviéndole el periódico.

—Absolutamente seguro. Además, ése es el nombre que él me dio.

—¿Cómo pagó? ¿Con un cheque?

—Claro. Pero ahora estoy un poco preocupado, porque empiezo a preguntarme si no será una joya robada. Si fuera así y encuentran mi cheque, puedo tener problemas.

—Es posible. En cuanto a lo del robo, puede estar seguro. El rubí se lo quitaron de las manos al rabino Liwa hace tres meses en la sinagoga Vieja-Nueva de Praga. El ladrón huyó después de haberme alojado una bala a medio centímetro del corazón. El gran rabino Jehuda Liwa también resultó herido, pero no de gravedad.

—Es increíble. ¿Qué hacía usted en esa sinagoga?

—En el transcurso de su larga historia, el rubí perteneció al pueblo judío y fue objeto de una maldición. El gran rabino de Bohemia debía liberarlo del anatema. Pero no le dio tiempo; ese miserable disparó, huyó, y fue imposible encontrarlo.

—Pero…, en ese caso, ¿el rubí es suyo?

—No exactamente. Yo lo buscaba para un cliente y lo había encontrado en un castillo cerca de la frontera austríaca.

—¿Cómo puede estar seguro de que se trata del mismo? Al fin y al cabo, no es el único rubí cabujón.

—Lo más sencillo es que me lo enseñe. Supongo que confiará suficientemente en mi palabra para no ponerla en duda.

—Desde luego… Se lo enseñaré, pero primero vayamos a cenar. Debe de saber por su cocinera que un soufflé no espera. En la mesa me contará su aventura.

El mayordomo acababa de anunciar que el señor estaba servido. Mientras bajaba la escalera con su anfitrión, que hablaba de caza, Aldo iba pensando en cómo presentaría la historia. Mencionar el pectoral, aunque fuera de pasada, estaba descartado. Y también su aventura sevillana, y las extrañas horas vividas junto a Jehuda Liwa. En realidad, iba a tener que hacer buenos recortes aquí y allá, pues seguramente el banquero zuriqués no creía en nada relacionado, de cerca o de lejos, con lo fantástico, el esoterismo y las apariciones. Como buen coleccionista de joyas, debía de conocer las tradiciones maléficas vinculadas a algunas de ellas, claro está, pero ¿hasta qué punto era permeable a lo que el común de los mortales consideraba leyendas? Eso es lo que había que descubrir.