El soufflé estaba en su punto y Kledermann, que debía de sentir un gran respeto por su cocinero, sólo abrió la boca para degustarlo mientras hubo algo en los platos. Pero, cuando los sirvientes los hubieron retirado, vació de un trago su copa, llena de un delicioso vino de Neuchâtel, y abrió el fuego.

—Si no he entendido mal, me disputa la propiedad del rubí.

—De hecho, no, puesto que usted lo ha comprado de buena fe, pero moralmente sí. Sólo se me ocurre una solución: me dice cuánto ha pagado por él y yo se lo doy.

—A mí se me ocurre otra más sencilla: le doy yo a usted lo que pagó por él en Bohemia, teniendo en cuenta, por descontado, los riesgos que corrió para conseguirlo.

Morosini reprimió un suspiro: tal como había sospechado, se enfrentaba a un adversario duro de pelar. La belleza de la piedra había causado su efecto y Kledermann estaba dispuesto a pagar por ella el doble o el triple si era necesario. Cuando se ha despertado la pasión de un coleccionista, es muy difícil convencerlo de que renuncie.

—Comprenda que no es una cuestión de dinero. Si mi cliente está tan interesado en el rubí es porque quiere poner fin a la maldición que recae sobre él y que afecta a todos sus propietarios.

Moritz Kledermann se echó a reír.

—¡No me diga que un hombre del siglo XX, deportista y culto, cree en esas pamplinas!

—Que yo crea o no carece de importancia —dijo Aldo sin alterarse—. Lo que cuenta es mi cliente, que es también un amigo. Él está convencido, y la verdad es que, después de todo lo que he descubierto de la trayectoria del rubí desde el siglo XV, le doy la razón.

—Cuénteme, entonces, todo eso. Ya sabe lo que me apasiona la historia de las joyas antiguas.

—Ésta empieza en Sevilla, poco antes de que fuera instituida la Inquisición. Reinaban los Reyes Católicos y el rubí pertenecía a un converso rico, Diego de Susan, pero la comunidad judía lo consideraba sagrado. Desde las primeras frases, Aldo notó que había despertado la curiosidad apasionada de su anfitrión. Lentamente, ciñéndose a la Historia y sin mencionar sus propias aventuras, se remontó en el tiempo: la piedra cedida a la reina Isabel por la Susona, la parricida; Juana la Loca y su pasión desmesurada; el robo y la venta de la joya al embajador del emperador Rodolfo II; el regalo de ésta por parte de Rodolfo a su bastardo preferido y, finalmente, la recuperación del rubí por él mismo y Vidal-Pellicorne «en un castillo de Bohemia cuyo propietario estaba sufriendo grandes reveses económicos». Del fantasma de la Susona, del enamorado de Tordesillas, de la evocación de la sombra imperial en la noche de Hradcany y de la violación de la tumba abandonada, ni una palabra, por supuesto. En cuanto a sus relaciones con el gran rabino, Morosini reveló simplemente que, siguiendo el consejo de Louis de Rothschild, había ido a hacerle algunas preguntas igual que se las había hecho a otras personas. Sin embargo, no dejó de insistir en los desastres que habían jalonado la trayectoria de la gema sangrienta.

—Yo mismo fui víctima de la maldición en la sinagoga, y el que se la vendió acaba de pagarlo con su vida.

—Eso es un hecho, pero… ¿no tiene miedo su cliente de esa presunta maldición?

—Es judío, y sólo un judío puede borrar el anatema lanzado por el rabino de Sevilla.

Kledermann guardó silencio unos instantes y luego dejó que una sonrisa maliciosa animara sus facciones un poco severas. Estaban tomando el café y ofreció un suntuoso habano a su invitado, al que dejó tiempo de encenderlo y de apreciar su calidad.

—¿Y usted le cree? —preguntó por fin.

—¿A quién, a mi amigo? Por supuesto que le creo.

—Sin embargo, debería saber de qué son capaces los coleccionistas cuando está en juego una pieza tan rara y tan preciosa. ¡Una piedra sagrada!… ¡Un símbolo de la patria perdida que encierra todas las miserias y todos los sufrimientos de un pueblo oprimido!… Yo quisiera creerle, pero de lo que usted acaba de referirme lo que se deduce es que se trata ante todo de una joya cargada de historia. ¿Se da cuenta? Isabel la Católica, Juana la Loca, Rodolfo II y su terrible hijo bastardo. Tengo piedras que no son ni la mitad de apasionantes.

—El hombre que me ha pedido esta joya no utilizaba ninguna estratagema. Lo conozco demasiado bien para sospechar una cosa así; para él es una cuestión de vida o muerte.

—Hummm… Hay que pensar muy bien en todo esto. Mientras tanto, voy a enseñarle la piedra en cuestión y también mi colección. Venga.

Los dos hombres volvieron al gran gabinete-biblioteca del primer piso, cuya puerta Kledermann cerró con llave.

—¿Teme que uno de los miembros de su personal entre sin llamar? —dijo Morosini, divertido por esa precaución que le parecía pueril.

—No, en absoluto. Esta habitación sólo se cierra con llave cuando deseo entrar en la cámara acorazada; en realidad, hacer girar esta llave es lo que permite abrir la puerta blindada. Ahora lo verá.

El banquero cruzó el despacho y, cogiendo una pequeña llave que llevaba colgada del cuello, bajo la pechera de la camisa, la introdujo en una moldura de la biblioteca que ocupaba el fondo de la estancia: una gruesa puerta forrada de acero giró lentamente sobre unos goznes invisibles, arrastrando consigo la lograda decoración de falsos libros.

—Espero que sepa apreciar su suerte —dijo Kledermann sonriendo—. No habrá más de media docena de personas que hayan entrado aquí. Acompáñeme.

La cámara acorazada debía de haber sido de considerables dimensiones, pero el espacio quedaba reducido por las cajas fuertes que revestían las paredes.

—Cada una tiene una combinación diferente —prosiguió el banquero—. Y sólo yo las conozco. Las transmitiré a mi hija cuando llegue el momento.

Sus largos dedos manipulaban con rapidez dos grandes discos colocados en la primera caja, de acuerdo con el código establecido: a la derecha, a la izquierda, otra vez y otra más. Se oía un tableteo, hasta que al cabo de un momento la gruesa hoja se abrió, dejando a la vista un montón de estuches.

—Aquí hay una parte de las joyas de Catalina la Grande y algunas alhajas rusas más.

Entre sus manos, un estuche forrado de terciopelo violeta mostró un extraordinario collar de diamantes, un par de pendientes y dos pulseras. Morosini abrió los ojos con asombro: él conocía ese aderezo porque lo había admirado antes de la guerra en el cuello de una gran duquesa emparentada con la familia imperial y cuya súbita desaparición permitía suponer que había podido ser asesinada. Había pertenecido a la Semíramis del norte, pero Aldo le negó su admiración: le horrorizaban lo que en la profesión se conocía como «joyas rojas», las que se habían obtenido derramando sangre. No pudo evitar decir con severidad:

—¿Cómo ha conseguido este aderezo? Sé a quién pertenecía antes de la guerra y…

—¿Y se pregunta si se lo compré al asesino de la gran duquesa Natacha? Tranquilícese, fue ella misma quien me lo vendió… antes de desaparecer en Sudamérica con su mayordomo, del que se había enamorado perdidamente. Lo que acabo de revelarle es un secreto, pero creo que no me hará lamentar haberle enseñado estas joyas.

—Puede estar seguro. Nuestro secreto profesional es tan exigente como el de los médicos.

—Confieso que, pese a su reputación, no creí ni por un instante que las reconocería —dijo Kledermann, riendo—. Dicho esto, la gran duquesa hizo muy bien en irse a América antes de la revolución bolchevique. Por lo menos salvó su vida y parte de su fortuna.

Después de los diamantes, Morosini pudo admirar el famoso aderezo de amatistas, célebre en la reducida hermandad de los grandes coleccionistas, y algunas fruslerías más de menor importancia antes de pasar a explorar otras cajas fuertes y otros estuches. Vio la admirable esmeralda que había pertenecido al último emperador azteca y que Hernán Cortés había traído de México, dos de los dieciocho Mazarinos, una pulsera hecha con grandes diamantes procedentes del famoso Collar de la Reina, desmontadoy vendido en Inglaterra por la pareja La Motte, unos preciosos zafiros que habían pertenecido a la reina Hortensia, los prendedores de diamantes de Du Barry, unas fantásticas esmeraldas que habían brillado en el pecho de Aurengzeb, uno de los collares de perlas de la Reina Virgen y muchas maravillas más que Aldo, deslumbrado y sobre todo atónito, contemplaba boquiabierto: no imaginaba que la colección Kledermann pudiese ser tan importante. Una de las cajas guardaba todavía sus secretos.

—Aquí están las joyas de mi mujer —dijo el banquero—. Son mucho más bonitas cuando ella las lleva. Pero parece sorprendido…

—Sí, lo admito. Sólo conozco tres colecciones en todo el mundo comparables a la suya.

—Confieso que he puesto mucho empeño en ello, pero el mérito no es sólo mío. Mi abuelo fue quien empezó la colección, y le siguió mi padre. Bien, aquí está lo que le compré a ese americano.

Acababa de abrir otro estuche de terciopelo negro: cual el ojo de un cíclope puesto al rojo vivo en las forjas infernales, el rubí de Juana la Loca miró a Morosini.

Éste lo cogió con dos dedos y no necesitó un examen muy profundo para asegurarse de que era la piedra que tanto le había costado encontrar.

—No cabe ninguna duda —dijo—. Es la joya que me robaron en Praga.

Para más seguridad —aunque era improbable, no había que descartar la posibilidad de una falsificación—, salió al despacho, se sacó del bolsillo una lupa de joyero, la alojó en la cuenca de un ojo y se inclinó bajo la luz de la lámpara moderna que estaba encima de la mesa. Kledermann, inquieto, se apresuró a cerrar la cámara de los tesoros y se reunió con él.

—¡Fíjese! —dijo Aldo señalando con la uña un punto minúsculo en el reverso de la piedra y ofreciendo la lupa al banquero—. Mire esa estrella de Salomón imperceptible a simple vista. Le confirmará que se trata de una joya de origen judío.

Kledermann hizo lo que se le pedía y no tuvo más remedio que aceptar una evidencia que le desagradaba. No dijo nada enseguida, dejó el estuche sobre el vade de piel verde oscuro del escritorio, guardó dentro el rubí, después pulsó un timbre y fue a abrir la puerta.

—¿Tomará un poco más de café? Yo lo necesito.

—¿No teme que le produzca insomnio? —dijo Aldo con una semisonrisa.

—Tengo la capacidad de dormir cuando quiero. Pero ¿qué hace?

Morosini había sacado un talonario de cheques y una estilográfica, llevados expresamente, y estaba escribiendo en una esquina de la mesa.

—Un cheque de cien mil dólares —respondió con la mayor calma del mundo.

—No creo haber dicho que aceptaba devolverle la piedra —dijo el banquero con una frialdad polar que no impresionó a Morosini.

—¡No sé qué otra cosa puede hacer! —repuso éste—. Hace un momento hablábamos de «joyas rojas», y ésta lo es mucho más de lo que puede imaginar.

Kledermann se encogió de hombros.

—Es inevitable en una pieza cargada de historia. ¿Me permite que le recuerde la Rosa de York, ese diamante del Temerario que nos permitió conocernos en Londres? Usted la codiciaba tanto como yo y le tenía absolutamente sin cuidado su pasado trágico.

—En efecto, pero no era yo quien la había descubierto poniendo en peligro mi vida. Este caso es diferente. Vamos, piénselo —añadió Morosini—. ¿Realmente desea ver brillar en el cuello de su mujer una piedra que ha pasado decenas de años sobre un cadáver? ¿No le horroriza?

—Tiene usted la virtud de evocar imágenes desagradables —refunfuñó el banquero—. En realidad, ahora que conozco las aventuras de este rubí, ya no deseo regalárselo a mi mujer. Ella tendrá para su cumpleaños el collar que usted ha traído y yo me quedaré esta maravilla.

Aldo no tuvo tiempo de contestar: apartando más que abriendo la puerta, Dianora hizo una tumultuosa entrada de reina esparciendo a su alrededor el frescor de la noche unido a la suave fragancia de un perfume exquisito.

—¡Buenas noches, querido! —dijo con su hermosa voz de contralto—. Albrecht me ha dicho que está aquí el príncipe Morosini… ¡y es cierto! Es un placer volver a verlo, querido amigo.

Tendiendo las dos manos desenguantadas, se dirigía hacia Aldo cuando, de pronto, se detuvo y giró resueltamente hacia la derecha.

—¿Qué es eso?… ¡Dios mío!… ¡Es espléndido!

Tras quitarse el amplio abrigo ribeteado de zorro azul, a juego con el sombrero, lo dejó caer sobre la alfombra como si fuera un simple papel arrugado, se precipitó sobre el rubí y lo cogió antes de que su esposo pudiera impedirlo. Estaba radiante de contento. Con la piedra entre las manos, se acercó a Kledermann.