Dos días antes, al llegar a la Casa de Pilatos con el séquito real para tomar el té, Morosini había tenido ocasión de ver por primera vez el retrato de Juana la Loca que había deseado examinar después del concierto de la noche pasada. Con su taza en la mano, se había acercado a él, pero ya había alguien allí removiendo el té con una cucharilla sin prestar la menor atención a lo que hacía. Era un hombre mayor, más tieso que una vela, más rígido que una tabla y aproximadamente igual de grueso. El perfil que ofrecía no era muy seductor: la ausencia de mentón y una frente huidiza de la que partían largos cabellos grises hacían destacar una nariz larga y puntiaguda y, sobre el cuello almidonado, una prominente nuez de Adán que parecía en perpetuo movimiento. El hombre debía de ser presa de una gran emoción, pero, como se eternizaba e interceptaba el paso hacia el cuadro, Morosini se acercó y dijo, adoptando una actitud sumamente amable para disimular su impaciencia:
—Magnífico retrato, ¿verdad? Uno no sabe qué debe admirar más, si el arte del pintor o la belleza de la modelo.
La cucharilla se detuvo; la nuez de Adán, también. La nariz dio un cuarto de vuelta y su propietario examinó a Morosini con la mirada gélida de un par de ojos que poseían el color y la ternura del cañón de una pistola.
—Que yo sepa, no hemos sido presentados —dijo el personaje.
—No, pero me parece que es una laguna fácil de colmar. Soy…
—No me interesa quién es usted. Para empezar, no es español, eso salta a la vista, y además no se me ocurre ninguna razón para que trabemos conocimiento. Entre otras cosas, por lo inoportuno que es: acaba de interrumpir un instante de emoción pura. De modo que le ruego que siga su camino…
—¡Con mucho gusto, señor! —repuso Morosini—. Jamás habría creído que fuera posible encontrar a una persona tan grosera en una casa como ésta.
Y le dio la espalda para volver con el grueso de los invitados. De camino, fue detenido por la marquesa de Las Marismas —doña Isabel—, que lo asió de una manga.
—Le he visto hablando con el viejo Fuente Salada y no parecía que se entendieran muy bien —dijo con una sonrisa burlona.
—Sí, nos hemos entendido perfectamente, aunque ha sido más bien desagradable.
Aldo le contó la breve escaramuza y la joven se echó a reír.
—Compréndalo, querido príncipe —dijo—, ha cometido usted un crimen de lesa majestad: ¡osar interrumpir la conversación que Don Basilio, que es como se le conoce, sostenía con su amada reina!
—¿Su amada…? ¿Significa eso que está enamorado del retrato?
—No, de la modelo. Yo incluso diría que es la gran pasión de su vida, desde la infancia.
—¡Vaya ocurrencia! No me imagino soñando con la imagen de una princesa tan sombría.
—Porque no es usted español. Reconozco que sobrecoge un poco, pero para muchos de nosotros es una mártir. Además, fue la última reina antes de que llegaran los Habsburgo: Carlos V, su hijo, y todos sus descendientes. Su matrimonio con Felipe el Hermoso representó una catástrofe para el país. En fin, volviendo a Fuente Salada, no cabe duda de que actualmente es la mayor autoridad en lo que se refiere a la historia de Juana.
—Lástima que sea tan desagradable; seguramente habría sido interesante charlar con él.
—¿Quiere que lo arregle? Venga, se lo presentaré. Siempre ha tenido debilidad por mí. Dice que me parezco a ella.
—Es verdad, pero usted es mucho más guapa. En cuanto al marqués, no tengo ningunas ganas de volver a aventurarme en unas aguas tan salobres. De todas formas, gracias por el ofrecimiento.
¡Cuánto lamentaba ahora haber rechazado la proposición! Se le ocurría un montón de preguntas para hacerle al tal Don Basilio. El nombre le iba que ni pintado; sólo le faltaba el enorme sombrero y la sotana de jesuita para ser igual que el modelo. [2] Ahora no le quedaba más remedio que tratar de congraciarse con él, aunque tuviera que tragarse su orgullo.
Al entrar en el salón de los Embajadores, cuya decoración y, sobre todo, la magnífica cúpula de madera de naranjo databan de la época de Pedro el Cruel, Morosini encontró una agitación absolutamente desacostumbrada. La reina todavía no había hecho acto de presencia, y en general se la esperaba charlando; pero esta vez predominaba una atmósfera de excitación entre todas aquellas personas vestidas de etiqueta. El centro del revuelo parecía ser la duquesa de Medinaceli, que manejaba con nerviosismo un abanico de plumas de avestruz negras. Aldo iba a acercarse a ella, pero la duquesa ya lo había visto y se dirigía hacia él.
—Príncipe, esta tarde he encargado que lo buscaran, pero ha sido imposible encontrarlo. ¿Ha visto ya a la policía?
—¿A la policía? No. ¿Por qué?
—Créame que lo lamento muchísimo, pero ha sido inevitable llamarla: ha habido un robo en mi casa. Se han llevado un cuadro de gran valor, el retrato de Juana la Loca. Quizá se fijara en él.
—¿Fijarme? Me interesaba muchísimo; incluso pensaba hablar con usted sobre él. ¿Cuándo lo han robado?
—Anoche, durante la fiesta, aunque no sabría decir en qué momento. Ah, aquí está su majestad… Sólo dos palabras: la policía me ha pedido la lista de invitados, incluidos los acompañantes de la reina.
La duquesa tuvo el tiempo justo para ir a ocupar su lugar y hacer la reverencia: Victoria Eugenia, sonriente y luciendo una diadema de brillantes, acababa de cruzar el umbral del salón. Doña Isabel iba detrás de ella, e instintivamente Aldo buscó a Don Basilio entre los invitados.
No le costó mucho localizarlo: Fuente Salada estaba justo enfrente de él, al otro lado de la estancia. Su actitud arrogante pero serena sorprendió a Morosini. La agitación se había calmado tras la entrada real, de acuerdo, pero aun así él debía de estar al corriente de un robo que tenía que haberlo sumido en un abismo de dolor. La idea de que su amada estuviera en manos de un vil bribón debía de resultarle insoportable. O quizás aún no supiera nada, en cuyo caso valdría la pena observar su reacción.
Mientras la reina hablaba con uno u otro grupo de invitados, Morosini se llevó a doña Isabel aparte.
—Tengo que pedirle un favor, querida amiga. Es… un poco delicado, y no quisiera que me tomara por un veleta que cambia constantemente de parecer.
—¡Cuántos preámbulos! Vamos, pida lo que sea.
—Ese viejo irascible, el marqués de Fuente Salada… Quisiera que nos presentase.
Una expresión divertida se pintó en el encantador rostro de la joven.
—¿Acaso le gusta que lo martiricen, querido príncipe?
—En absoluto, pero necesito hacerle algunas preguntas. Usted me dijo que era una autoridad en todo lo relativo a Juana la Loca, ¿no?
—Sí, lo es; pero ¿no teme que hoy sea un momento aún peor que el otro día? Ya sabe que han robado el retrato que se encontraba en casa de los Medinaceli. Debe de estar de un humor de perros.
—No lo parece. Incluso se diría que está muy tranquilo. Tal vez aún no lo sepa.
—En ese caso, vamos allá.
Pero Don Basilio lo sabía. Para ser exactos, acababa de enterarse, pues su lívido rostro estaba adquiriendo una curiosa tonalidad rosácea que en él debía de ser signo de una violenta emoción. Movía de un lado a otro la cabeza de pájaro y la larga nariz, como si intentara olfatear el rastro del malhechor.
—¡Increíble! ¡Inconcebible! ¡Absolutamente escandaloso! —no cesaba de repetir. Y a continuación puso por testigo a la señora de Las Marismas—: ¿No es usted del mismo parecer, querida Isabel? Vivimos en el siglo de las abominaciones.
La conciliadora doña Isabel se puso enseguida manos a la obra.
—El príncipe y yo compartimos su opinión, querido don Manrique —dijo—. Por cierto…
El marqués interrumpió un instante sus imprecaciones para clavar unos ojos de búho en el recién llegado.
—¿El príncipe? —masculló—. ¿Príncipe de qué, si puede saberse?
El tono era tan despreciativo que, pese a sus buenos propósitos, Aldo se ofendió.
—Cuando alguien cuenta con cuatro dux de Venecia entre sus antepasados, uno de ellos un príncipe del Peloponeso —dijo con la misma arrogancia que el otro—, no tiene que rendir cuentas de sus blasones a un hidalgüelo español.
Doña Isabel se interpuso valientemente en la disputa.
—¡Señores, señores! ¡Piensen que la reina está aquí! Esta reyerta no es propia de hombres cuya inteligencia y cuyos grandes conocimientos deberían permitirles simpatizar. Permita, pues, príncipe, que le presente…, privilegio de la edad —precisó con una sonrisa, para evitar confusiones—, al marqués de Fuente Salada, chambelán de su majestad la reina María Cristina, viuda de nuestro añorado rey Alfonso XII. Don Manrique, éste es el príncipe Morosini, un gran señor y un experto internacional en joyas históricas. Su cultura es casi tan vasta como la de usted. Además, el rey, a quien ha prestado un gran servicio, lo aprecia mucho.
Fuente Salada esbozó un saludo, mirando desafiante al veneciano al tiempo que mascullaba, incorregible:
—¡Hummm, hummm!… ¡En el fondo, nobleza de comerciantes!… ¿Y de qué podríamos hablar?
—De ese magnífico período español llamado Siglo de Oro —dijo Morosini, impávido—, y en particular de la más desdichada y tal vez la más atrayente de las reinas, ésa cuyo retrato un malhechor ha osado robar, doña Juana…
El otro lo interrumpió con un gesto, carraspeó, sacó del chaqué un pañuelo enorme, se limpió con él la nariz y declaró:
—Ni el lugar, ni la hora, ni las circunstancias me parecen apropiados para evocar tan noble recuerdo. No podría decir usted nada que yo ya no supiera. Además, sólo acepto hablar de ella en un sitio, el de su martirio. En Tordesillas, donde tengo una casa. Y estamos lejos de allí.
—¿Por qué no en Granada, puesto que en la capilla real de su catedral es donde descansa, junto a su esposo y su madre? —preguntó Morosini en tono provocador.
—Porque ahí sólo hay cenizas y a mí lo único que me importa es la vida. Para servirlo, señor. Están anunciando la cena y no tenemos nada más que decirnos. Querido duque, lo acompaño —añadió, inclinándose con solicitud sobre la cabeza calva del hombre del Toisón de Oro, que parecía dormir de pie.
La marquesa los miró perderse entre la multitud.
—¡Será imbécil! —exclamó—. Hay que compadecer a las reinas por estar condenadas a vivir a diario con gente así. Éste ni siquiera tiene la disculpa de creerse don Quijote, como uno que yo conozco. Simplemente está afectado de cursilería [3] crónica.
—¿Cursilería? ¿Qué es eso?
—Una especie de esnobismo. Ser cursi es ser pomposo, pretencioso, encopetado pero adoptando cierta actitud que sobrepasa el sentido burgués de la respetabilidad. Manrique pertenece a la alta nobleza, antigua pero sin mucha educación, de modo que profesa una auténtica devoción a todo lo que lleva corona ducal, principesca o, por supuesto, real.
—¡La mía no ha parecido impresionarle mucho!
—Porque es usted extranjero. El hidalgo más insignificante vale para él más que un lord inglés o un príncipe francés. Y estos últimos, todavía, porque no olvida que nuestros reyes son Borbones. Y ahora, puesto que es mi vecino de mesa, ofrézcame el brazo y vayamos a cenar, si no acabará por llamar la atención.
A las doce y media, Aldo estaba de vuelta en el Andalucía Palace, lo suficientemente cerca del Alcázar para que resultara agradable regresar a pie disfrutando de una hermosa noche de primavera.
Lo que lo esperaba en la casilla del correo no lo era tanto: el comisario de policía Gutiérrez lo convocaba a la mañana siguiente a las diez. Por lo que parecía, estaba escrito en su destino que debería tener tratos con la policía en todas sus estancias en el extranjero: después de París, Londres; después de Londres, Salzburgo; y ahora Sevilla. Sin contar, por supuesto, la de su propio país.
«Algún día escribiré una monografía comparada», pensó mientras se metía con gusto en la cama. Esa convocatoria no le preocupaba: ¿acaso no había dicho doña Ana que las autoridades deseaban hablar con todos los invitados? Además, ¿no habían llegado a convertirse algunas de sus relaciones con la policía en sólida amistad, como la que unía a su amigo Adalbert y a él con Gordon Warren, de Scotland Yard?
Sin embargo, al entrar al día siguiente en el despacho del comisario Gutiérrez supo de inmediato que no tenía muchas posibilidades de que éste llegara a convertirse en un viejo amigo. El funcionario recordaba de forma irresistible un toro rabioso. Tenía la cabeza enorme y una cabellera engominada de un negro azulado. El rostro, rubicundo; la barba, corta y cortada en punta, tan oscura como el cabello, del que caía una especie de caracol sobre una frente maciza. Los ojos eran oscuros, de mirada desdeñosa y muy dominadora. Si a ello se añadía un tronco cuadrado que emergía de la mesa cubierta de papeles y unas manos impresionantes, se obtenía una imagen lo menos tranquilizadora posible para quien no tenía la conciencia tranquila.
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