Diego Ramírez había hecho otra pausa para saciar su sed y Morosini empezó a preguntarse si le quedaría la suficiente lucidez para contar la historia que a él le interesaba por encima de todo.
—Si he entendido bien —dijo—, ya tenemos el decorado montado, la atmósfera creada… Vayamos ya a la historia de Catalina, por favor.
—Estoy a punto de llegar, no tema. Entre la creación de la Inquisición y el drama que nos ocupa sólo transcurrieron tres meses. Los dos primeros inquisidores, fray Juan de San Martín y fray Miguel de Morillo, ordenaron detener a los conversos más sospechosos. Unos monjes dominicos constituyeron el tribunal y lo establecieron en la fortaleza de Triana, en la otra orilla del río, y allí, a unos calabozos situados la mayoría de ellos por debajo del nivel de las aguas del Guadalquivir, fueron a parar varios de los personajes más ricos e influyentes de Sevilla.
—¿Diego de Susan, el padre de Catalina, fue uno de ellos?
—Todavía no. Pero congregó en la iglesia de San Salvador, que era una antigua mezquita, a los conversos que seguían libres. El tiempo apremiaba, el peligro se acercaba. Diego predicó la sublevación ante esos hombres, algunos de los cuales eran los principales magistrados de la ciudad. Había que reunir tropas, podían pagarlas, y con su ayuda apoderarse de Sevilla y del peligroso tribunal. Se repartieron las tareas: reclutar hombres, comprar armas, preparar el plan de lo que debía ser una auténtica guerra contra la Iglesia e Isabel. Ahí es donde aparece Catalina.
—¿Qué tenía que ver ella con esa conspiración?
—Más de lo que cree. Le bullía la sangre y estaba perdidamente enamorada de uno de los oficiales de la reina. La sola idea de perderlo la volvía loca. Y si los rebeldes ganaban, Miguel, el oficial en cuestión, sería uno de los primeros en caer. Así que…
—No me diga que denunció a su propio padre…
—Sí, y a todos los demás. Los encerraron en la fortaleza de Triana, donde fueron interrogados antes de hacerlos comparecer ante un consejo de legistas. Los menos culpables fueron condenados a penas de prisión; los jefes, a la hoguera. El 6 de febrero de 1481 se encendieron, no sólo en Sevilla sino en toda España, las primeras hogueras de la Inquisición. En atención al «servicio» prestado por su hija, Diego de Susan no fue conducido a una de ellas, pero, cuando lo llevaron a la catedral para que se retractara públicamente, rechazó de dientes afuera el cristianismo que lo había protegido durante mucho tiempo y se declaró judío practicante. Unos días más tarde, era arrojado al fuego junto con dos de sus cómplices. La ejecución tuvo lugar fuera de las murallas, en el Campo de Tablada, ante un público muy escaso: la peste aún merodeaba y un profundo malestar pesaba sobre Sevilla. Pero Catalina estaba allí, oculta bajo pobres vestiduras, y las llamas que devoraban a su padre se reflejaban en sus grandes ojos oscuros.
El mendigo tenía la mirada perdida. Parecía haber olvidado por completo el jardín salvaje y estar reviviendo la escena de horror que describía.
—Se diría… que usted también estaba presente —murmuró Morosini.
El comentario fue suficiente para devolverlo a la tierra. Miró unos instantes a su compañero sin decir nada.
—Puede que estuviera… Puede que lo haya soñado. En esta ciudad, el pasado nunca está muy lejos.
—¿Qué fue de ella?
—Se quedó sola. Su crimen fue de los que inspiran repugnancia. Con todo, ella pensaba que con el tiempo las cosas se arreglarían. Los bienes de su padre habían sido incautados, pero ella había conseguido conservar oro, sus alhajas y, sobre todo, un rubí que le habían prohibido llevar porque era una piedra sagrada y el más preciado tesoro secreto de Diego de Susan.
Al príncipe anticuario se le secó la garganta de golpe: ¿habría descubierto una pista?
—¿Una piedra sagrada? —susurró—. ¿Cómo es eso?
—Antiguamente…, mucho tiempo atrás, decoraba junto con once piedras más el pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. Todas juntas representaban las doce tribus de Israel. Pero no me pregunte cómo había llegado el rubí, símbolo de Judá, a las manos de Diego. Parece ser que había estado en poder de su familia desde hacía varias generaciones, pero para él era el signo tangible de su pertenencia profunda a la fe de Moisés.
El porrón estaba vacío. Morosini sacó otro de la bolsa, para alegría de su compañero, aunque esta vez él fue el primero en beber. La suerte acababa de hacerle descubrir un hilo conductor hacia la última piedra, la que Simón Aronov no sabía dónde estaba. Aquello merecía ser celebrado, aunque fuera con un simple trago de manzanilla. Aun cuando entre saber dónde se encontraba el rubí en el siglo XV y echarle el guante había una gran diferencia.
Agradecido, se secó los labios con el pañuelo y tendió el porrón a su compañero al tiempo que le preguntaba:
—Y Catalina quería lucir esa joya, ¿no?
—Por supuesto. Poco interesada por la religión, la Susona, como la llamaban, creía que el rubí haría eterna su belleza. Sin embargo, no fue capaz de conservarla.
—¿Se la robaron?
—No. La entregó voluntariamente. Hay que tener en cuenta que su, situación era peligrosa. La comunidad judía la había maldecido. Estaba sola y su amante, horrorizado por su crimen, le daba la espalda. Sólo podía escoger entre una existencia de apestada y el exilio, pero no se decidía a alejarse del hombre al que amaba. Fue entonces cuando encontró ayuda en un antiguo amigo de su padre, el obispo de Tiberias, un hombre codicioso y ambicioso. Éste consiguió convencerla de que le diera la joya para ofrecérsela a la reina Isabel, que tenía debilidad por los rubíes. A cambio, la Susona recibiría la protección real. Para la réproba, vivir bajo la égida de la soberana era acercarse a Miguel; antes o después, el joven acabaría por sucumbir de nuevo a sus encantos. De modo que le dio la piedra al obispo…
—… Y éste se la quedó.
—No, no. Se la dio a la reina e incluso abogó por la causa de la parricida presentándola como una persona muy unida a la Iglesia que rechazaba con repugnancia la conducta equívoca de su padre. Isabel, entonces, la hizo ingresar en un convento, pero no era eso lo que la Susona quería. Lo que ella quería era recuperar a Miguel. Debido a sus accesos de ira acabaron expulsándola. Después de eso, la única salida que le quedaba era la prostitución, y no la asustaba. Se instaló en esta casa que nadie había querido y que estaba abandonada. Mientras duró su maravillosa belleza, llevó aquí una vida vergonzosa. Con la edad vino la miseria y finalmente la muerte. Dicen que se había arrepentido y que exhaló el último suspiro en los peldaños de la capilla, pero, como usted mismo pudo constatar, la muerte no le reportó descanso. Catalina habita esta casa, perseguida por la maldición del pueblo judío.
—¿Se sabe algo de esa maldición? ¿Hay alguna redención posible para el alma en pena de Catalina?
—Quizá. Si lograse encontrar la piedra sagrada para devolvérsela a los hijos de Israel, la paz descendería sobre ella. Por eso todos los años sale de la casa en busca del rubí y sobre todo del hombre que acepte buscarlo por ella.
—¿Y siempre va a la Casa de Pilatos? ¿Es que el rubí del retrato es el que ella busca?
—Sí. La reina Isabel se lo regaló a su hija, Juana, cuando ésta se fue a los Países Bajos para casarse con el hijo del emperador Maximiliano, Felipe el Hermoso, que la volvió loca. Lo que no puedo decirle, señor, es qué pasó después con él. Le he contado todo lo que sé.
—Es mucho, y se lo agradezco —dijo Morosini, sacando del bolsillo un sobre que contenía la recompensa prometida—. Pero antes de despedirnos me gustaría entrar en la casa.
Diego Ramírez se metió el sobre bajo el blusón después de echar un rápido vistazo al interior, pero después hizo una mueca.
—No hay nada que ver salvo escombros, ratas y telarañas.
—¿Y Catalina? ¿No ha dicho que la habitaba?
—Por la noche. Sólo por la noche —respondió el mendigo, repentinamente nervioso—. Todo el mundo sabe que los fantasmas no se dejan ver durante el día.
—En tal caso, no hay nada que temer. ¿Viene?
—Prefiero esperarlo aquí…, pero no demasiado tiempo. Esa puerta no está cerrada con llave y se abre fácilmente… Puede verla desde aquí, detrás de la quinta columna de la galería de acceso.
Aldo no tuvo ninguna dificultad en penetrar en el universo desolado descrito por su compañero. Dos salas abandonadas bajo techos de cedro cuyas elegantes esculturas subsistían, algunas con un resto de color. Al fondo de la segunda, una escalera con las baldosas rotas subía hacia el piso superior, pero la oscuridad era tan densa que apenas si se veía.
Hacía frío en la casa abandonada. El ambiente olía a polvo, a moho y a otra cosa, algo indefinible que producía una sensación de tristeza al visitante. Era tan extraño que, pese a su valentía, Morosini notó que palidecía y que unas gotas de sudor le bañaban la frente. Incluso le dio un vuelco el corazón mientras avanzaba lentamente hacia los viejos peldaños. Al mismo tiempo, sentía, de un modo cada vez más angustioso, una presencia.
—¿Qué me ocurre? —masculló, sin pensar ni por un instante en retroceder—. ¿Acaso estaré convirtiéndome en médium, para que me afecte de esta forma lo invisible?
Y de pronto la vio, o más bien la percibió, pues no era más que un rostro de contornos mal definidos en medio de las sombras concentradas junto a la escalera, pero sin duda correspondía a la mujer a la que había seguido el día anterior. Semejaba una flor cubierta por un velo de bruma en medio de las tinieblas, una flor sin tallo pero capaz de expresar todo el sufrimiento del mundo. Las personas que padecían suplicios debían de tener esa expresión doliente. Entonces, casi a su pesar, Aldo dijo en un tono lleno de dulzura:
—Catalina, yo también busco el rubí, lo busco para devolvérselo al pueblo de Israel. Cuando lo haya encontrado, vendré a decírselo… y rezaré por usted.
Le pareció oír un suspiro y no vio nada más. Entonces, tal como acababa de prometer, pronunció en voz alta las palabras del padrenuestro, se santiguó y salió al jardín. La sensación de angustia experimentada un momento antes había desaparecido, dejándolo más fuerte y decidido que nunca. La misión que le había encargado Simón le parecía más noble aún si podía sumar a ella la salvación de un alma perdida.
El mendigo, que esperaba su regreso con aprensión, se acercó a él.
—¿Ya está satisfecho, señor?
—Sí, y le estoy muy agradecido por haberme traído aquí. Creo que en esta casa habrá ahora más tranquilidad. Si es que me ha entendido, claro…
—¿La ha visto? ¿Ha visto a la Susona?
—Quizás…, y le he prometido que buscaré el rubí para devolverlo a los suyos. Si lo consigo, vendré a decírselo.
Ramírez abrió los ojos como platos y hasta se olvidó del porrón de vino que no había soltado.
—¿Y de verdad cree que lo logrará? ¿Después de tanto tiempo? ¡Debe de estar usted más loco que yo, señor!
—No, lo que pasa es que mi oficio consiste en briscar joyas perdidas. Vayámonos ya. Espero que volvamos a vernos algún día.
—Yo me quedaré aquí un rato más… en compañía de este excelente vino. ¡Dios le guarde, señor!
Morosini dejó allí la bolsa y volvió andando al hotel. Después de la siesta, la ciudad despertaba, y era un placer caminar por sus estrechas calles cercadas de paredes blancas sobre las que velaba la torre rosa de la Giralda. Además, paseando y dándose un baño era como Aldo pensaba mejor.
El rito de la bañera vendría más tarde, antes de vestirse para ir a la cena que la reina daba esa noche en el Alcázar Real. A ésa no podía faltar. En primer lugar, para no perder la amistad de una dama tan encantadora como Victoria Eugenia. Y en segundo lugar, porque esperaba encontrar allí a un personaje al que el día anterior apenas había prestado atención, pero que quizá le fuese de cierta utilidad.
Se le había ocurrido una idea, y cuando esto sucedía, Aldo no era amigo de hacerla esperar. ¿Acaso la idea no es del género femenino?
2. El enamorado de la reina
Al llegar al Alcázar, Aldo encontró al hombre que buscaba cruzando con cautela el patio de las Doncellas y dando el brazo a un personaje calvo y de aspecto frágil que parecía tener dificultades para andar. Vestido con un traje ajado, cualquiera habría tomado a ese personaje por un oscuro funcionario retirado, de no ser porque lucía una ostensible insignia del Toisón de Oro de la que se podía deducir que se trataba de un grande de España, y era preciso que fuera así para que el arrogante marqués de Fuente Salada le manifestase tanta solicitud. Así pues, Morosini consideró que no era un buen momento para abordarlo. En cualquier caso, hacía falta alguien para hacer las presentaciones oficiales y el noble anciano tan augustamente condecorado era un desconocido para el veneciano, de modo que éste se dirigió hacia el salón de los Embajadores con la esperanza de encontrar allí a doña Isabel.
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