Tranquilo sobre su aspecto físico, cogió un sombrero y unos guantes y llamó a recepción por el teléfono interior para pedir un coche ante el que, al cabo de un momento, se abrió la verja de la Casa de Pilatos.

Encontró a la señora de la casa en el jardín. Ataviada con un vestido de crespón rojo oscuro y luciendo un collar de perlas de varias vueltas, lo esperaba sentada en un gran sillón de mimbre, junto a una mesa sobre la que había algunos refrescos. Morosini observó que parecía nerviosa, ansiosa incluso; no obstante, respondió a su besamanos con una encantadora sonrisa.

—Ha sido muy amable viniendo, príncipe. Ver de nuevo este palacio no debe de causarle un placer infinito.

—¿Por qué no? Es una fiesta para los ojos —repuso Aldo en tono cordial, dejando que su mirada vagara por la jungla florida y perfumada de uno de esos jardines que constituyen una de las más bellas manifestaciones del espíritu andaluz.

—Sin duda, pero en él suceden cosas desagradables. No sé cómo expresarle lo confusa y disgustada que me siento por que se hayan atrevido a involucrarlo en este desagradable asunto del cuadro robado. Debería haber venido a contármelo de inmediato. De no ser por doña Isabel, aún no me habría enterado.

—Ah, ha sido ella quien…

—Sí, ha sido ella… Esa acusación es ridícula. No nos conocemos mucho, pero su reputación habla en su favor. Hay que estar mal de la cabeza, como ese pobre Fuente Salada, para tomarla con usted. En cuanto a ese majadero que afirma que lo vio perseguir a una dama que no existía, voy a despedirlo…

—¡Ni se le ocurra hacerlo! El pobre chico se ha limitado a decir la verdad. Me vio salir; Estaba cruzando el patio principal con una bandeja cargada de copas y le pregunté el nombre de una dama a la que sólo veía yo. Él no vio a nadie.

—Y el comisario ha sacado la conclusión de que usted intentaba distraer su atención a fin de permitir a un o una cómplice salir con el retrato.

—¿Es eso lo que cree? Podría habérmelo dicho. En cualquier caso, es ridículo. —Aldo rió—. ¿Cómo habría podido distraer su atención señalándole a una dama a la que él no veía y que…

Se interrumpió; un criado más imponente que un ministro acababa de presentarse con las bebidas. Morosini aceptó un dedo de jerez y su anfitriona optó por lo mismo. Después, tan silenciosamente como había surgido de entre unos naranjos en flor, el hombre se esfumó.

La duquesa hizo girar por un instante la copa entre sus dedos.

—¿Puede describirme a esa mujer?

—Desde luego. Y también puedo decirle hasta dónde la seguí. Pero… temo que me tome por loco, doña Ana.

—Hable, por favor.

La duquesa escuchó tranquilamente, sin hacer ningún comentario y sin mostrarse sorprendida. Luego dijo con la mayor naturalidad del mundo:

—Algunos afirman que aparece aquí todos los años en la misma fecha. Yo nunca la he visto, porque sólo se aparece a los hombres.

—Entonces, ¿la conoce?

—Todos los sevillanos conocen la historia de la Susona. Está grabada en la memoria colectiva. Mi suegro aseguraba que la había visto, y también uno de nuestros mayordomos, al que encontraron una mañana vagando por las calles totalmente privado de razón. Dicen que viene aquí por el retrato de la reina, pero sobre todo por el rubí que lleva al cuello. A lo mejor es la responsable del robo del cuadro.

—No creo que tuviera posibilidad de hacerlo. En cualquier caso, cuando la seguí no llevaba nada. Pero, ya que hablamos de la joya representada en el lienzo, ¿puede decirme qué ha sido de ella? Una piedra de esa importancia debe de haber dejado su rastro en la historia.

La duquesa separó sus pequeñas manos cargadas de anillos en un ademán que expresaba ignorancia.

—Me avergüenza confesar que no sé nada al respecto, y eso que descendemos del marqués de Denia, que fue el carcelero de Tordesillas, donde la pobre reina sufrió tan larga cautividad y a veces en terribles condiciones. Denia y su mujer eran increíblemente rapaces y no me extrañaría nada que se hubieran apoderado de las pocas joyas que la reina conservaba. Pero también es posible que en el momento de su muerte el rubí ya no le perteneciera; si no, habría llegado hasta nosotros por herencia. Quizá doña Juana se lo regalase a su última y muy querida hija, Catalina, cuando ésta se marchó de Tordesillas para casarse con el rey de Portugal. Pero, ahora que caigo, puesto que mañana tenía usted que mantener un careo con Fuente Salada, podríamos preguntarle qué sabe de la joya. Creo que no ignora nada referente a la reina loca.

—¿Ha dicho «tenía»? Sigo teniendo que mantener ese careo, señora duquesa…, a no ser que se niegue a que se realice en su casa. Le confieso que lo lamentaría, porque he puesto muchas esperanzas en él.

—No será necesario. Tengo intención de solventar este asunto esta misma tarde: dentro de un cuarto de hora escaso, el comisario Gutiérrez estará aquí. En cuanto a Fuente Salada, voy a mandar que le lleven una invitación para comer con usted mañana. Lo conozco y sé que vendrá corriendo —añadió con una sonrisa que Aldo imitó.

—¿Por… cursilería?

—Sí, por cursilería. Ese hombre es incapaz de resistirse a un título ducal, y yo poseo nueve. Es un personaje curioso; todas las primaveras realiza una especie de peregrinación: aquí y a Granada, por el retrato y por la tumba.

Nunca dejamos de invitarlo, pero esta vez la reina ha llegado al mismo tiempo que él.

—Me ha sorprendido que no formara parte del séquito real. Me han dicho que era chambelán.

—De la reina María Cristina, la madre del rey y viuda de Alfonso XII. Vive retirada en Madrid, y el título de chambelán ya ha quedado prácticamente desprovisto de funciones. Además, creo que a su majestad le parecía fastidioso.

Con una puntualidad militar, Gutiérrez hizo su entrada en el minuto exacto que se le había indicado, saludó como correspondía y se sentó en el borde del asiento que le ofrecían, no sin lanzar a Morosini una mirada cargada de sobreentendidos; saltaba a la vista que no le hacía ninguna gracia encontrarlo allí. Y todavía le hizo menos cuando la anfitriona tomó la palabra.

—Señor comisario, le he pedido que venga a verme para evitar que continúe avanzando por un camino equivocado —dijo, dirigiendo al policía una de esas sonrisas a las que resulta difícil resistirse—. Estoy en condiciones de asegurarle que el príncipe Morosini, aquí presente, no tiene nada que ver con el daño que hemos sufrido.

—Le ruego que me perdone si me permito contradecirla, señora duquesa, pero los hechos y testimonios que he podido recoger no dicen mucho a favor de… su protegido.

La palabra había sido desafortunada. Doña Ana frunció su noble entrecejo.

—Yo no protejo a nadie, señor. Resulta que un incidente absolutamente fortuito me ha puesto en condiciones de ofrecerle un testimonio irrefutable. Mientras estábamos cenando, la marquesa de Las Marismas vino a pedir a su majestad la reina autorización para que el príncipe Morosini, que padecía un acceso de neuralgia, se retirara. A continuación, pidió un coche y mandó que lo llevaran a su hotel. Un rato más tarde, le rogué a mi secretaria, doña Inés Aviero, que fuera a buscarme un chal, y así lo hizo. Pues bien, doña Inés es tajante: el retrato estaba en su sitio cuando ella pasó por delante de él.

—Quizá no se dio cuenta. Cuando se está acostumbrado a ver un objeto día tras día, esas cosas pasan.

—A doña Inés, no. Ella se fija en todo y no pasa ningún detalle por alto. Usted mismo podrá preguntárselo; voy a hacer que la llamen.

—Si está segura del hecho, ¿por qué no dijo nada cuando interrogué a su personal?

—Usted no se lo preguntó —respondió la duquesa con una lógica implacable—. Además, fue al quedarnos solas ayer por la noche cuando doña Inés, después de haber reflexionado, me dijo que estaba segura de haber visto el retrato de la reina alrededor de la una de la mañana. Puesto que el príncipe nos dejó hacia las doce y media, saque usted mismo la conclusión.

El tono, que no admitía réplica, era de los que un modesto comisario, ante una de las damas más importantes de España, no podía permitirse poner en duda, pero era evidente que ganas no le faltaban. Sentado en su silla, replegado sobre sí mismo, la cabeza de toro hundida entre los hombros macizos, parecía incapaz de decidirse a levantar el asedio. Doña Ana, compadeciéndose de él y para darle tiempo de digerir su decepción, añadió, súbitamente afable:

—Tenga la bondad de informar al marqués de Fuente Salada de lo que acabo de decirle.

Gutiérrez se estremeció, como si despertara de un sueño, y no sin esfuerzo se puso en pie.

—De todas formas, el señor marqués no hubiera venido mañana. Acabo de pasar por casa de su primo, donde se aloja cuando viene a Sevilla, y me han dicho que ya se ha marchado.

—¡Cómo! —se indignó la duquesa—. ¿Lanza una acusación gratuita y se marcha? Esa es la mejor prueba de que lo movía el rencor y de que se trataba de simple maldad.

—Yo me inclinaría más bien por el simple ahorro —sugirió el comisario, empeñado en defender a un hombre tan valioso—. Ha pensado que, si aprovechaba el tren real para volver a Madrid, el viaje no le costaría nada.

Morosini se echó a reír.

—Quizá simplemente ha recapacitado —dijo con indulgencia—. En lo que a mí respecta, bien está lo que bien acaba, y ahora voy a preocuparme por mi propio viaje de vuelta.

Se disponía a levantarse también, pero doña Ana lo retuvo.

—Quédese un momento. Señor comisario, su investigación se encuentra en un punto muerto y debe de tener usted mucho que hacer. No le entretendré más.

Gutiérrez se marchó, pero su forma de arrastrar los pies decía claramente que lo hacía de mala gana.

—No parece muy convencido —comentó Morosini.

—Eso es lo de menos. Lo que cuenta es que deje de importunarlo. Su acusación era grotesca.

—Pero normal cuando no se conoce a una persona y se trata de un extranjero.

—Es normal sobre todo cuando uno es de pocos alcances. La primera cualidad de un buen policía es saber distinguir con quién está tratando.

Se oyó la campana de un convento vecino. Aldo se levantó de nuevo, esta vez sin que se lo impidieran. Su mirada chispeaba cuando se inclinó sobre la mano de su anfitriona:

—Le debo un gran favor, duquesa. Un favor mucho mayor de lo que quiere reconocer.

La misma llamita de diversión brilló en los ojos oscuros de doña Ana.

—¿Acaso insinúa, querido príncipe, que lo que acabo de afirmar no es la expresión misma de la verdad?

Morosini aspiró la brisa fresca que venía del mar y agitaba con majestuosidad la cima de las grandes palmeras.

—No hace calor y el vestido de su gracia —empleó adrede el título inglés reservado a las duquesas porque le parecía que a doña Ana le iba como anillo al dedo— es de un tejido precioso pero bastante fino…, y todavía no ha pedido un chal.

Esta vez, ella se echó a reír, se levantó también y fue a coger a Aldo del brazo. .

—¿Cree que debería?… De todas formas, yo nunca tengo frío. Pero… me gustaría saber por qué a Fuente Salada le han entrado tantas prisas por irse. No le importa hacerse el pobretón a pesar de que no está en la miseria, ni mucho menos. Entonces, ¿a qué viene lo de aprovechar el tren real?

—¿Un ataque agudo de cursilería?

—Me cuesta creerlo; se relaciona con el entorno real todo lo que quiere. A lo mejor ha sentido de verdad remordimientos por sus afirmaciones caprichosas.

—Es posible, pero si siente remordimientos me enteraré. Mañana por la mañana salgo para Madrid y no tengo intención de dejarlo escapar. No olvide que necesito sus conocimientos. Esa es, por cierto, la única razón por la que no le daré un buen puñetazo.

—¿Lo haría, si no fuera por eso?

—¿Cómo cree usted que reaccionaría un español en el mismo caso?

—Me temo que de forma violenta.

—Los venecianos somos igual de sensibles, pero le prometo que yo me comportaré con una amabilidad exquisita.

Lo que no dijo es que le estaba rondando una idea por la cabeza. ¿Y si por casualidad el ladrón fuera Don Basilio?

Llegaron al gran patio donde esperaba el mayordomo encargado de acompañar al visitante a su coche.

—Soy su esclavo para siempre, doña Ana —dijo Aldo, inclinándose—. Ahora sé qué aspecto tiene un ángel de la guarda.

—En ocasiones, la verdad encuentra muchas dificultades para abrirse paso hacia la luz. Es un deber ayudarla a conseguirlo… Además, para ser totalmente franca, me sentiré bastante satisfecha de verme privada del retrato si su ausencia me libra de las visitas de la Susona. No le tengo mucho aprecio.