Aldo, Lisa, Zaccaría, Adalbert y la «familia» seguían en otras góndolas, y toda Venecia detrás de ellos, porque toda Venecia conocía y quería a Celina. A los elegantes esquifes de la aristocracia se sumaban, pues, barcas, incluso pontones, que llevaban a horticultores, amigos conocidos o desconocidos y, sobre todo, un imponente ejército de mujeres vestidas de negro: las gobernantas y las cocineras de toda la ciudad. Todas esas personas cargadas de ramos y de coronas: la humilde niña de los muelles de Nápoles, recogida durante su viaje de luna de miel por la princesa Isabelle, se dirigía hacia el panteón principesco, donde reposaría con una pompa digna de una dogaresa.
Curiosamente, a nadie le sorprendía el esplendor deseado por Aldo para ese entierro. Lo que una de las ciudades más secretas del mundo no sabía, lo adivinaba, y los extraños acontecimientos que se habían desarrollado en casa de los Morosini desde hacía casi un año no dejaban a nadie indiferente. Además, Venecia, que ya se revolvía bajo el puño de los fascistas, veía aquello como una ocasión para reunirse.
A nadie le extrañaba tampoco que los cuerpos de Anielka y de Adriana continuaran depositados en una sepultura provisional pese al hecho de que las dos, una por matrimonio y la otra por nacimiento, deberían haber sido llevadas al panteón de los Morosini. Se sabía que Aldo les tenía destinada una tumba común. Así, su complicidad se prolongaría más allá de la muerte.
Esa misma noche, Aldo acompañaba a Lisa al tren de Viena, donde ella esperaría, junto a su abuela, el momento en que los dos pudieran reunirse y entregarse el uno al otro sin provocar escándalo. Pero ya habían acordado que Aldo iría a pasar la Navidad en Austria y que su regalo sería un anillo de compromiso. Hasta entonces, estaría muy ocupado solucionando con su notario el destino de los bienes de su efímera esposa, de los que no pensaba quedarse nada: todo iría a parar a los sucesores de Ferráis o a obras de caridad. Además, Morosini todavía tenía que hacer un viaje, sin duda el último como hombre soltero. Unos días después del entierro, partía para Sevilla en compañía de Adalbert. La Susona también tenía derecho al descanso.
Epílogo
Diez meses más tarde, una hermosa mañana de septiembre de 1925, el yate del barón Louis de Rothschild levaba anclas del fondeadero de San Marco para dirigirse hacia el paso del Lido. El tiempo se anunciaba espléndido y la fina roda del potente barco blanco hendía a un ritmo alegre la seda tornasolada de un mar apenas un poco más azul que el cielo.
De pie en el puente de proa, el brazo de uno rodeando los hombros del otro, el príncipe y la princesa Morosini miraban el porvenir abrirse ante ellos. Tres días antes, el cardenal arzobispo de Viena —primo de la señora Von Adlerstein— los había casado en su capilla privada, en presencia de tan sólo algunos amigos y testigos: Adalbert Vidal-Pellicorne y Anna-Maria Moretti por parte del novio, y por la de la novia, su primo Friedrich von Apfelgrüne —acababa de casarse con una joven baronesa un poco tonta pero muy guapa, de la que se había enamorado en un baile en casa de los Kinsky pisándola y rasgándole el vestido— y el ministro de Asuntos Exteriores austríaco, otro primo de la abuela de Lisa. Moritz Kledermann, un poco menos impasible que de costumbre, había encontrado una sonrisa para entregar a su hija al que iba a convertirse en su esposo. Una Lisa cubierta de muselina blanca, encantadora y muy emocionada bajo la inmensa pamela transparente. Estaba tan radiante que la anciana marquesa de Sommières, ahora su tía abuela, había perdido toda su circunspección derramando abundantes lágrimas en el momento del compromiso mutuo.
A continuación, tras la comida servida en el palacio Adlerstein con una pompa digna de una archiduquesa, la nueva pareja había escapado en automóvil para pasar sus primeras horas de intimidad en un encantador albergue situado a orillas del Danubio, después de haber dado cita en el muelle de los Esclavones, en Venecia, a aquellos cuya compañía deseaban durante el viaje que les ofrecía su amigo Louis de Rothschild: Adalbert, la señora de Sommières y Marie-Angéline du Plan-Crépin. Es decir, los que habían sido compañeros de aventuras de Aldo durante la búsqueda de las piedras perdidas.
Porque, en realidad, el barón Louis y su barco no se limitaban a llevar a una pareja de enamorados. Se dirigían a Haifa para ir desde allí a Jerusalén, donde los recibiría el presidente de la organización sionista, Chaim Weitzmann, el gran químico que durante la última guerra dirigía los laboratorios del Almirantazgo británico y gracias al cual, durante ese período, judíos y árabes vivían bastante apaciblemente en Palestina. Era a él y al gran rabino a quienes Morosini y Vidal-Pellicorne entregarían el pectoral del sumo sacerdote, en esos momentos guardado en la caja fuerte del yate. En resumen, todos los participantes del crucero, jóvenes esposos y amigos, se limitaban a componer una escolta digna de él.
—¿Quién ha oído hablar alguna vez de un viaje de novios con seis o siete participantes? —dijo Morosini, arreglando con ternura el pañuelo que Lisa se había puesto en la cabeza—. Seguramente tú habrías preferido algo más romántico.
La joven se echó a reír.
—Viajes haremos muchos más, porque ya no vamos a separarnos y porque Mina va a reincorporarse al trabajo. Y eso es excitante.
—¡No me digas que voy a ver reaparecer los trajes sastre con chaqueta en forma de cucurucho de patatas fritas y los zapatos planos con cordones!
—¡Ni hablar! Quiero seguir gustándote. Y puedes tranquilizar a Angelo Pisani, que está muerto de miedo pensando que el antiguo sargento de la casa podría volver a ocupar su puesto. Estaré encantada de trabajar contigo, pero también tengo intención de hacer un poco de princesa, aunque sólo cuando tenga que cuidarme para no poner en peligro a tu descendencia.
—¿De verdad? —dijo Aldo, estrechándola un poco más fuerte contra sí—. ¿Quieres tener hijos?
Ella frunció la naricilla y besó a su marido en la mejilla.
—¡Pero si estoy aquí para eso, cariño! ¡Y quiero una caterva! Tendremos… dos o tres niñeras… y un bañero para que les impida ir a chapotear al Gran Canal cada vez que se les pase por la cabeza.
—¡Estás loca! ¡Pero cuánto te quiero!
Y Aldo besó a su mujer de un modo muy poco conyugal.
Lisa se apartó y cogió a su marido de la mano para llevarlo hacia la proa del barco. Se había puesto seria.
—¿A qué viene esa expresión tan grave de repente? —preguntó Morosini, preocupado.
—Me pregunto si llegaremos algún día a esa cita en Jerusalén. No se puede decir que el pectoral haya tenido mucha suerte desde que existe.
—¿Qué te ronda por la cabeza?
—No lo sé: piratas berberiscos…, una tormenta, un huracán quizás…, un rayo…
—¡Lisa, Lisa! ¡Ay, es malo ser tan optimista! —exclamó Aldo, riendo de buena gana—. Pero si te empeñas en desvariar, ten esto bien presente: en caso de naufragio, te cojo entre mis brazos y no te suelto. Si el pectoral quiere ir a dar una vuelta por el fondo del agua, es cosa suya, pero tú eres lo más precioso que tengo en el mundo, así que, o vivimos juntos o morimos juntos.
—¡Hummm! ¡Eso suena a música celestial! ¿Te importaría hacer un bis, por favor?
—No me gusta repetirme —protestó Aldo, cerrando la boca de Lisa con un largo beso.
Saint-Mandé, julio de 1996
Fin
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