Una vez que hubo observado con ojo crítico la alta y elegante figura masculina que estaba de pie ante él, el personaje, después de consultar una nota que enseguida tapó con su ancha mano, gruñó:

—¿Se llama usted… Morosini?

—Ese es mi apellido, en efecto —respondió Aldo, sentándose tranquilamente en una silla colocada delante de la mesa y estirando con cuidado la raya de los pantalones.

—No creo haberle ofrecido asiento.

—Un simple olvido por su parte, supongo —repuso el príncipe sin alterarse—. Pero ya estoy sentado. Si no me equivoco, desea hablar conmigo sobre el robo de que fue víctima la duquesa de Medinaceli anteayer en la Casa de Pilatos.

—Así es. Y estoy convencido de que tiene cosas muy interesantes que contarme.

Morosini alzó una ceja para mostrar su sorpresa.

—No sé cuáles, pero pregunte y trataré de contestarle.

—Muy sencillo: ¿quiere decirme dónde se encuentra actualmente el cuadro en cuestión?

El interpelado se sobresaltó y frunció el entrecejo.

—¿Cómo voy a saberlo? No he sido yo quien lo ha cogido.

Gutiérrez adoptó una expresión astuta que quedaba de lo más forzada.

—Eso es lo que habría que ver. Ya imagino que no le es posible decirme dónde está exactamente el retrato de la reina Juana. Supongo que, tras llegar hasta el mar por el Guadalquivir, se dirige hacia algún lugar de África o a cualquier otro destino, y que registrar su habitación del Andalucía no serviría de nada.

—En otras palabras, me acusa de ladrón, y sin tener la mínima prueba.

—Aunque todavía no la tenemos, no tardaremos en encontrarla. De todas formas, alguien sospecha que usted ha robado ese objeto, y un sirviente lo vio salir de la casa en plena fiesta.

—¡Eso es ridículo! Estaba siguiendo a una dama…

—Que el sirviente no vio, lo que no significa que no existiera realmente y que quizá llevara el cuadro bajo el vestido. Sin el marco, no ocupa mucho, y en una fiesta de disfraces se llevan faldas amplias…

—Es verdad que salí, y también lo es que seguía a una dama… Pero se lo explicaré todo a la duquesa. No creo que sea usted capaz de comprender lo que me ocurrió ayer. Ella sí.

—¡Llámeme idiota, sólo le falta eso!… Y estese quieto, Morosini. No soporto que no paren de moverse delante de mí.

—Y yo no soporto que se me trate como si fuera un delincuente y que no se me tenga la consideración debida. No soy Morosini, al menos para usted; soy el príncipe Morosini, y puede llamarme excelencia o príncipe, como prefiera. Debo añadir que he venido a esta ciudad por invitación de su majestad el rey Alfonso XIII, formando parte del séquito de la reina. ¿Qué tiene que decir a eso?

Era muy raro que Aldo hiciese semejante alarde de nobleza, que quizá quedaba un poco esnob, o más bien cursi, pero ese cernícalo tenía la virtud de sacarlo de sus casillas. Sin embargo, la réplica parecía haber producido algún efecto. El comisario perdió un poco de color y pestañeó.

—La duquesa no ha dicho nada de eso —dijo en un tono más conciliador, aunque sin pensar ni por un instante en disculparse—. Se ha limitado a dar la lista de sus invitados de anteayer.

—¿Y ha puesto en la lista Morosini sin más?

—N… no. Ha indicado su título. Organizaré un careo entre usted y el sirviente, pero el hecho es que si sobre usted pesan graves sospechas es porque uno de sus iguales…, me refiero a uno de los asistentes a la fiesta, está convencido de su culpabilidad. Esa persona dice que mostraba un interés sospechoso por el cuadro, y como se trata de una personalidad absolutamente…

—Déjeme adivinar de quién se trata. ¿Es quizá mi acusador el marqués de Fuente Salada?

—No tengo por qué revelarle mis fuentes.

—Ya lo creo que va a revelármelas, porque sólo aceptaré participar en un careo con el sirviente si hace venir también a ese personaje, del que tal vez usted ignora que siente por el cuadro en cuestión una auténtica pasión. Yo me limité a mirarlo; él, por un momento creí que iba a cubrirlo de besos.

—¡Nadie besa un cuadro! —repuso Gutiérrez, no sólo cerrado a toda forma de humor sino abiertamente escandalizado.

—¿Por qué no, si se está enamorado de la persona que representa? ¿Usted nunca ha besado una foto de su mujer?

—La señora Gutiérrez, mi esposa, no es de las que permiten esa clase de familiaridades.

Eso, Morosini no lo ponía en duda. Si se parecía a su dueño y señor, debía de ser un verdadero antídoto contra el amor. Pero no estaban allí para discutir sobre la vida privada del comisario.

—Sea como sea, insisto en que si alguien siente un gran interés por ese cuadro es él.

—Según él, usted también. ¿A quién creer, entonces?

—Pónganos cara a cara y lo verá.

El comisario no se rendía. Se guardaba en la manga un argumento que creía de peso.

—¿Es cierto que usted ejerce la profesión de anticuario?

—Sí, pero no me dedico a los cuadros. Estoy especializado en piedras preciosas y joyas antiguas. Y, para que se entere, cuando trataba de examinar el famoso retrato lo que deseaba ver de cerca era sobre todo el rubí que la reina lleva en el cuello. El pintor lo reprodujo con una gran fidelidad y tengo razones para creer que esa piedra es una de las que busco para un cliente.

—¿Y cree que voy a tragarme eso?

—Mire, señor comisario, me es absolutamente indiferente que lo crea o no. De modo que, si no le importa, vamos a ir juntos a la Casa de Pilatos y allí formulará su acusación en presencia de la duquesa, de su sirviente y de Don… del marqués de Fuente Salada, a quien mandará buscar.

—Eso es justo lo que tengo intención de hacer, pero no bajo sus órdenes. Le aconsejo que no se muestre tan altanero. Dirigir la investigación es mi trabajo, y voy a tomar las disposiciones necesarias para organizar esa reunión… mañana a la hora que le vaya bien a la duquesa. Mientras tanto, usted permanecerá bajo vigilancia.

—Espero que no pretenda obligarme a quedarme en este lugar.

—¿Por qué no? Me gustaría que probase una prisión española.

—Le aconsejo como amigo que abandone ese proyecto; de lo contrario, telefonearé a mi embajada en Madrid, y llegado el caso puedo llamar también al Palacio Real para pedir que me busquen un abogado. Después…

Tras hacer amago de embestir al insolente para cornearlo, el toro se conformó con rebufar, se aclaró la garganta y finalmente masculló:

—Está bien, puede irse, pero le advierto que lo vigilarán y lo seguirán a todas partes.

—Si eso le complace, adelante. Sólo le digo que debo ir al Alcázar Real para despedirme de su majestad. Formo parte provisionalmente de su séquito y tenía que volver a Madrid con ella esta noche. He de disculparme y pedir permiso para quedarme.

—¿No aprovechará para huir? ¿Me da su palabra?

Morosini le dedicó una sonrisa burlona.

—Se la doy con mucho gusto, si es que la palabra de un… ladrón representa algo para usted. No se preocupe: mañana seguiré estando aquí. No soy de los que se escabullen ante una acusación y tengo intención de llegar hasta el final de este asunto antes de volver a mi casa.

Después de pronunciar estas palabras, se despidió con desenvoltura y salió.

Sin apresurarse, fue a la residencia real totalmente decidido a no decirle a la reina ni una palabra acerca de sus dificultades con la policía. Presentó sus disculpas por no acompañar a su majestad durante el viaje de vuelta, alegando un irresistible deseo de quedarse algún tiempo más en Andalucía. A cambio, recibió la garantía de que siempre sería recibido con sumo placer, tanto en Madrid como fuera de la capital, y a continuación se despidió. Doña Isabel, a quien ese deseo de quedarse en Sevilla resultaba un tanto sorprendente, lo acompañó hasta la salida de los aposentos reales.

Cuando una mujer inteligente quiere saber algo, en general consigue averiguarlo. En este caso, además, Aldo no tenía ningún motivo para ocultarle la verdad.

—¿Lo acusan de robo? —dijo con indignación—. ¿A usted? ¡Pero eso es un disparate!

—Tiene su explicación: ha sido cosa de Don Basilio.

Ese hombre me detesta, debe de pensar que tengo algo contra su querido retrato y hace lo posible para librarse de mí. Actúa en buena lid…, sobre todo si cree sinceramente que soy culpable.

—¿Por qué no le ha dicho nada a su majestad?

—¡Ni pensarlo! Quiero cuidar mi imagen, y las relaciones con los alguaciles siempre dejan una pequeña sombra. Además, me gusta solucionar mis asuntos yo mismo.

—Está loco, amigo. Se expone a tener encima a ese tal Gutiérrez un montón de semanas. Puede perfectamente mandarlo a pudrirse en la cárcel hasta que encuentren el cuadro.

—¿Y qué pasa con los derechos de las personas?

—¿Los derechos? Recuerde que esto no queda lejos de África y que el tiempo no cuenta. En serio, si después de ese careo el comisario pretende retenerlo, exija que se informe a Madrid. De todas formas, voy a dar instrucciones al mayordomo que se ocupa de nuestra casa de Sevilla. Confío plenamente en él. Estará atento y, llegado el caso, me avisará.

Morosini le cogió una mano a la joven y se la acercó a los labios.

—Es usted una buena amiga. Gracias.

Después de despedirse de doña Isabel, se dirigió hacia la catedral vecina, imponente y hermosa bajo el sol matinal. Allí, por más que buscó en todas las puertas del monumento, no vio por ninguna parte el blusón rojo de su mendigo. En cierto sentido, valía más así, a fin de evitar que el policía encargado de vigilarlo se hiciera preguntas. Como no tenía otra cosa que hacer, Aldo decidió pasearlo. Para ofrecerle un ejemplo edificante, entró a rezar una oración en la catedral y luego se dirigió tranquilamente a la calle Sierpes, donde estaba prohibida la circulación de vehículos y que era el centro neurálgico de la ciudad. Allí abundaban los cafés, los restaurantes, los casinos y los clubes donde, detrás de amplios ventanales, los hombres acomodados de Sevilla se solazaban tomando bebidas frescas, fumando enormes puros y contemplando la animación de la ciudad. En vista de que era más de la una de la tarde, Morosini decidió ir a comer y entró en Calvillo para degustar el famoso gazpacho andaluz, unos langostinos a la plancha y mazapán, todo regado con un Rioja blanco que resultó excelente. No se podía decir lo mismo del café, tan denso que casi podía mascarse y que tuvo que ayudar a bajar bebiendo un gran vaso de agua. Tras de eso, considerando que su ángel de la guarda merecía un poco de descanso, decidió echar una siestecita, como todo el mundo, y regresó al agradable fresco del Andalucía. Su vigilante podría elegir entre los sillones del gran vestíbulo y las palmeras del jardín.

Naturalmente, no durmió. Principalmente, porque la siesta no formaba parte de sus hábitos, pero también porque, pese a su aparente serenidad, aquella historia le fastidiaba. No tenía ganas de eternizarse en Sevilla. Además, el comisario Gutiérrez no le inspiraba ninguna confianza; si lo había dejado libre, quizá fuese para tener tiempo de pensar la mejor forma de soslayar la protección real sin jugarse la carrera, pero estaba decidido a clavarle las garras. Fuera cual fuese el resultado del careo del día siguiente, Morosini estaba casi seguro de que encontraría la manera de hacerlo pasar por la cárcel.




Unos golpes en la puerta interrumpieron su acceso de morbidezza, como decían en su país, y su lento descenso hacia las oscuras profundidades del desánimo. Fue a abrir y se encontró frente a un botones con uniforme rojo adornado con galones, que le presentaba una carta sobre una bandeja de plata. En realidad, no era más que una nota, pero al leerla Aldo tuvo la impresión de que acababan de insuflarle oxígeno: en unas pocas palabras, la duquesa de Medinaceli le rogaba que fuese a charlar un rato con ella hacia las siete. «Estaremos solos. Venga, por favor. Me disgustaría que se llevara de Sevilla una imagen desagradable.»

¿Significaba eso que doña Ana estaba al corriente y no daba ningún crédito a la acusación formulada contra él? Confiaba en ello. Además, quizá la amable mujer supiera algo sobre la joya.

Así pues, fue con entusiasmo a darse una ducha, antes de ponerse un elegante traje gris antracita cuyo corte impecable hacía plena justicia a sus anchos hombros, sus largas piernas y sus estrechas caderas. Una camisa blanca con cuello de pajarita y una corbata de seda en tonos grises y azules completaron un atuendo perfecto para visitar a una dama a última hora de la tarde. Una rápida mirada a un espejo le mostró que su espesa y morena cabellera empezaba a encanecer en las sienes, pero ese detalle no le preocupó. Al fin y al cabo, le sentaba bien a su piel mate, tensada sobre una osamenta de una arrogante nobleza, y a sus ojos azul acero, en los que a menudo chispeaba la ironía.