—¡Ruegue a Dios que me absuelva, señora! Ahora nuestro Aldo ya no tiene nada que temer y usted ha sido vengada…, pero yo voy a necesitar su ayuda. ¡Rece, se lo ruego, rece por mi alma en peligro!
Celina fue a buscar a la mesa el plato en el que quedaba un poco de su preparación mortal, volvió a la cocina, que había despejado mandando urgentemente a Zaccaría a la farmacia en busca de magnesia para combatir sus súbitos y míticos dolores de estómago (Livia y Prisca estaban la una en el cine y la otra en casa de su madre), y se sentó ante la gran mesa donde durante años había dado de comer a su pequeño Aldo y preparado maravillas para sus amados señores. Se secó las lágrimas con un paño que había por allí, se santiguó y tomó una gran cucharada del soufflé fatal.
13. El pectoral del sumo sacerdote
Era casi medianoche y, como hacía mal tiempo, reinaba tal calma en Praga que se podía oír el murmullo del río. Uno tras otro, los tres hombres cruzaron la estrecha puerta del jardín de los muertos, pero casi inmediatamente Jehuda Liwa se detuvo.
—Quédense aquí y vigilen —dijo a sus compañeros—. La tumba de Mordechai Meisel se encuentra en la parte baja del cementerio, cerca de la de Rabbi Loew, mi antepasado. Deben impedir que alguien me siga…, suponiendo que haya alguien a estas horas.
Los dos amigos, comprendiendo que su guía no deseaba mostrarles cómo abriría la sepultura, asintieron con la cabeza. Pero no se ofendieron; al contrario, se sintieron aliviados de no participar en la violación de otra tumba.
—Me pregunto cómo es posible orientarse en medio de este caos de piedras —dijo Aldo—. Se diría que han sido esparcidas al azar por la mano de un gigante negligente. ¡Y hay muchísimas!
—Doce mil —contestó Adalbert—. He leído algunas cosas sobre este cementerio. Existe desde el siglo XV, pero, como el territorio del gueto está limitado, han apilado a los muertos unos encima de otros, a veces hasta diez. No obstante, hay dos o tres personajes ilustres que tienen derecho a moradas con cuatro paredes; debe de ser el caso de ese tal Meisel. Y es preciso que así sea, porque para los judíos turbar el descanso de los muertos es un crimen grave. —Para nosotros también.
Se oyó ruido de pasos en el exterior y los dos hombres se callaron; no tenía sentido hacer saber a nadie que había gente en el cementerio. Luego, los pasos se alejaron y Aldo, que se había escondido entre el tronco de un árbol y la pared para tratar de identificar al eventual visitante, salió. Adalbert frotó las manos una contra otra.
—¡Qué sitio tan lúgubre… y glacial! Estoy helado…
—En verano es mucho más agradable. Hay flores silvestres que crecen entre las tumbas y, sobre todo, está impregnado de fragancias: jazmín, saúco, un olor paradisíaco…
—Te noto muy romántico. Y sin embargo, deberías estar más contento: nuestros problemas han acabado… y también nuestras aventuras, claro.
El suspiro de Adalbert hizo sonreír a su amigo.
—Cualquiera diría que lo lamentas.
—Un poco, sí. Tendré que conformarme con la egiptología. Además —añadió en un tono súbitamente grave—, la vida tendrá menos interés ahora que Simón nos ha dejado.
—Yo también lo echaré de menos, pero te recuerdo que yo todavía tengo un problema: la última de los Solmanski continúa causando estragos bajo mi techo, y esa situación puede prolongarse mucho tiempo.
—¿Estás pensando en la anulación?
—Sí. Cuando la obtenga, si lo consigo, el hijo de otro estará viviendo en mi casa y yo tendré el pelo blanco. En cuanto a Lisa…, se habrá casado con Apfelgrüne o con Dios sabe quién.
Se produjo un silencio, únicamente turbado por el ruido lejano de un coche. Sentados uno junto a otro sobre una gran piedra, como dos gorriones en una rama, Aldo y Adalbert lo oyeron disminuir.
—¿Reconoces por fin que estás enamorado de ella? —murmuró el segundo.
—Sí…, y cuando pienso que podría ser su marido desde hace años, me daría de cabezazos contra la pared.
—No lo hagas. No os imagino comprometidos en un matrimonio acordado sin conoceros. Tú te comportaste como un hombre honrado negándote a casarte por dinero. En cuanto a ella, no estoy seguro de que hubiera aceptado convertirse en tu mujer en esas condiciones. Y te habría despreciado.
—Tienes razón. Pero ¿qué me dices de ti? Tú podrías casarte con Lisa. Eres libre como el viento y también estás enamorado de ella.
—Sí, pero ella no lo está de mí. Además, creo que soy el soltero perfecto. No me veo casado… A los gemelos no les gustaría… A menos… a menos que me case con Plan-Crépin.
—¿Estás de broma?
—No. Es una muchacha culta, fisgona a la par que acróbata, que haría maravillas excavando en un yacimiento. ¡Por no hablar de sus habilidades como detective!
—Ya, pero ¿tú la has mirado?
—Salvo en caso de que haya un grave defecto físico, no hay ninguna transformación imposible para un buen costurero y un buen peluquero. Dicho esto, tranquilízate: no voy a privar a la señora de Sommières de su fiel acompañante, aunque es posible que más adelante le ofrezca a Marie-Angéline un puesto de secretaria… o de amiga fiel. Estoy seguro de que trabajaríamos muy bien juntos. A mí esa muchacha me parece muy divertida.
El tiempo pasaba y el rabino no volvía. Aldo empezaba a preocuparse.
—Me entran ganas de ir a ver qué hace.
—Más vale que no. Podría no gustarle. Nos ha dicho que vigilemos, ¿no?, pues hagámoslo.
—Seguro que tienes razón, pero no me gusta esta atmósfera… ni este lugar. Tengo la impresión de ser un espectro. Y eso me recuerda un poema de Verlaine, que por cierto me gusta mucho.
—«Por el gran parque solitario y helado, dos sombras acaban de pasar…» —recitó Vidal-Pellicorne—. A mí también me ha venido a la mente… La diferencia es que nosotros no somos una pareja de antiguos enamorados.
Morosini soltó una risa queda que no lo animó.
—¿Cómo te las arreglas para saber casi siempre lo que me pasa por la cabeza?
Adalbert se encogió de hombros.
—Debe de ser eso la amistad… ¡Mira, ya viene!
La alta figura negra de largos cabellos blancos acababa de aparecer.
—Volvamos —dijo simplemente cuando se reunió con los vigías.
En silencio, salieron del cementerio y regresaron a la casa, donde las velas seguían ardiendo. De debajo de sus amplias vestiduras, Jehuda Liwa sacó un paquete envuelto en una resistente lona gris y una fina tela blanca y lo dejó sobre la mesa. Una vez retirado el envoltorio, apareció el gran pectoral, magnífico y brillante, tal como Morosini lo había visto dos años antes entre las manos de Simón Aronov. Con una diferencia: sólo faltaba una piedra, sólo una en las cuatro hileras de cabujones engastados en oro. Las otras tres —el zafiro, el diamante y el ópalo— habían sido colocadas en su lugar, y Aldo tocó emocionado con un dedo la piedra estrellada que su madre había llevado tiempo atrás.
—Ahora dame el collar —dijo Liwa, que había ido a buscar a un mueble una bolsa de piel con diversos útiles que extendió ante sí antes de tomar asiento en su sillón de respaldo alto.
Durante un rato, sus finos dedos se afanaron en desengastar el rubí con un cuidado extremo. Cuando lo hubo hecho, fue a depositarlo sobre el rollo abierto de la Tora, donde Morosini tuvo la impresión de que lanzaba destellos más intensos que nunca, como si intentara defenderse. El gran rabino extendió las manos sobre él a la vez que pronunciaba unas palabras incomprensibles, pero que por el tono de su voz se podía adivinar que eran órdenes. Un hecho extraño se produjo entonces: poco a poco, los destellos rojos fueron debilitándose, regresaron al interior de la piedra, y cuando las manos se apartaron ésta era una simple gema de un hermoso rojo intenso que brillaba a la luz dorada de las velas. Liwa la cogió de nuevo:
—Ya está —dijo—, ahora ya no hará daño a nadie. Voy a devolverla al pectoral. En ese mueble —añadió, señalando un aparador antiguo— encontraréis copas y vino español. Servíos y sentaos mientras esperáis.
—¿Esperar qué? —preguntó Aldo—. Todo va a volver a la normalidad y el pectoral ya se encuentra en su poder, que es su mejor destino, creo yo.
—No. Así no se cumplirá la predicción. Alguien debe llevarlo a la tierra de nuestros antepasados. Eso es lo que habría hecho Simón Aronov, a quien el Eterno acoja a su derecha. Tú eres su enviado, príncipe Morosini, y, en ausencia de él, te corresponde a ti la misión de repatriarlo.
—Pero ¿a quién debo entregárselo?
—Yo te lo diré. Déjame trabajar.
Vencido pero no resignado, Aldo aceptó la copa que Adalbert le tendía y la vació de un trago; después tomó otra. Durante un rato, los dos hombres aguardaron en silencio. Finalmente, Adalbert se atrevió a decir algo:
—¿Podemos hablar, o le molestaré en su tarea? —preguntó.
—No. Habla. ¿Qué quieres saber?
—¿Por qué no va usted mismo a Tierra Santa?
—Porque yo debo permanecer aquí y porque, si fuese yo, quizá pondría el pectoral en peligro. Debe llegar a determinadas manos. Un extranjero noble, rico y bien relacionado será mucho mejor recibido por los ingleses.
—¿Y cree que los judíos regresarán en masa cuando el pectoral esté allí?
—Algunos seguro, pero el éxodo tendrá lugar más adelante, dentro de unos veinte años. En este momento mis hermanos están bien instalados en diversos países. La mayoría es rica y feliz. No sienten ningún deseo de abandonar todo eso por la vida incierta de los pioneros. Para que se decidan a hacerlo, hará falta el aguijón de la desgracia, la gran desgracia que nada ni nadie puede evitar porque ya está preparándose.
—Pero Simón decía que, si reconstruíamos deprisa el pectoral, Israel podría salvarse —intervino Morosini.
—Debía animaros a buscar las piedras… y quizá también quería creerlo. De todas formas, la tradición no dice que Israel recuperará su soberanía cuando el pectoral haya regresado al hogar, sino que nuestro pueblo no podría recuperar su tierra y su poder mientras el símbolo sagrado de las tribus no estuviera de vuelta. Sin embargo, hay una terrible prueba que no podremos evitar. Israel tendrá que soportar las llamas del Infierno antes de encontrarse a sí mismo.
Una hora más tarde, el pectoral estaba reconstruido con todo su antiguo esplendor y el rabino lo envolvía en la tela inmaculada y la lona.
—Preferiría que se lo quedara —dijo Morosini—. Antes de morir, Simón nos dijo que usted era el último sumo sacerdote del Templo, algunas de cuyas piedras forman parte de su sinagoga. Podría esconderlo allí…, en el desván, por ejemplo.
Los ojos de Jehuda Liwa se clavaron en los del príncipe, penetrantes como flechas de fuego.
—Ése no es su sitio. Lo que cubre el tejado de la sinagoga Vieja-Nueva compete a la Justicia y la Venganza divinas. El pectoral debe llevar la esperanza regresando al lugar del que jamás debería haber salido.
—De acuerdo. Se hará lo que usted desea.
Aldo cogió el paquete gris y lo escondió bajo el impermeable.
—¿No olvidas nada? —preguntó el gran rabino al ver que se disponía a marcharse.
—Si quiere darme su bendición, no la rechazaré.
—Estoy pensando en aquella mujer de Sevilla cuya alma está en pena.
—¡Señor! —exclamó Morosini, sonrojándose—. ¡La Susona! ¿Cómo he podido olvidar a la que nos ha permitido recuperar el rubí?
—Tienes disculpa. Toma.
Cogió del atril donde descansaba la Tora un delgado rollo de pergamino y lo metió en un estuche de cobre antes de dárselo a Aldo.
—Otro viaje, amigo. Ve allí. Entra de noche en la casa de esa desdichada, saca el pergamino, extiéndelo sobre los peldaños de la escalera y márchate sin mirar atrás. Ese es su pasaporte para la redención.
—Lo haré.
—Lo haremos —precisó Adalbert mientras volvían a pie al hotel Europa por las oscuras callejas—. Siempre me han gustado las historias de fantasmas.
Hasta que no llegaron al hotel, no obtuvo la aprobación de su amigo.
—Estaré encantado de que vengas conmigo, pero esperaba que me propusieras acompañarme a Jerusalén —dijo Aldo, dejando el pectoral sobre la mesilla de noche y sacando la carta que Jehuda Liwa había metido bajo la lona.
—Tenía intención de hacerlo. Mientras tanto, ¿qué hacemos?
—Son las tres de la mañana. ¿No crees que podríamos dormir un poco? Cuando me despierte, llamaré a mi casa para saber si Anielka ha vuelto. ¡Ya va siendo hora de que le arranque las garras a ésa!
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