Un espasmo de dolor le hizo retorcerse entre los brazos de Aldo.

—¿Un cuarto de hora? —protestó éste—. ¿Quiere seguir sufriendo todo ese tiempo?

—Sí…, sí…, porque él… va a sufrir una agonía todavía peor… ¡Váyanse!… Adiós…, amigos, y gracias. Si les gusta algo de aquí…, cójanlo, y recen por mí…, sobre todo cuando Israel recupere su tierra… ¡Oh, Dios mío!… Suélteme, Aldo.

Morosini obedeció. Simón, con la frente impregnada de sudor, jadeaba y no podía contener los gemidos.

—No irán a dejarme aquí —dijo Solmanski—. Soy rico, ya lo saben, y ustedes van a tener que poner dinero de su bolsillo para llevar adelante este asunto. Yo les daré…

—¡Usted no va a darnos nada! —lo interrumpió Aldo—. ¡Le prohíbo que me insulte!

—Pero yo no quiero morir… ¡Compréndanlo! No quiero…

Por toda respuesta, Adalbert amordazó al prisionero con una bufanda que había en el suelo. Después empezó a apagar las velas.

—Pulsa el botón —le dijo a Aldo, que miraba sufrir al Cojo con lágrimas en los ojos—. Y haz ya lo que estás pensando, si no te tiembla la mano.

Morosini volvió la cabeza hacia él. Sólo cruzaron una breve mirada. Después, el príncipe activó el mecanismo mortal y por último, empuñando el revólver, en el que quedaba una bala, lo acercó a la cabeza del hombre que más respetaba en el mundo y disparó. El cuerpo torturado se distendió. El alma, liberada, ya podía elevarse.

—Vamos —lo apremió Adalbert—. Y no olvides el rubí.

Aldo se guardó el collar en el bolsillo y salió mientras su amigo apagaba las últimas velas. La puerta se cerró sobre aquel panteón donde aún quedaba un hombre vivo.

Se encontraron entre montones de piedras desprendidas y, tras haber corrido unas decenas de metros, se volvieron para contemplar lo que pensaban que era una capilla. Para su gran sorpresa, no vieron más que un túmulo de tierra, piedras y malas hierbas, y ni rastro de ninguna abertura.

—¡Increíble! —susurró Vidal-Pellicorne—. ¿Cómo consiguió hacer una instalación así?

—De él no me extraña nada. Era un hombre prodigioso y jamás agradeceré bastante al Cielo el haberme permitido conocerlo.

Aldo tenía unas ganas terribles de llorar, y seguro que no era el único, pues Adalbert acababa de sorber varias veces por la nariz. Buscó la mano de su amigo y la estrechó brevemente.

—Vámonos, Adal. No tenemos mucho tiempo, eso va a estallar de un momento a otro.

Echaron a correr hacia donde se veían algunas luces, quizá las últimas casas de Varsovia. No tardaron en llegar a una carretera bordeada de árboles ya pelados, tras los cuales brillaban las aguas oscuras de un curso de agua que Aldo reconoció de inmediato.

—Es el Vístula, y esta carretera es la de Wilanow, que debe de estar a nuestra espalda. Llegaremos enseguida a la ciudad y…

El ruido de la explosión lo dejó sin habla. Detrás de ellos, el cielo se iluminó. Luego, un surtidor de llamas y de chispas brotó del corazón del túmulo. Aldo y Adalbert se santiguaron al unísono. No porque creyeran que el hombre que acababa de pagar por sus crímenes y sus fechorías tuviera alguna posibilidad de redimirse, sino por simple respeto por la muerte, fuese de quien fuese.

—Me pregunto —dijo Vidal-Pellicorne— qué pensarán de este extraño túmulo los arqueólogos que trabajen en él próximamente o dentro de muchos años.

—Digamos que se encontrarán con algunas sorpresas.

Los dos hombres prosiguieron su camino en silencio.

A la mañana siguiente, impacientes por desembarazarse de la piedra asesina, partieron para Praga.




Esa misma noche, a la misma hora en que Morosini y Vidal-Pellicorne llamaban a la puerta del gran rabino en la calle Siroka, en Venecia, Anielka y Adriana Orseolo se sentaban para cenar en el salón de las Lacas. Las dos solas.

Se habían separado en Stresa, donde Adriana había pasado un día antes de regresar a Venecia, mientras que su «prima» había tomado el tren para reunirse con su hermano en Zúrich. A su regreso a orillas del Gran Canal, Anielka se había apresurado a invitar a cenar «en su casa» a la mujer que se había convertido en su mejor amiga. Sus relaciones, entabladas para complacer a Solmanski padre, en otros tiempos amante de Adriana, así como para contrariar a Morosini, se habían transformado poco a poco en una complicidad afectuosa.

Esa cena, que la «princesa» había anunciado a Celina en el tono altivo habitual en ella, marcaría un profundo cambio en sus costumbres: convencida de que Aldo tardaría en liberarse de las garras de la policía helvética y habiendo, por otra parte, arrojado al rostro de un esposo al que detestaba la máscara de paciencia que siempre había llevado ante él, Anielka pensaba comportarse en lo sucesivo como dueña y señora del palacio. Si Aldo conseguía volver antes del nacimiento del bebé, no podría sino inclinarse ante el hecho consumado: su reputación estaría destrozada —Anielka y su «querida amiga» iban a encargarse de eso—, sería padre y no tendría más remedio que resignarse. Esa nueva situación era lo que iban a celebrar en la intimidad, en espera de la gran cena que la «princesa Morosini» pensaba ofrecer pronto a su camarilla de amigos internacionales y a algunos venecianos bien escogidos, es decir, suficientemente arruinados para estar dispuestos a convertirse en los cantores laudatorios de una mujer a la vez rica, generosa y guapa.

—Daré esa gran cena dentro de quince días —dijo a «su cocinera»—. Después tendré que pensar en el niño que va a nacer y cuidarme. Pero, para esta cena con la condesa Orseolo, quiero cocina francesa y champán… Ni se le ocurra servirme sus guisotes italianos, los detesto, y haría bien en olvidarse de ellos.

—Al señor le gustan.

—Pero no está aquí y tardará en volver. Así que, métase bien en la cabeza que, si quiere quedarse, tendrá que obedecerme. ¿Entendido?

—Está más claro que el agua —contestó Celina—. La princesa comienza su reinado, ¿no es así?

—En efecto, aunque me gustaría que lo dijese en un tono más educado. Entérese de que no voy a seguir tolerando sus insolencias; aquí no es usted más que la cocinera. Ah, y encárguese de informar de esto a su marido y los demás criados.

Celina se había retirado sin hacer más comentarios y se había limitado a repetir a Zaccaría, Livia y Prisca, tal como le habían ordenado, lo que acababa de oír. Zaccaría se había quedado horrorizado. En cuanto a las jóvenes doncellas, se habían santiguado al unísono mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

—¿Qué significa eso, señora Celina? —preguntó Livia, que con el paso de los años se había convertido en el brazo derecho de Celina y en su mejor discípula.

—Que la princesa piensa hacer sentir su poder a todos en esta casa.

—¡Pero bueno, don Aldo no está muerto, que yo sepa! —exclamó Zaccaría.

—Ella se comporta exactamente como si lo estuviera.

—¿Y vamos a soportar esto?

—No por mucho tiempo.

A la hora prevista para la llegada de la invitada, la cocina del palacio despedía unos olores exquisitos, había flores por doquier, y en la mesa redonda puesta en medio de las lacas chinas estaban los cubiertos de corladura con las armas de los Morosini, la preciosa vajilla de Sèvres rosa y las copas grabadas en oro. Unas rosas se abrían en un jarroncito de cristal y Zaccaría, vestido con su mejor librea, recibió a doña Adriana con su cortesía habitual antes de servir a las dos mujeres, en la biblioteca, el champán de bienvenida.

—¿Celebramos algo? —preguntó Adriana al ver aquel derroche de refinamiento que la hacía sentirse un poco incómoda.

¡Todo habría sido tan diferente si Aldo en persona hubiera salido a recibirla con las manos tendidas, como antes!

—Su vuelta a esta casa, querida Adriana —respondió Anielka muy sonriente—. Y el comienzo de una nueva era para los Morosini.

Hablaron de los acontecimientos que habían marcado el cumpleaños trágico de la señora Kledermann. Pese a su dominio de sí misma, Adriana no ocultó su sorpresa al enterarse de que Anielka, después de haber robado el collar y habérselo dado a su hermano, se había atrevido a acusar a su marido del asesinato.

—¿No fue un poco… exagerado? Conozco a Aldo desde pequeño y es incapaz de matar a una mujer.

—Lo sé. Si no, hace tiempo que yo estaría muerta. No, fue un… amigo de mi hermano el que disparó desde el jardín y huyó después por el lago, pero Aldo necesitaba que le diera una lección. Espero que ésta sea provechosa… y larga.

—Me extrañaría. La policía suiza no es tonta y se dará cuenta enseguida de que es inocente.

—No está tan claro. Cuando me fui, las cosas estaban tomando un giro un poco desagradable para él. De todas formas, si escapa de esa pequeña trampa, mi hermano se ocupará de él. Si quiere que le diga la verdad, Adriana, espero no ver nunca más a mi querido marido —añadió, alzando la copa.

La condesa Orseolo no respondió al brindis. Por mucho que odiara a Aldo, no le gustaba la idea de que un gran señor veneciano cayera en manos de una banda polaco-americana.

Afortunadamente, en ese momento Zaceada fue a anunciar que la princesa estaba servida y las dos mujeres pasaron a la mesa charlando alegremente de un futuro que sobre todo Anielka veía lleno de atractivos.

—La tienda de antigüedades puede funcionar perfectamente sin Aldo —decía, degustando con delicadeza la sopa de langosta que el mayordomo acababa de servirles—. En realidad, en los últimos tiempos ha funcionado casi siempre sin él. Tengo previsto mantener en su puesto al señor Buteau.

—Por cierto, ¿dónde está esta noche? ¿No cena con nosotras?

—No. Está en casa del señor Massaria y prefiero que sea así; está demasiado unido a mi querido esposo para oír lo que quería decirle, pero me resultará fácil hacer que se quede. Aldo desaparecerá en un accidente… fortuito y Guy se encariñará con el hijo que voy a traer al mundo. Porque quiero que sea un niño.

—Es difícil forzar la naturaleza —dijo Adriana sonriendo—. Tendrá que aceptar lo que D… el cielo le envíe.

—Este hijo será sólo mío. También mantendré en su puesto al joven Pisani. Aunque guarda las distancias, me adora y acudirá en cuanto lo llame. Y pienso traer a mi padre para cuidarlo. Su incapacidad le afecta mucho moralmente, pero aquí, conmigo y con su nieto, se sentirá mejor. Si no fuera porque tenía que solventar un asunto importante en Varsovia, no le habría dejado volver a nuestro palacio, tan frío, tan lúgubre a veces…

Terminada la sopa, Zaccaría retiró los platos, pero fue Celina quien llevó el plato siguiente: un soberbio soufflé. Anielka arqueó una ceja con desagrado.

—¿Cómo es que viene usted a servir? ¿Dónde está Zaccaría?

—Discúlpelo, princesa. Acaba de dar un resbalón en la cocina y se ha caído. Mientras se recupera, he venido yo a servir: un soufflé no puede esperar.

—Es verdad, sería una pena —dijo Adriana, contemplando con placer el aéreo y dorado pastel—. ¡Huele maravillosamente bien!

—¿De qué es? —preguntó Anielka.

—De trufas y setas con un toque de armagnac.

Con tanta habilidad y autoridad como el propio Zaccaría, Celina, soberbia con su mejor vestido de seda negro y un tocado de la misma tela sobre un moño por una vez sobrio, sirvió los platos, se retiró un poco hasta situarse bajo el retrato de la princesa Isabelle, madre de Aldo, y permaneció allí con las manos cruzadas sobre el vientre.

—¿Se puede saber qué espera? —se impacientó Anielka.

—Me gustaría saber si el soufflé está a gusto de la princesa y la condesa.

—Es muy natural —dijo Adriana en su defensa—. En las grandes casas, el cocinero asiste a la degustación de su plato principal cuando se trata de una gran cena, ¿verdad, Celina?

—En efecto, condesa. . —En tal caso… —dijo Anielka, hundiendo la cuchara en la olorosa preparación.

Debía de estar deliciosa, pues las dos comensales se chuparon los dedos. De pie bajo el gran retrato, Celina observaba… esperando los primeros síntomas con una avidez cruel. Aparecieron enseguida. Anielka fue la primera en soltar la cuchara y llevarse la mano al cuello.

—¿Qué pasa? No veo nada… y me duele, me duele…

—Yo tampoco… No veo… ¡Dios mío!

—Ha llegado el momento de encomendarse al Señor —rugió Celina—. Van a tener que rendirle cuentas. Yo he saldado las de mis príncipes.

Y con la misma calma que si estuviera asistiendo a una comedia de salón, Celina miró morir a las dos mujeres.

Cuando todo hubo acabado, fue a buscar un frasquito que contenía agua bendita, se arrodilló junto al cadáver de Anielka y procedió a ungir, sobre su vientre, a la criatura que jamás nacería. Después se levantó, se acercó de nuevo al retrato de la madre de Aldo, lo besó como si se tratara de un icono, murmuró una ferviente plegaria y finalmente alzó el rostro bañado en lágrimas: