—¡Deprisa! —susurró—. ¡Ir deprisa!

—¿Adonde quiere que vayamos?

—A Var… Varsovia… ¡El señor! Saben… dónde está.

—¿Se lo ha dicho usted?

En los ojos apagados se encendió una débil llama, una llama de orgullo.

—Wong… no ha hablado, pero ellos saben… Un traidor… Würmli. Los espera… allí.

La última palabra salió junto con el último suspiro. La cabeza se deslizó un poco entre las manos de Aldo, que la sostenía. Éste alzó hacia el americano una mirada interrogativa.

—Sí. Se acabó —dijo éste—. ¿Qué piensan hacer? ¿Avisar a la policía?

—¡Desde luego que no! —dijo Adalbert—. Vamos a tener que marcharnos por las buenas, cuando nos han dicho que no salgamos de la ciudad. Ya nos las arreglaremos para avisarla cuando estemos lejos.

—Eso es muy sensato. ¿Y ahora qué hacemos? Yo no tengo muchas ganas de eternizarme aquí.

—Es comprensible —dijo Morosini—. Le propongo volver al hotel con nosotros y esperar a que sea una hora decente para pedir que abran la caja fuerte. Mientras tanto, prepararemos la partida. Luego yo le doy lo que le he prometido y nos separamos.

—Un momento —dijo Adalbert—. ¿Sabe por casualidad quién es ese tal Würmli, cuyo nombre acaba de pronunciar Wong?

—Ni idea.

—Yo sé quién es —dijo Aldo—. Ahora, vayámonos, aunque te aseguro que lamento no poder rendirle algunos honores a este fiel servidor que era Wong. Es horrible tener que dejarlo aquí.

—Sí —dijo Adalbert—, pero es más prudente.




Poco después de las ocho de la mañana, Vidal-Pellicorne y Morosini salían de Zúrich por la carretera en dirección al lago Constanza. Ulrich había partido hacia un destino desconocido, llevando en el bolsillo el precioso collar de Julia Farnesio acompañado de un certificado de venta que le había firmado Aldo para evitar cualquier problema. Las maletas habían sido hechas rápidamente; luego, mientras Aldo escribía una carta a Lisa a fin de explicarle que partían en busca de los ladrones y sin duda también de los asesinos de Dianora, Adalbert procedía a la puesta a punto de su pequeño bólido con vistas a un largo trayecto. Había calculado que, turnándose al volante, Aldo y él podrían llegar a Varsovia antes que Sigismond.

—Debe de haber mil doscientos o mil trescientos kilómetros. No es nada del otro mundo, y si te sientes con ánimos…

—No me lo dirás dos veces. Quiero la piel de los Solmanski. O ellos o yo.

—Deberías decir «o ellos o nosotros», porque no tengo intención de quedarme atrás. Por cierto, antes has dicho que sabías quién es Würmli.

—Sí. Y tú también lo sabes, lo que pasa es que lo has olvidado: es el tipo del banco que hacía de enlace entre Simón y nosotros.

—No puede ser… ¿Ese hombre de absoluta confianza?

—Pues mira, ha dejado de serlo. Con dinero se pueden hacer milagros, y los Solmanski no andan escasos. No sé cómo han descubierto a Hans Würmli, pero, si Wong dice que el traidor es él, tenemos razones de sobra para creerlo. Ya nos ocuparemos de él después. Algo me dice que lo que nos espera en Varsovia, sea bueno o malo, será el desenlace de este asunto.

Adalbert asintió con la cabeza y no dijo nada. Estaban atravesando un tramo de carretera malo que requería toda su atención. Cuando lo hubieron dejado atrás, Aldo preguntó con una imperceptible sonrisa burlona:

—¿Crees que podrás llevarme hasta allí en buen estado?

—Si pasa algo, puedes seguir conduciendo tú. Pero procura no estropearme el coche. Le tengo mucho cariño. ¡Es una verdadera maravilla!

Y para corroborar las excelencias de su artilugio, Adalbert pisó a fondo el acelerador. El pequeño Amilcar salió disparado.

12. El último refugio


Al día siguiente, a primera hora de la tarde, Aldo detenía el coche delante del hotel Europa, en Varsovia. El Amilcar, cubierto de barro y de polvo, ya no se sabía de qué color era, pero se había portado como un valiente —¡sólo dos pinchazos!— durante todo el interminable trayecto que, por Múnich, Praga, Breslau y Lodz, había llevado a sus conductores a buen puerto. Ellos tampoco estaban muy enteros: la lluvia los había acompañado durante una parte del camino. Llegaban molidos, destrozados, habiendo dormido a ratos en un artefacto aparentemente descontrolado y que devoraba kilómetros sin tomarse la molestia de ahorrar los baches a sus pasajeros. Sin embargo, a éstos los alentaba la esperanza tenaz de llegar antes que el enemigo, supeditado a unos horarios de tren que no siempre coincidían.

Una cosa preocupaba a Aldo: iba a tener que encontrar, sin guía, el camino oculto en los sótanos y las bodegas del gueto, el camino que llevaba a la morada secreta del Cojo. Después de más de dos años, su memoria, habitualmente tan fiel, ¿no le fallaría? La idea de que los Solmanski conocieran el camino lo obsesionaba. Cuando llegaron, quería ir inmediatamente a la antigua ciudad judía, pero Adalbert se mostró firme: en el estado nervioso en que se encontraba Aldo, no haría un buen trabajo. Así que, primero una ducha, una comida y un poco de descanso hasta la caída de la noche.

—Te recuerdo que yo tendré que forzar la puerta de entrada de una casa situada en medio de un barrio llena de vida. ¡Podemos acabar mal! Además, quizá la urgencia no sea extrema.

—Para mí lo es. Así que, de acuerdo, nos duchamos y nos comemos un bocadillo, pero dejamos lo de dormir para más tarde. Piensa que no estoy seguro de encontrar el camino. ¿Qué haremos si me pierdo?

—Podemos dar la voz de alarma. Después de todo, Simón es judío y estaremos en pleno gueto. Quizá sus correligionarios se movilicen.

—¿De verdad lo crees? Aquí todavía conservan el recuerdo de las botas rusas; son frágiles y detestan el alboroto. En fin, ya veremos. Por el momento, démonos prisa.

Instalados en unas habitaciones inmensas, los dos hombres se dieron un baño caliente que Aldo hizo seguir de una ducha fría, pues había estado a punto de dormirse. Luego devoraron el contenido de una gran bandeja donde los tradicionales zakuskis de pescado ahumado se codeaban con un gran plato de koldunis, esos melosos raviolis de carne que Aldo había saboreado en su primera visita a la ciudad. Cuando terminaron, y tras haber verificado cuidadosamente el estado de sus armas y su provisión de cigarrillos, Aldo y Adalbert, envueltos en sendos impermeables idénticos —el tiempo, ya frío, era gris y lluvioso—, se embarcaron en una nueva y peligrosa aventura.

—Iremos a pie —decidió Morosini—. No está muy lejos.

Con la gorra calada hasta los ojos, el cuello del Burberry's levantado, la espalda inclinada y las manos metidas en los bolsillos, partieron bajo una llovizna que parecía un cernidillo y que ni ralentizaba la actividad de la ciudad ni le restaba belleza. Adalbert, que no había estado nunca, admiraba los palacios y los edificios de la Roma del norte. El Rynek, con sus casas renacentistas de largos tejados oblicuos, le encantó, y de forma especial la célebre taberna Fukier, de la que Aldo le hizo algunos comentarios antes de añadir:

—Si salimos vivos de ésta y no nos vemos obligados a escapar corriendo, nos quedaremos dos o tres días y te prometo la tajada de tu vida en Fukier. Tienen vinos que se remontan a las cruzadas. Sin ir más lejos, yo bebí allí un tokay fabuloso.

—Quizá deberíamos haber empezado por ahí: el último trago del condenado. De esta manera, corro el riesgo de morir sin haberlos probado.

—¿Derrotista tú? ¡Lo último que me quedaba por ver! Mira, ahí está la entrada del gueto —añadió Aldo, señalando las torres que marcaban el límite del viejo barrio judío.

El mal tiempo hacía que ya estuviera empezando a anochecer, y en las garitas donde se reunían los vendedores de tabaco, las lámparas de petróleo se encendían una tras otra. Sin vacilar, Morosini se adentró en la calle principal, la más ancha del antiguo núcleo marcado por los raíles del tranvía, pero no tardó en dejarla para meterse en una callejuela tortuosa que recordaba a causa de su aspecto de falla entre dos acantilados y de la presencia, en la entrada, de una chamarilería. Hasta el momento, todo iba bien; él sabía que la calle en cuestión desembocaba en una plazuela con una fuente donde estaba la casa de Élie Amschel, cuya bodega escondía la entrada secreta de los sótanos.

Allí estaba, en efecto, muda y oscura, con sus peldaños gastados y la pequeña hornacina de la mezuza que todo judío debía tocar al entrar en una casa.

—Esperemos que la puerta no oponga demasiada resistencia y que podamos entrar sin despertar sospechas —masculló Vidal-Pellicorne—. No hay nadie a la vista; aprovechemos el momento.

—De todas formas, hay que entrar. Si tiene que ser por la fuerza, qué le vamos a hacer. Nos tomarán por policías y ya está.

Pero la puerta les evitó ese mal trago abriéndose con facilidad bajo los dedos ágiles del arqueólogo, y los dos hombres penetraron en el vestíbulo estrecho y oscuro, cerraron cuidadosamente y pasaron a la vasta estancia de la planta baja que Morosini había encontrado acogedora en su primera visita, con sus grandes bibliotecas, sus sillones tapizados y, sobre todo, la estufa cuadrada que en aquella ocasión difundía un agradable calor. Nada semejante esta vez. No sólo no había nadie, sino que la casa parecía abandonada. Lo único que recibió a los visitantes fue el frío, el olor de moho producido por la humedad, las telarañas y el correteo de unos pocos ratones. Nadie había sucedido al desdichado Élie Amschel, asesinado por los Solmanski.

La electricidad no funcionaba, pero las potentes linternas de Aldo y Adalbert suplieron su falta.

—Sería mejor que sólo lleváramos una encendida para ahorrar pilas —dijo el segundo—, puesto que, según dices, debemos efectuar un camino subterráneo bastante largo.

—Es posible que no necesitemos encender ninguna.

En un rincón había lámparas de petróleo que iluminaban bien.

Las encontró sin dificultad sobre un viejo arcén y cogió una cuyo depósito estaba lleno. La encendió y se la tendió a Adalbert.

—¡Ten, sujétala! Yo voy a levantar la trampilla.

Tras apartar la alfombra raída, tiró de la anilla de hierro y dejó al descubierto la escalera que conducía a la bodega.

—Hasta ahora no he cometido ningún error —dijo Aldo—. Esperemos que siga así y que recuerde el botellero que Amschel manipuló.

Una vez abajo, Morosini se detuvo, sorprendido: el botellero y la pared a la que éste estaba sujeto habían sido manipulados; el paso estaba abierto. Alguien había pasado por allí, quizás hacía poco, y, temiendo no poder accionar el mecanismo desde el otro lado, había preferido dejar abierto. Los dos hombres cruzaron una mirada y sacaron las armas al unísono. A partir de ese momento iban a avanzar por terreno minado y había que evitar dejarse sorprender.

—En estas condiciones —murmuró Adalbert—, es mejor dejar la lámpara y utilizar la linterna; por lo menos así no correremos el riesgo de arder si nos disparan.

Aldo asintió con la cabeza y el viaje subterráneo comenzó. Con más tensión que antes. Tal vez en ese mismo instante estaban matando a Simón Aronov. Morosini no podía permitirse cometer un error.

—Trata de relajarte —le aconsejó Adalbert—. Si estás muy nervioso, te liarás.

Desgraciadamente, aquello era más fácil de decir que de hacer. Una sucesión de galerías se abría ante ellos, unas con el suelo de ladrillo y otras de tierra batida. Aldo recordaba haber caminado en línea bastante recta detrás del hombre del sombrero redondo. Con cierto alivio, vio una ojiva de piedra medio derruida que se le había quedado grabada en la memoria. También recordaba haber andado mucho rato, pero, cuando se encontró ante una encrucijada, se vio obligado a detenerse, con el corazón en un puño. ¿Había que tomar el camino de la derecha, el de la izquierda, o seguir recto? Había muy poca distancia entre los tres pasillos y él se había limitado a seguir a su guía.

—Tomemos el del centro —aconsejó Adalbert— y avancemos un poco más. Si tienes la impresión de que nos equivocamos, volveremos atrás para intentarlo por otro pasillo.

Así lo hicieron, pero Aldo se percató casi enseguida de que no iban por el buen camino. Éste descendía, y él recordaba haber tenido la impresión de ascender hacia la superficie, de modo que volvieron a la encrucijada.

—¿Y ahora qué? —susurró Adalbert—. ¿Por cuál te decides?

—Hay que encontrar una puerta baja… a la derecha. Era la primera que se veía desde hacía un buen rato…