—¿Cómo vas a hacerlo?

—Todavía no lo sé, pero creo que el anuncio de la extinción de su familia la incitará a ser más comprensiva. Espero conseguir convencerla de que se vaya a vivir a otro sitio.

—Me pregunto si todavía crees en Papá Noel —repuso Adalbert, suspirando—. En fin, mientras tanto, buenas noches.

—Me extrañaría que la de hoy fuese mala.

Hacía mucho, en efecto, que Aldo no había dormido tan a gusto. La aniquilación casi total de la tribu Solmanski y la reconstrucción del pectoral lo llenaban de una auténtica alegría que se traducía en un descanso perfecto. Unas horas más tarde, recobró la conciencia con la impresión de renacer acompañado de un enorme deseo de actividad. Nada más despertar, pidió comunicación telefónica con Venecia y, mientras esperaba, se aseó —por primera vez desde hacía meses, cantó bajo la ducha— y devoró un copioso desayuno. Estaba encendiendo un cigarrillo mientras contemplaba un alegre sol otoñal acariciando las volutas modern style de su ventana, cuando le pasaron la comunicación. E inmediatamente su alegría de vivir sufrió un rudo golpe:

—¡Aldo! ¡Por fin! —dijo en el otro extremo del hilo la voz angustiada de Guy Buteau—. ¡Alabado sea Dios! ¿Dónde está? Creía que estaba en Zúrich, pero en el Baur me dijeron que se había marchado hacía varios días en coche con el señor Vidal-Pellicorne, y aquí… ¡aquí lo necesitamos!

—Estamos en Praga…, pero, por el amor de Dios, cálmese, amigo mío. ¿Qué ocurre?

—Su mujer y su prima Adriana han muerto… envenenadas por un soufflé de setas… y Celina está muy mal.

—¿Envenenadas? Pero ¿dónde ha ocurrido eso?

—Aquí, claro. ¡En el palacio!… Anielka quería celebrar con la condesa Orseolo su próxima toma de poder. Había ordenado a Celina que les preparase una cena francesa… No pudieron terminarla.

—¿Quiere decir que Celina las…?

—Sí, y después comió ella también soufflé, pero…

El teléfono se puso de pronto a crepitar y Aldo no oyó nada más, aparte de la voz de la telefonista del hotel:

—Lo siento, señor, debe de haber ocurrido algo…, una tormenta quizá…, pero se ha cortado la línea.

Aldo colgó tan violentamente que el aparato saltó y cayó al suelo. Sin preocuparse de eso, se precipitó a la habitación de Adalbert, al que encontró instalado en la cama tomando un cremoso café vienes y envuelto en el humo de un aromático cigarro. El arqueólogo ofrecía tal imagen de placidez que Morosini casi sintió vergüenza de turbar una felicidad tan bien ganada.

—Un día precioso, ¿en? —dijo Adalbert—. Hacía tiempo que no me sentía tan bien. ¿Qué hacemos hoy?

—Tú, no lo sé, pero yo tomo el primer tren para Viena, donde pienso enlazar con el Viena-Trieste-Venecia.

—¿Qué pasa? ¿Tu casa está ardiendo?

—Casi. Tengo que volver cuanto antes.

En unas palabras, Aldo reprodujo su breve conversación telefónica. Adalbert se atragantó con el café, tiró el cigarro y saltó de la cama.

—Voy contigo. No pienso dejarte volver solo.

—¿Y el coche? ¿Vas a dejarlo aquí?

—Ah, es verdad. Mira, tú ve a tomar el tren. Yo pago el hotel, lleno el depósito de gasolina y me pongo en marcha. Nos encontraremos allí. La verdad es que no me molesta comprobar si puedo llegar antes que el ferrocarril.

—La carretera no es fácil, así que no cometas imprudencias, por favor. Ya tengo completo mi cupo de desgracias.

Se dirigía hacia la puerta cuando Adalbert lo llamó:

—¡Aldo!

—¿sí?

—Puedes ser sincero conmigo. Que Anielka y la asesina de tu madre hayan muerto no debe de causarte una pena inmensa, supongo…

—Es verdad, pero lo de Celina es distinto. A ella la quiero, y la idea de que lo haya sacrificado todo por mí, incluso la vida…, eso me resulta… insoportable.

Un sollozo acompañó la última palabra. Aldo salió precipitadamente de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Diez minutos más tarde, un taxi lo llevaba a la estación.




Informado por el telegrama que Aldo había enviado antes de marcharse del Europa, Guy Buteau lo esperaba en la estación de Santa Lucia con el motoscaffo. Aquella mañana de noviembre gris y lluviosa, el antiguo preceptor vestido de negro parecía la imagen misma de la desolación pese a llevar el sombrero hongo graciosamente inclinado, como tenía por costumbre. Cuando vio aparecer a Morosini, se arrojó en sus brazos llorando, incapaz de pronunciar una sola palabra.

Aldo nunca lo había visto llorar. El dolor de aquel hombre refinado y cortés, siempre tan discreto, le encogió el corazón.

—¿Es que… Celina ha…?

El maduro caballero se irguió secándose los ojos.

—No…, todavía no. Es casi un milagro… Se diría que está esperando algo.

—Pero ¿cómo ha pasado?

—Anielka, como le dije, había invitado a su prima para celebrar lo que ella llamaba su toma de poder. Celina no hizo ningún comentario, pero me dijo que le gustaría que yo no estuviese presente. A mí me iba bien, porque Massaria me había invitado a cenar en su casa. Envió a Livia al cine y a Prisca a casa de su madre porque, según ella, para dos personas solamente ella y Zaccaría eran más que suficientes. Después del primer plato, que era una sopa de langosta, Celina empezó a quejarse de dolores «en sus interiores», como ella decía, y mandó a su marido a la farmacia para que le comprara magnesia.

—A esas horas debía de estar cerrada.

—Exacto. Ella sabía que Franco Guardini le abriría, pero que eso llevaría un poco de tiempo. Al quedarse sola, fue a servir ella misma un magnífico soufflé de trufas y setas. Yo no entiendo nada de setas, pero parece ser que las que Celina utilizó eran mortales: las dos mujeres debieron de tardar aproximadamente un cuarto de hora en morir. Después, Celina comió también soufflé.

—Entonces, ¿cómo es que…?

—¿Que no ha muerto? Gracias a Zaccaría. Los repentinos dolores de su mujer le parecieron sospechosos; se imaginó que estaba tramando algo y, en vez de ir a la farmacia, fue corriendo a casa de la señorita Kledermann…

Aldo soltó la maleta, que estuvo a punto de caer en el canal.

—¿Lisa? ¿Aquí?

—Sí. A principios de este año compró discretamente, con ayuda de nuestro notario, el pequeño palacio de San Polo, donde se instaló con un par de sirvientes. Celina iba a verla con frecuencia. Decía que le sentaba bien, que le daba ánimos, y era verdad. Cuando volvía de allí, siempre estaba más alegre; y Zaccaría también.

—¿Y usted estaba al corriente?

—Sí, perdóneme… Verá, a finales del año pasado Celina escribió a la señorita Lisa para explicarle cómo lo habían obligado a casarse con lady Ferráis. Entonces ella decidió venir y formamos en su casa un pequeño club cuyo objetivo era permanecer alerta y protegerlo lo máximo posible, porque estábamos convencidos de que junto a esa desgraciada usted se encontraba en peligro. Sobre todo cuando anunció su intención de solicitar la anulación del matrimonio.

Los dos hombres embarcaron en la lancha rápida, a cuyo mando continuó Zian, también de luto, mientras que Aldo se sentó en la popa con su viejo amigo.

—¡Al hospital! —ordenó el señor Buteau—. Pero no demasiado deprisa, que podamos hablar…

El barco zarpó lentamente, retrocedió y luego se adentró en el Gran Canal.

—¿Por qué no me dijeron nada? —le reprochó Morosini—. A mí también me habría sentado bien.

—No habría podido evitar ir a verla y toda Venecia habría sacado la conclusión de que tenía una amante. Además, ella no quería que usted estuviera enterado de su presencia. Una cuestión de orgullo, querido Aldo.

—Pero ¿por qué?

—Todos sabemos que está enamorado de ella, pero ¿se lo ha dicho alguna vez?

—Tenía demasiado miedo de que se riera en mi cara. No olvide que fue mi secretaria durante dos años y que estaba al corriente de mis aventuras… sentimentales. Además, cuando vino a traerme el ópalo, cuando mi único gesto debería haber sido tenderle los brazos, Anielka entró… y Lisa se marchó corriendo.

—Y estaba firmemente decidida a no volver a verlo. Si no hubiera sido por Celina, así habría sido.

—Pero ¿cómo es que estaba en Zúrich hace unos días? Apareció para salvarme en el momento en que la mujer que lleva mi apellido me acusaba de asesinato.

—Se enteró de que iba allí con su padre y tomó el siguiente tren.

—¿Y no se ha quedado allí? Kledermann debe de necesitarla en estos momentos de dolor.

—Todos los hombres no viven el dolor de la misma manera. Una vez enterrada su mujer, Kledermann optó por volcarse en los negocios. Se fue a Sudáfrica, y Lisa regresó inmediatamente aquí, más preocupada que nunca por su suerte. Ha sido ella la que ha evitado que Celina muriera poco después que las otras dos. Fue al palacio con Zaccaría y bastó un instante para comprender lo que había pasado. Celina ya estaba en el suelo. La señorita Lisa le hizo tragar leche y aceite de oliva hasta que consiguió que vomitara. Yo llegué en ese momento. Zaccaría había enviado a Zian en mi busca, y llamé a la policía.

—¡Dios mío!

—Había que hacerlo. Pero telefoneé a casa del comisario Salviati, que siente por usted una especie de veneración desde el robo en casa de la condesa Orseolo. Acudió inmediatamente y todo fue sobre ruedas: concluyó que se trataba de uno de esos lamentables accidentes que se producen a veces en otoño, con esas malditas setas que mucha gente cree conocer. Incluso una gran cocinera como Celina podía equivocarse: ese drama era la prueba, puesto que ella también había sido víctima de su refinado plato. ¿Qué más quiere saber?

—Nada, aparte de la verdad sobre su estado. ¿Va a salvarse?

—No lo sé. Los médicos creen que han conseguido eliminar el veneno, pero al parecer su corazón está muy débil. Estaba muy gorda, y esas emociones violentas, la pasión que ponía en todo, han acabado por deteriorarlo.

—¿Estaba muy gorda? ¿Es que ya no lo está?

—Usted mismo lo verá. Ha cambiado muchísimo en unos días.

El barco giró en el Rio dei Mendicanti, dejó atrás San Giovanni e Paolo y la Scuola di San Marco para tocar tierra finalmente ante la entrada del hospital. Siguiendo al señor Buteau, Morosini subió una escalera y recorrió un pasillo sin percatarse de los saludos que le dirigían, hasta que por fin una puerta se abrió ante él y la pena invadió su corazón. Celina estaba allí, y él hubiera podido no reconocerla. Inmóvil en aquella cama de hospital, parecía reducida a la mitad. El rostro de mejillas fláccidas, chupado, trágico, y las ojeras que marcaban los ojos cerrados la apartaban ya del mundo de los vivos. Aldo sólo necesitó una mirada para comprender que la mujer a la que quería tanto, casi su madre, el genio familiar de su morada estaba viviendo sus últimos instantes y no se podía hacer nada para impedirlo.

El dolor le atenazó el corazón hasta el punto de que no se atrevió a acercarse. De pie ante la cama, con las manos crispadas sobre los barrotes de hierro pintado, buscó a su alrededor una ayuda, una respuesta alentadora, la seguridad de que lo que estaba viendo no era verdad, y encontró la bella mirada oscura de Lisa, que al verlo entrar se había retirado a una esquina. Y esa mirada estaba llena de lágrimas.

—¿Está…?

—No. Todavía respira.

Entonces se dirigió hacia Lisa, hacia la cálida luz que su cabellera desprendía en aquella habitación de agonía. Durante unos instantes, se quedó plantado delante de ella, inmóvil, hipnotizado por el rostro claro que se alzaba hacia él. Luego, con un gesto que le salió de forma natural porque lo había soñado muchas veces, la estrechó entre sus brazos llorando.

—¡Lisa! —balbució cubriéndole de besos la cabeza, apoyada en su hombro—. Lisa… ¡te quiero tanto!

Permanecieron un momento abrazados, unidos a la vez por la pena y por el deslumbramiento del amor que se atreve por fin a decir su nombre, olvidando casi dónde se encontraban. Pero de pronto se oyó una voz débil, extenuada:

—¡Mira que te ha costado decirlo!

Fueron las últimas palabras de Celina. Sus ojos, entreabiertos, se cerraron de nuevo, y como si sólo hubiera estado esperando ese momento, abandonó la lucha y se adentró en la eternidad.




Dos días más tarde, la larga góndola negra con los leones de bronce y el terciopelo amaranto bordado en oro se deslizaba por la laguna en dirección a la isla San Michele. Zian, completamente vestido de negro, la impulsaba, pero ese día sólo había un pasajero: el ataúd de Celina cubierto por una funda de terciopelo con las armas de los príncipes Morosini y bajo un montón de flores.