—Antes de dejarlos irse, les preguntaremos si han visto algo. Mire, ya llegan mis hombres —añadió mientras un grupo de policías entraba en la sala.

—Comprenda que mi padre necesita tranquilidad, que queremos estar solos y que quizá sería preferible no dejar a su esposa tendida en el suelo.

El tono de Lisa era severo. El inspector cedió inmediatamente.

—Trasladaremos a la señora Kledermann a sus aposentos y podrá ocuparse de ella… Yo me encargo de todo lo demás. Caballeros —añadió, volviéndose hacia Aldo y Adalbert—, háganme el favor de quedarse un momento para aclarar ciertos detalles. Usted también, señora, por supuesto… Pero ¿dónde está? —exclamó al constatar que Anielka había desaparecido.

—Ha dicho que iba a buscar a su hermano —dijo un sirviente.

—Está bien, la esperaremos.

Dos agentes se acercaban para retirar el cuerpo de la desdichada Dianora, pero su esposo se interpuso:

—¡No la toquen! La llevaré yo.

Con una fuerza que parecía incompatible con su largo cuerpo delgado, el banquero levantó la forma inerte y se dirigió con paso decidido hacia la gran escalera. Su hija se dispuso a seguirlo, pero Aldo intentó retenerla:

—¡Lisa! Quisiera decirle…

Ella le dirigió una débil sonrisa.

—Sé todo lo que podría decirme, Aldo, pero no es el momento. Ya nos veremos. Por ahora, el que me necesita es él.

Con el corazón encogido, Morosini miró cómo su delgada figura blanca seguía la cola de terciopelo negro que se deslizaba detrás de Kledermann. El inspector se acercó a Morosini.

—¿Hace mucho tiempo que conoce a la señorita Kledermann?

—Unos años, pero llevaba meses sin verla y me he alegrado mucho de encontrarla aquí esta noche.

El policía, que sin duda jamás imaginaría lo feliz que le había hecho la aparición de la joven, no insistió en esa cuestión.

—Su mujer tarda mucho en volver —dijo—. Voy a buscarla.

Aldo no se atrevió a acompañarlo. Junto a la puerta, varios agentes anotaban los nombres de los invitados y hacían constar la ausencia de testimonios antes de dejarlos marchar. Éstos, resignados, formaban una larga cola que poco a poco se reducía. Aldo cogió un cigarrillo después de haber ofrecido otro a su amigo. Los dos hombres, conscientes de estar rodeados de policías, no decían nada. Cuando por fin el inspector —se llamaba Grüber— regresó, estaba de un humor de perros.

—¡No he encontrado a nadie!… ¡A nadie!… Y en el guardarropa me han dicho que la dama del vestido de lentejuelas negras había recogido su abrigo hacía un momento. En cuanto a la cuñada, no sé si se encontraba mal, pero en el guardarropa también han visto, poco después del disparo, a un apuesto joven moreno acompañado de una dama con un vestido azul cielo que lloraba desconsoladamente pero no parecía a punto de desmayarse. Y han salido de la casa como alma que lleva el diablo.

«Tenían sus motivos —pensó Aldo—. Llevaban el collar que Sigismond o la propia Anielka han birlado.» No obstante, se guardó mucho de expresar su opinión, pues eso sólo le habría servido para incrementar las sospechas que recaían sobre él. De todas formas, no se libró de las preguntas de Grüber.

—En cualquier caso —dijo éste, sacando un cuaderno de notas—, es su familia, así que deme sus direcciones.

—La única dirección que conozco de un cuñado que no cuenta con mi aprecio es el palacio Solmanski, en Varsovia. Su mujer es norteamericana y creo recordar que en la otra orilla del Atlántico viven en Long Island, en Nueva York. En cuanto a… mi «mujer», vive en Venecia, en el palacio Morosini.

El policía se puso colorado.

—¡No se burle de mí! Lo que quiero es la dirección de aquí.

—¿La mía? Hotel Baurau-Lac —contestó Aldo con la mayor calma del mundo—. Pero no piense que ellos están instalados también ahí. Ignoro dónde se alojan.

—¿Quiere hacerme creer que su mujer no vive con usted?

—Tendrá que creerlo, porque es un hecho. Ya ha visto hace un momento las relaciones tan afectuosas que mantenemos. Yo he sido el primer sorprendido de verla aquí; creía que estaba en los lagos italianos con una prima.

—Los encontraremos. ¿Tienen amistades aquí?

—No lo sé. En cuanto a las mías, se reducen a la familia Kledermann.

—¡Perfecto! Puede regresar a su hotel, pero seguramente tendré que volver a verlo. No se marche de Zúrich sin mi autorización.

—¿Podemos despedirnos de la señorita Kledermann antes de irnos?

—No.

Los dos hombres se dieron por enterados y fueron a buscar sus abrigos. Fue Ulrich quien le dio el suyo a Morosini.

—¿Sabe dónde viven? —preguntó este último.

—Sí. Dentro de una hora nos vemos en su habitación.

El gánster medio arrepentido cumplió su palabra. Una hora más tarde, llamaba a la puerta de la habitación, donde los dos amigos lo esperaban tras haber prevenido al recepcionista de que esperaban una visita y pedido una botella de whisky. Cuando le abrió la puerta, Aldo temió que se desvaneciera entre sus brazos. Ulrich, habitualmente pálido, estaba más blanco que el papel, y Morosini, después de indicarle un sillón, le tendió un vaso bien lleno que el gánster vació de un trago.

—¡Buenas tragaderas! —exclamó Adalbert—. Pero un malta puro de veinte años merecería otro tratamiento.

—Le prometo que degustaré el segundo —dijo el hombre tratando de sonreír—. Le juro que lo necesitaba.

—Si no me equivoco, usted no estaba al corriente de lo que iba a pasar.

—Así es. Ni siquiera sabía que los Solmanski iban a ir a la fiesta. ¡Así que, lo del asesinato…!

—No era tan sensible cuando nos conocimos en Vésinet —observó Aldo.

—Que yo sepa, aquella noche no maté a nadie. Entérese de que yo sólo mato en defensa propia. Me horroriza el asesinato gratuito.

—¿Gratuito? —repuso Adalbert en tono irónico—. No parece el término más apropiado estando en juego un collar que debe de valer dos o tres millones. Porque, evidentemente, han sido sus amigos los que lo han birlado.

—Dejémonos de charla —cortó Aldo—. Me ha dicho que sabe dónde están, así que tómese otra copa y llévenos.

—¡Eh, un momento! Hablando de collares, usted me ha prometido uno. Me gustaría verlo.

—Está en la caja fuerte del hotel. Cuando volvamos se lo daré. Se lo repito: tiene mi palabra.

Ulrich sólo observó un instante la mirada de frío acero del príncipe anticuario:

—OK, cuando volvamos. Otra cosa: les aconsejo que vayan armados.

—Tranquilo, sabemos a quién nos enfrentamos —dijo Adalbert, sacando un imponente revólver del bolsillo del pantalón.

Cuando habían llegado al hotel, Aldo y él habían cambiado el traje de etiqueta por unas prendas más apropiadas para una expedición nocturna.

—¿Vamos?

Apretujados en el Amilcar del arqueólogo, los tres hombres se dirigieron hacia la orilla meridional del lago.

—¿Está lejos? —preguntó Aldo.

—A unos cuatro kilómetros. Si conocen la zona, está entre Wollishofen y Kilchberg.

—Lo que me sorprende —dijo Aldo— es que usted conozca tan bien Zúrich y sus alrededores.

—Mi familia es originaria de por aquí. Ulrich no es un nombre americano, y mi apellido es Friedberg.

—¡Acabáramos!

Estaban dando las tres en la iglesia de Kilchberg cuando el coche llegó a la entrada del pueblo. Un olor inesperado acarició la nariz de los viajeros.

—¡Huele a chocolate! —dijo Adalbert, aspirando con fruición.

—La fábrica Lindt y Sprüngli está a un centenar de metros —lo informó Ulrich—. Mire, ahí está la casa que buscan —añadió, señalando a orillas del lago un gran chalé antiguo cuya estructura entramada, embellecida por una decoración pintada, se podía admirar gracias a la claridad de la noche.

Un bonito jardín lo rodeaba. Adalbert se limitó a echar un vistazo y fue a aparcar el coche, bastante ruidoso, un poco más lejos. Regresaron andando y se quedaron mirando la casa, cuyas contraventanas cerradas parecían indicar que sus habitantes estaban durmiendo.

—Es curioso —observó Ulrich—. No hace mucho que han vuelto, y no son de los que se van corriendo a la cama.

—Sea como sea —dijo Morosini—, yo no he venido aquí para contemplar una casa vieja. La mejor forma de saber lo que pasa dentro es ir a verlo. ¿Alguno sabe abrir esa puerta?

Por toda respuesta, Adalbert se sacó del bolsillo un estuche que contenía diversos objetos metálicos, subió los dos escalones de la entrada y se agachó delante de la hoja. Ante la mirada admirativa de Aldo, el arqueólogo hizo una brillante demostración de sus talentos ocultos abriendo sin hacer ruido y en unos segundos una puerta bastante imponente.

—Podemos entrar —susurró.

Guiados por la linterna confiada a Ulrich, los tres hombres avanzaron por un pasillo embaldosado que daba, a un lado, a una vasta estancia amueblada en cuya gran chimenea de piedra aún ardían algunas brasas. Al otro lado del pasillo estaba la cocina, donde flotaban olores de choucroute, y al fondo del pasillo, una escalera de madera labrada conducía a los pisos superiores, de dimensiones cada vez más reducidas a medida que se subía, a causa de la doble pendiente del tejado. Empuñando las armas, los tres hombres exploraron la planta baja; luego, con infinitas precauciones, empezaron a subir la escalera, cubierta con una alfombra. En el primer piso encontraron cuatro habitaciones vacías. Las del segundo piso también lo estaban, y en todas había rastros de una marcha precipitada.

—No hay nadie —concluyó Adalbert—. Acaban de irse.

—Es la mejor prueba de que tienen el collar —gruñó Morosini—. Han tenido miedo de que la policía los descubriera.

—Habría podido pasar bastante tiempo antes de que los encontraran —observó Ulrich—. Zúrich es grande, y los alrededores todavía más.

—Tiene razón —dijo Aldo—. ¿Por qué esta huida precipitada? ¿Y con qué destino?

—¿Por qué no a tu casa? ¡Tu querida esposa estaba empeñada en que te detuvieran! Quizá lleve el collar, con o sin el rubí, a tu noble morada, donde, cuando hayas vuelto, podría ingeniárselas para que la policía lo encontrara.

—Es muy capaz —dijo Aldo, pensativo—. Quizá sería mejor que volviera a casa lo antes posible.

—No olvides lo que nos ha dicho ese inspector: prohibido salir de Zúrich hasta nueva orden.

En ese momento llegó Ulrich, que había ido a inspeccionar la cocina más a fondo.

—¡Vengan a ver! He oído ruido en la bodega. Como un gemido… Se baja por una trampilla.

Por prudencia, decidieron que Ulrich pasara primero, puesto que conocía la casa. Aldo y Adalbert se precipitaron tras el americano, que al llegar abajo accionó el interruptor de la luz. Lo que descubrieron les hizo retroceder de horror: un hombre cuyo cuerpo era una pura llaga marcada por huellas de quemaduras yacía en el suelo. El rostro tumefacto, ensangrentado, apenas era reconocible, pero aun así los dos amigos identificaron sin vacilar a Wong. Aldo se arrodilló junto al desdichado, tratando de averiguar por dónde había que empezar a socorrerlo.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Cómo lo han dejado esos miserables! Pero ¿por qué?

Ulrich, decididamente cada vez más útil, ya había ido a buscar agua, un vaso, paños limpios e incluso una botella de coñac.

—Además del rubí, tenían otra idea fija: averiguar dónde se encontraba un tal Simón Aronov. Pero éste no sé de dónde ha salido.

—De una villa que está a tres o cuatro kilómetros de aquí —contestó Adalbert—. Yo fui a verlo, pero encontré la casa vacía. ¡Y ahora sé por qué! Una vecina incluso me dijo que lo había visto marcharse una noche en un taxi con una maleta.

—Vio que se marchaba alguien, pero seguro que no era él —dijo Aldo mientras mojaba un poco con agua el rostro herido—. Ya imaginarás que, cuando lo raptaron, no convocaron a los vecinos para que presenciaran la escena.

—¿Cómo está?

—¡Déjeme ver! —dijo Ulrich—. En mi… profesión, estamos acostumbrados a toda clase de heridas, y además, soy un poco médico.

—Hay que ir a buscar una ambulancia para que lo lleven a un hospital —dijo Aldo—. ¡En Suiza hay montones!

El americano meneó la cabeza.

—Es inútil. Está a punto de morir. Lo único que podemos hacer es tratar de reanimarlo por si tuviera algo que decirnos.

Con infinitas precauciones, sorprendentes en aquel hombre dedicado a actividades violentas, le limpió al moribundo la boca, cubierta de sangre seca, y le hizo tragar un poco de alcohol. Aquello debió de quemarle, pues profirió un débil gemido, pero abrió los ojos. Wong reconoció el rostro ansioso de Aldo inclinado sobre él. Trató de levantar una mano y el príncipe la tomó entre las suyas.