—Cartier ha hecho una maravilla —dijo—, pero habría sido igual de suntuoso con otra piedra.

—¿Tú crees? Un rubí de este tamaño no se encuentra fácilmente, y a mí me parece cautivador.

—Pues a mí me parece detestable. ¡Dianora, Dianora! ¿Por qué no quieres creer que llevando esa maldita piedra estás en peligro?

—No la llevaré muy a menudo. Una joya de este valor pasa mucho más tiempo en las cajas fuertes que sobre su propietaria. En cuanto acabe el baile, volverá a la cámara acorazada.

—Y tú no pensarás más en él. Habrás tenido lo que querías: una piedra espléndida, un momento de triunfo. ¿Sabes que no voy a dejar de temer por ti?

Ella le dedicó la más deslumbradora de las sonrisas estrechándose un poco contra él.

—¡Qué agradable es oír eso! ¿Vas a pensar en mí sin parar? ¿Y quieres que me separe de una joya tan mágica?

—¿Has olvidado nuestra última conversación? Amas a tu marido, ¿no?

—Sí, pero eso no quiere decir que renuncie a mimar algunos buenos recuerdos. Y creo que tú me has dado los más bonitos —añadió, poniéndose seria. Pero Aldo había dejado de mirarla.

Observaba con estupor al trío que, con una sonrisa en los labios, estaba cruzando el umbral de la sala. Un hombre y dos mujeres: Sigismond Solmanski, Ethel y… Anielka. Aldo dejó de bailar.

—¿Qué hacen aquí? —masculló entre dientes.

Dianora, sorprendida al principio por la interrupción, había seguido la dirección de su mirada.

—¿Ellos? Ah, no me acordaba de que hace dos o tres días me encontré al joven Sigismond y a su esposa y los invité. Somos viejos amigos, ya lo sabes: estaba con él cuando nos encontramos en Varsovia. Lo que no sabía era que su hermana estaba aquí y que pensaba traerla. Pero, ahora que caigo, ¿tú no sabías que tu mujer estaba en Zúrich?

—No, no lo sabía. Dianora, debes de estar loca para haber invitado a esa gente. ¡No es a ti a quien vienen a ver, sino lo que llevas en el cuello!

La señora Kledermann miró unos instantes con inquietud la máscara súbitamente tensa y pálida de su compañero de baile, al tiempo que acercaba una mano al collar.

—¡Estás asustándome, Aldo!

—¡Por fin!

—Perdona…, debo ir a recibirlos. Es… es mi deber.

Adalbert también había visto al grupo y se abría paso entre la multitud formada por los bailarines para reunirse con su amigo.

—¿Qué vienen a hacer ésos aquí? —murmuró.

—Es una pregunta a la que debes de poder contestar tan bien como yo. En cualquier caso —añadió Morosini con sarcasmo—, lo que sí puedes constatar es que, para tratarse de una pobre criatura secuestrada y en peligro de muerte, Anielka no tiene muy mal aspecto.

—Pero ¿por qué te dijo Ulrich que la había secuestrado?

—Porque creyó que podía decirlo y porque a su manera es una especie de ingenuo. Es probable que esta sorpresa no le haga más gracia que a mí. De todas formas, voy a aclarar esto enseguida.

Y, sin querer escuchar nada más, se dirigió hacia la puerta dando un rodeo bastante largo para permitir a Dianora acompañar a sus invitados hasta un bufé y dejarle así el campo libre. Aldo no tenía ningunas ganas de intercambiar saludos de cumplido con sus peores enemigos en nombre de no se sabe qué código de buenas maneras cargado de hipocresía.

Encontró a Ulrich junto al arranque de la escalera, con un pie en el primer escalón como si quisiera subir pero no se decidiera a hacerlo. Tenía el semblante sombrío y la mirada llena de inquietud, lo que no hizo sino animarlo a acercarse con más determinación.

—¡Venga! —dijo entre dientes—. Tenemos que hablar.

Intentó conducirlo hacia el exterior, pero el bandido se resistió.

—¡Por ahí no! Hay un sitio mejor.

Los dos hombres se adentraron en las profundidades del guardarropa, prácticamente desierto después de que Ulrich le hubiera pedido a uno de sus ayudantes que lo sustituyera. En el lugar reinaba la calma, los ruidos de la fiesta quedaban amortiguados por el grosor de los abrigos, las capas y demás prendas. Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Morosini se abalanzó sobre su compañero y lo agarró por las solapas.

—¡Quiero una explicación!

—¡No hace falta que me zarandee! ¡Hablaré igualmente aunque no lo haga!

El hombre estaba molesto, pero no le temblaba la voz, y Morosini lo soltó.

—¿Por qué no? ¡Vamos, estoy esperando! Explíqueme cómo es que mi mujer, a la que tenía secuestrada, acaba de entrar en el baile luciendo un vestido de fiesta.

Mientras hablaba, Morosini había sacado su pitillera y extraído un cigarrillo, al que dio unos golpecitos contra el estuche de oro antes de encenderlo. Ulrich carraspeó.

—¿No tendrá uno para mí? Llevo horas sin fumar.

—Cuando me haya contestado.

—Pues es muy sencillo. Ya le dije que Sigismond no me inspira mucha confianza, y desde que el viejo está más o menos fuera de servicio desconfío de todo. Así que decidí pensar un poco en mí. Como me habían encargado vigilarlo, se me ocurrió presionarlo de alguna manera y arramblar, gracias a usted, con la mayor parte del botín. Por eso le hice creer que tenía a su esposa, y pareció funcionar.

—Sólo lo pareció. Por si le interesa saberlo, estuve en un tris de decirle que se la quedara, pero dejemos eso a un lado. ¿Cómo es que ha venido con los Solmanski?

—Eso no lo sé. Cuando la he visto, he pensado que el techo se me venía encima.

—¿Y ellos lo han visto a usted?

—No, me he quitado de en medio enseguida. ¿Ya no va a ayudarme a coger lo que hay ahí arriba? —preguntó, dirigiendo una mirada hacia el techo.

—No, pero quizá pueda ofrecerle una… compensación.

Los ojos sin vida del gánster se animaron un poco.

—¿Qué?

—Un precioso collar de rubíes que está en la caja fuerte del hotel y que había traído para cambiarlo por la piedra que Kledermann le compró a su amigo Saroni.

—¡Menudo imbécil! ¡Mira que intentar actuar por su cuenta!

—Eso es justo lo que está usted haciendo. Pero le propongo salir bien parado de ésta… y llevarse mi collar, si me ayuda a echar el guante a la banda. Para empezar, ¿qué han venido a hacer los Solmanski aquí esta noche?

—Le juro que el primer sorprendido he sido yo. Aunque no es muy difícil de adivinar: van a intentar apoderarse del rubí. Ahora que además está rodeado de un montón de diamantes, el negocio es redondo.

—Eso es ridículo. Kledermann no se chupa el dedo y debe de tener policías de paisano por todas partes.

—Yo le digo lo que pienso. Oiga, ¿y ese collar es interesante?

—Acabo de decirle que pensaba cambiarlo por el rubí. Vale como mínimo cien mil dólares.

—Sí, pero no lo lleva encima. ¿Qué me garantiza que lo tendré si le ayudo?

—Mi palabra. Jamás he faltado a ella, pero soy capaz de matar a cualquiera que la ponga en duda. Lo que quiero saber…

Una detonación lo interrumpió, seguida casi inmediatamente de una tormenta de gritos y exclamaciones. Los dos hombres permanecieron inmóviles y se miraron.

—Ha sido un disparo —dijo Ulrich.

—Voy a ver qué ha pasado. Quédese en el guardarropa, volveré.

Salió corriendo, pero tuvo verdaderas dificultades para abrirse paso entre la multitud que se agolpaba delante de uno de los bufés de refrescos y a la que tres sirvientes se esforzaban en hacer retroceder. Lo que descubrió al final de su recorrido lo dejó sin respiración: Dianora estaba tendida sobre el parqué, con la cara contra el suelo y la espalda ensangrentada. Varias personas estaban inclinadas a su alrededor, entre ellas su esposo, doblado en dos de dolor y sujetando la cabeza de su mujer con las manos.

—¡Dios mío! —susurró Aldo!—. ¿Quién ha hecho eso?

Alguien a quien ni siquiera vio le contestó:

—Le han disparado desde el exterior a través de esa ventana. ¡Es horrible!

Uno de los sirvientes parecía estar tomando las riendas de la situación. Cuando hubo declarado que pertenecía a la policía, nadie se opuso. Empezó por apartar a los que se habían agachado junto al cuerpo, entre los que estaba Anielka. Al levantarse, la joven se encontró cara a cara con Aldo.

—¡Vaya! ¿Tú aquí?

—Lo mismo te pregunto yo: ¿qué haces aquí?

—¿Por qué no iba a estar, puesto que estás tú?

—Cállense de una vez —ordenó el policía—. No es ni el lugar ni el momento adecuados para discutir. ¿Quiénes son ustedes?

Aldo se identificó y a continuación identificó a su mujer, pero ésta tenía algo más que decir:

—Debería preguntarle a mi querido marido dónde estaba cuando han disparado a la señora Kledermann. Casualmente, no se encontraba en la sala.

—¿Qué intentas insinuar? —gruñó Aldo, dominado por un irreprimible deseo de abofetear aquel rostro insolente.

—No insinúo nada. Digo que podrías muy bien ser tú el asesino. ¿Acaso no tenías motivos de sobra para matarla? En primer lugar, para apoderarte del collar…, o por lo menos del gran rubí que forma parte de él. No quiso vendértelo cuando viniste a verla hace diez días, ¿verdad?

Aldo miró a la joven furia con estupor. ¿Cómo demonios podía saber eso? A no ser que hubiera en casa de los Kledermann un espía a sueldo de Solmanski…

—Cuando una dama me invita a tomar el té, suelo aceptar. En cuanto a ti, recuerda el apellido que llevas y no te comportes como una cualquiera.

—¿El té? ¿En serio? ¿Tenías la costumbre de tomarlo cuando eras su amante?

El policía ya no trataba de interrumpir a aquella pareja que se decía cosas tan interesantes, pero al pronunciarla joven la última palabra, Kledermann levantó la cabeza y, dejando el cuerpo inerte en manos de un médico que se encontraba en la sala, se acercó. En su mirada sombría, la desesperación dejaba paso a un estupor indignado:

—¿Usted era su amante? ¿Usted…, a quien…?

—Lo fui cuando era la condesa Vendramin, pero la guerra nos separó. Definitivamente.

—Yo puedo atestiguarlo —dijo Adalbert, que acababa de llegar—. No tiene nada que reprocharle, Kledermann, ni a él ni a su mujer. Lo que ocurre es que la señora… Morosini obsequia a su marido con su rencor desde que él ha solicitado la anulación de su matrimonio. Diría cualquier cosa para perjudicarlo.

—Se nota que es su amigo —dijo Anielka, más venenosa que nunca—. Pero usted también quería el rubí, así que su virtuoso testimonio…

—¿El rubí? ¿Qué rubí? —intervino el policía.

—¡Pues éste! —dijo el banquero, volviéndose hacia el cuerpo—. Pero…

Se arrodilló y deslizó una mano por debajo de los cabellos de su mujer para apartarlos del cuello. Con una infinita dulzura, ayudado por el médico, le dio la vuelta al cuerpo: el collar había desaparecido.

—¡Han matado a mi mujer para robarle! —gritó, dominado por la furia—. ¡Quiero al asesino y quiero también al ladrón!

—Es fácil —dijo Anielka—. Tiene a los dos delante de usted. Uno ha disparado y el otro ha aprovechado el tumulto para apoderarse del collar.

—Si se refiere a mí —saltó Vidal-Pellicorne—, estaba en el salón de juego cuando ha sucedido. Usted estaba más cerca, usted o… su hermano. Por cierto, ¿dónde se ha metido?

—No sé, estaba aquí hace un momento, pero mi cuñada es muy impresionable y ha debido de acompañarla fuera.

—Comprobaremos todo eso —intervino de nuevo el policía—. Caballeros, con su permiso voy a cachearlos.

Aldo y Adalbert se dejaron registrar de muy buen grado y, por supuesto, no les encontraron nada.

—Yo en su lugar —dijo Morosini— iría a ver si la condesa Solmanska se encuentra mejor y a comprobar lo que su esposo lleva en los bolsillos.

—Enseguida nos ocuparemos de eso. Pero primero debo señalarle que no me ha dicho dónde estaba en el momento en que han disparado contra la señora Kledermann.

—Estaba conmigo, inspector.

Ante los ojos maravillados de Aldo, Lisa había salido de detrás de una columna y avanzaba hacia su padre, a quien asió una mano con ternura.

—¿Tú aquí? —dijo éste—. Creía que no querías asistir a la fiesta.

—Cambié de opinión. Estaba bajando la escalera para ir a darle un beso a Dianora cuando vi a Aldo…, quiero decir al príncipe Morosini, salir de la sala con la clara intención de ir a fumar un cigarrillo fuera. Me sorprendió verlo, y me alegré porque somos viejos amigos. Nos saludamos y salimos juntos.

—¿Estaban fuera y no vieron nada? —refunfuñó el policía.

—Estábamos en el lado opuesto al salón de baile. Ahora, inspector, le ruego que deje a todas estas personas regresar a su casa. No tienen nada que ver con el asesinato y desde luego su autor no está entre ellas.