—¿Ha averiguado algo? —preguntó sin preámbulos.

—Sí, pero primero deme noticias de mi mujer.

—Está muy bien, no se preocupe. No tengo ningún interés en maltratarla mientras usted juegue limpio.

—¿Y cuándo me la devolverá?

—Cuando esté en posesión del rubí… o de una fortuna en joyas. Tiene mi palabra.

—De acuerdo. Las noticias son éstas: el rubí ha viajado a París, a la joyería Cartier, encargada de engastarlo entre diamantes, seguramente para hacer un collar. Lo ha llevado el propio Kledermann… y supongo que también irá él a buscarlo, aunque su esposa no ha podido decírmelo ya que, en principio, se trata de una sorpresa con motivo de su cumpleaños.

El americano reflexionó unos instantes mientras daba fuertes caladas a un puro enorme.

—¡Bien! —exclamó por fin, suspirando—. Vale más esperar a que esté aquí de vuelta. Ahora preste mucha atención. La noche de la fiesta, yo estaré en casa de los Kledermann; seguramente necesitarán personal suplementario. Cuando lo considere oportuno, le haré una seña y usted me conducirá a la cámara acorazada, a la que podré acceder porque usted va a explicarme cómo se abre. Después, volverá a los salones a vigilar, dando prioridad, por descontado, al banquero. Si hace amago de salir, deberá retenerlo. Ahora le toca hablar a usted. Soy todo oídos.

Morosini hizo una descripción bastante exacta del despacho del banquero y del modo de acceder a la cámara acorazada. No tenía ningún escrúpulo en informar al bandido, pues le reservaba una sorpresa de último minuto.

—Hay una cosa que debe saber —dijo al final de su exposición—: la llave que abre el panel de la cámara acorazada, la lleva Kledermann colgada al cuello, y no tengo ni idea de cómo podría conseguirla.

La noticia no hizo ninguna gracia a Ulrich. Masculló algo entre dientes, pero Aldo se equivocaba si creía que iba a darse por vencido. Al cabo de unos instantes, el semblante ensombrecido del americano se iluminó.

—Lo importante es saberlo —concluyó.

—No tendrá intención de matarlo, ¿verdad? —dijo Morosini secamente—. Si es así, no cuente conmigo.

—¿Acaso lo quiere más que a su mujer? Tranquilo, pienso resolver este nuevo problema a mi manera… y sin demasiada violencia. Yo soy un gran profesional, entérese bien. Y ahora preste atención a lo que voy a decirle.

Con mucha claridad, explicó a Aldo lo que tendría que hacer, sin sospechar que el hombre al que creía tener en sus manos estaba completamente decidido a hacer lo imposible para recuperar el rubí sin permitir, sin embargo, que el alegre Ulrich se esfumara con una de las mejores colecciones de joyas del mundo. Cuando hubo terminado, Morosini se limitó a decir en el mejor estilo de Chicago:

—OK, amigo, entendido.

Lo que no dejó de sorprender a su interlocutor, aunque se abstuvo de hacer comentario alguno. Finalmente, los dos hombres se separaron para volver a encontrarse la noche del 16 de octubre.

11. El cumpleaños de Dianora


Fieles al estilo de las fachadas, los salones de recepción de la «villa» Kledermann se inspiraban en la Italia del Renacimiento para su decoración interior. Columnas de mármol, techos con artesones iluminados y dorados, muebles severos y alfombras antiguas ofrecían un digno marco a algunos bellísimos lienzos: un Rafael, dos Carpaccio, un Tintoretto, un Tiziano y un Botticelli, que confirmaban la riqueza de la casa todavía más que la suntuosidad ambiental. Aldo felicitó a Kledermann cuando, tras haber dado una vuelta por el salón, volvió hacia él.

—Se diría que no sólo colecciona joyas.

—Bueno, es una pequeña colección hecha sobre todo para tratar de retener más a menudo a mi hija en esta casa, que no es de su gusto.

—A su mujer sí le gusta, supongo.

—Decir eso es quedarse corto. A Dianora le encanta. Dice que está hecha a su medida. Yo, personalmente, estaría muy a gusto en un chalé en la montaña, siempre y cuando pudiera instalar allí mi cámara acorazada.

—En cualquier caso, espero que se encuentre bien. ¿No recibe a los invitados con usted?

—Esta noche no. Usted que la conoce desde hace tiempo seguramente sabrá que le gusta crear expectación. De modo que aparecerá cuando todos los invitados a la cena hayan llegado.

La velada se dividía en dos partes, una costumbre bastante frecuente en Europa: una cena para las personalidades importantes y los íntimos —unos sesenta— y un baile que contaría con una asistencia diez veces mayor.

Adalbert hizo, con la mayor naturalidad del mundo, la pregunta que a Aldo le quemaba la lengua:

—Tengo la impresión de que vamos a asistir a una fiesta magnífica. ¿Veremos a la señorita Lisa?

—Me extrañaría. Mi niña salvaje detesta estos «grandes montajes mundanos», como ella los llama, casi tanto como este marco, que le parece demasiado suntuoso. Le ha mandado a mi mujer unas flores magníficas acompañadas de unas palabras afectuosas, pero no creo que vaya más allá de eso.

—¿Y dónde está en estos momentos? —preguntó Morosini, que empezaba a envalentonarse.

—Debería preguntárselo al florista de la Bahnhofstrasse. Yo no tengo ni la menor idea… Señor embajador, señora, es un gran honor recibirlos esta noche —añadió el banquero, dando la bienvenida a una pareja que sólo podía ser inglesa.

Naturalmente, los dos amigos se habían apartado de inmediato y estaban dando otra vuelta por los salones, decorados para la ocasión con una infinidad de rosas y orquídeas, realzadas, al igual que las mujeres presentes, por la iluminación, de la que había sido desterrada la fría electricidad. Unos enormes candelabros de pie cargados de largas velas eran los únicos admitidos a lo que debía ser el triunfo de Dianora. Un verdadero ejército de sirvientes con librea al estilo inglés, bajo las órdenes del imponente mayordomo, velaban por el confort de los invitados, entre los que la flor y nata de la banca y la industria suizas se codeaba con diplomáticos extranjeros y hombres de letras. Ningún artista, pintor o actor figuraba entre esta multitud de elegancia diversa, pero cuyas mujeres lucían valiosas joyas, algunas de ellas antiguas. Quizá los invitados al baile serían menos estirados, pero por el momento estaban entre personas importantes y serias.

Aldo no había tenido ninguna dificultad en localizar a Ulrich nada más llegar; tal como había predicho, el gánster, transformado en sirviente de aspecto intachable, había conseguido que lo contrataran y se ocupaba del guardarropa situado junto a la gran escalera, donde se amontonaba ya una fortuna en pieles. Ulrich se limitó a intercambiar con él una mirada. Estaba acordado que, durante el baile, Morosini acompañaría a su extraño socio al despacho del banquero y le daría las indicaciones necesarias.

Por los salones circulaban sirvientes con bandejas cargadas de copas de champán. Adalbert cogió dos y ofreció una a su amigo.

—¿Conoces a alguien? —preguntó.

—Absolutamente a nadie. No estamos en París, en Londres o en Viena, y no tengo ningún pariente, ni siquiera lejano, a quien presentarte. ¿Te sientes solo?

—El anonimato tiene sus ventajas. Es bastante relajante. ¿Tú crees que veremos el rubí esta noche?

—Supongo. En cualquier caso, el emisario de nuestro amigo ha hecho gala de una discreción y una habilidad ejemplares. Nadie ha visto nada de nada.

—No. Théobald y Romuald se han relevado para vigilar la entrada de Cartier, pero no les ha llamado la atención nada. El tal Ulrich tenía razón: tratar de interceptar la joya en París era imposible… ¡Dios bendito!

Todas las conversaciones se habían interrumpido y la piadosa exclamación de Adalbert resonó en el súbito silencio, resumiendo el estupor admirativo de los invitados: Dianora acababa de aparecer en la entrada de los salones.

Su largo vestido de terciopelo negro, provisto de una pequeña cola, era de una sobriedad absoluta y Aldo, con el corazón encogido, vio por un instante el retrato de su madre pintado por Sargent, que era uno de los ornamentos más hermosos de su palacio de Venecia. El vestido que Dianora llevaba esa noche, al igual que el de la difunta princesa Isabelle Morosini, dejaba desnudos los brazos, el cuello y los hombros, mientras que un ligero drapeado cubría el pecho y se repetía en la cintura. Dianora había admirado tiempo atrás ese retrato y se había acordado de él al encargar su atuendo para esa noche. ¿Qué mejor estuche que su carne luminosa podía ofrecer, efectivamente, al fabuloso rubí que brillaba en su escote? Porque allí estaba el rubí de Juana la Loca, lanzando sus destellos maléficos en medio de una guirnalda compuesta de magníficos diamantes y de otros dos rubíes más pequeños. Contrariamente a la costumbre, en los brazos y las orejas de la joven no brillaba ninguna joya. Ninguna tampoco en la seda plateada de su magnífica cabellera, recogida en un moño alto para dejar despejado el largo cuello. Como único recordatorio del fascinante color de la joya, unos zapatos de satén púrpura asomaban bajo el oleaje oscuro del vestido al ritmo de sus pasos. La belleza de Dianora esa noche dejaba sin respiración a todas aquellas personas que la miraban avanzar sonriente. Su esposo se había acercado a ella enseguida y, después de haberle besado la mano, la conducía hacia sus invitados más importantes.

—¡Échame una mano! —susurró Vidal-Pellicorne, que no andaba mal de memoria—. ¿Tu madre lleva el zafiro en el retrato de Sargent?

—No. Sólo un anillo: una esmeralda cuadrada. ¿Tú también te has dado cuenta de que es el mismo vestido?

De pronto se rompió el silencio. Alguien había empezado a aplaudir y todo el mundo lo imitó con entusiasmo. Pasaron a la mesa rodeados de una verdadera atmósfera de fiesta.

La cena, servida en porcelana antigua de Sajonia, corladura y preciosas copas grabadas en oro, fue lo que debía de ser para los dos extranjeros en tales circunstancias: magnífica, suculenta y aburrida. El caviar, la caza y las trufas se sucedieron, escoltados de asombrosos caldos franceses, pero lo que carecía de atractivo era el vecindario. A Aldo le había tocado una glotona empedernida, muy amable, eso sí, pero cuya conversación giraba únicamente en torno a la cocina. Su otra vecina de mesa, flaca y seca bajo una cascada de diamantes, no comía nada y hablaba menos aún. Así pues, el veneciano veía desfilar los platos con una mezcla de alivio y de temor. A medida que avanzaban hacia el postre, se acercaba el momento en que tendría que representar uno de los papeles más difíciles de su vida: guiar a un ladrón hasta los tesoros de un amigo, y hacerlo de manera que no se llevase nada. ¡La cosa no era sencilla!

Adalbert, por su parte, se encontraba mejor acompañado: frente a él había descubierto a un profesor de la Universidad de Viena muy versado en el mundo antiguo, y desde el comienzo de la cena los dos, indiferentes a sus compañeras, intercambiaban alegremente hititas, egipcios, fenicios, medas, persas y sumerios con un apasionamiento cuidadosamente alimentado por los sumilleres encargados de sus copas. Estaban tan atrapados por el tema que hicieron falta algunos enérgicos «¡chsss!» para que el burgomaestre de Zúrich pudiera dirigir a la señora Kledermann un encantador y breve discurso en honor de su cumpleaños, que les permitía disfrutar a todos de una fiesta tan espléndida. El banquero dijo también unas palabras amables para todos y tiernas para su mujer. Finalmente, se levantaron de la mesa a fin de dirigirse al gran salón de baile, situado al otro lado de la gran escalera y decorado con plantas y una profusión de rosas, que daba a un invernadero y a un salón preparado para los jugadores. Una orquesta cíngara, cuyos componentes vestían dolmanes rojos con alamares negros, relevó al cuarteto de cuerda que había acompañado, invisible y presente, la cena. Los invitados al baile empezaban a llegar, trayendo consigo el fresco del aire nocturno. Ulrich y sus compañeros estaban muy ocupados en los guardarropas. La aventura estaba prevista para cuando la fiesta estuviese en marcha.

Poco antes de medianoche, Aldo pensó que el momento se acercaba y hubiera pagado lo que fuese para evitarlo. La mayoría de los invitados había llegado. Kledermann se había concedido la tregua de una partida de bridge con tres caballeros de semblante grave. En cuanto a Dianora, liberada de sus deberes de anfitriona, acababa de aceptar bailar con Aldo.

Era la primera vez que conseguía acercarse a la joven desde el principio de la velada. En ese momento la tenía entre sus brazos mientras bailaban un vals inglés y podía apreciar en su justo valor la luminosidad de su tez, la finura de su piel, la sedosa suavidad de sus cabellos y el fulgor triunfal del rubí resplandeciendo en el centro de su escote. No podía evitar dedicarle un cumplido.