La palabra «leonera» era la más adecuada para designar aquel cuarto estrecho y asfixiante pese a la ventana abierta a un cielo que palidecía y a los murmullos del anochecer. Alrededor de una mesa de madera encerada con patas de hierro forjado, cubierta de papeles y de un batiburrillo de plumas, lápices y objetos al parecer sin destino, los libros apilados en el suelo embaldosado dificultaban la circulación. El marqués sacó de entre los montones un taburete, que ofreció a su visitante antes de llegar a su sillón, que tenía grandes clavos de bronce y estaba tapizado en una piel que en otro tiempo había sido roja. Era una pieza interesante, según juzgó el ojo experto del anticuario, y seguramente tan antigua como la propia casa. Se trataba, en cualquier caso, de una base sólida sobre la que su propietario se sentía estable, como atestiguaban sus manos firmemente apoyadas en los reposabrazos. La mirada había perdido ya todo rastro de amabilidad.
—Bien, hablemos, puesto que se empeña en hacerlo, pero hablemos deprisa. No puedo dedicarle mucho tiempo.
—Sólo le quitaré el que sea necesario. En primer lugar, sepa que si estoy libre es porque se ha demostrado mi inocencia.
—Me gustaría saber quién lo ha demostrado —dijo Don Basilio con una sonrisa sarcástica.
—La duquesa de Medinaceli en persona, gracias al testimonio de su secretaria. Comprendo que le resultara útil convertirme en su chivo expiatorio, pero la jugada le ha salido mal.
—Muy bien, pues me alegro por usted. ¿Y para decirme eso ha hecho el viaje?
—En parte, pero sobre todo para proponerle un trato.
Fuente Salada se puso en pie de un salto, como accionado por un resorte.
—Sepa, señor mío, que en mi casa no se emplea esa palabra. ¡Con un marqués de Fuente Salada no se hacen tratos! ¡Yo no soy un comerciante!
—No, usted es simplemente un comprador de un tipo muy particular. En cuanto a la transacción que le propongo…, ¿le parece más apropiada esta palabra?…, ya verá que dentro de un momento le parece interesante.
—Me extrañaría tanto que voy a rogarle que se retire.
—No antes de que me haya escuchado. ¿Me permite fumar? Es un hábito deplorable, lo sé, pero gracias a él mi cerebro funciona mejor, se me aclaran las ideas… —Sin esperar el permiso solicitado, Morosini sacó del bolsillo la pitillera de oro con sus armas grabadas y extrajo de ella un delgado cilindro de tabaco después de haberle ofrecido a su anfitrión, quien, mudo de indignación, lo rechazó con un breve ademán de la cabeza. Morosini encendió tranquilamente el cigarrillo, dio dos o tres bocanadas y, tras cruzar sus largas piernas llevando mucho cuidado con la raya del pantalón, declaró—: Piense lo que piense, la idea de poseer ese retrato no me ha pasado nunca por la cabeza. En cambio, daría cualquier cosa por saber qué ha sido del admirable rubí que la reina lleva al cuello en él. Si alguien puede decirme algo, es usted y sólo usted, puesto que, si su leyenda es cierta, en todo el mundo nadie sabe más sobre esa desdichada soberana que no reinó jamás.
—¿Y por qué le interesa esa piedra en concreto?
—Usted es coleccionista y yo también lo soy. Debería comprender con medias palabras, pero seré más explícito: ese rubí, que tengo motivos de sobra para creer que es el que busco, es una piedra maldita, una piedra dañina que no perderá su poder maléfico hasta que sea devuelta a su legítimo propietario.
—Que es su majestad el rey, por supuesto.
—De ninguna manera, y usted lo sabe perfectamente, ¿o acaso piensa decirme que ignora a quién pertenecía ese cabujón antes de que se lo regalaran a Isabel la Católica, que se lo dio a su hija cuando ésta se casó con Felipe el Hermoso?
Los ojos del anciano empezaron a lanzar destellos de odio.
—¡Ese canalla! ¡Ese flamenco que lo único que hizo con la perla más bella de España fue envilecerla y destrozarla!
—No voy a contradecirlo. Pero reconozca usted que la posesión de ese maravilloso rubí no le dio mucha suerte a su reina.
—Es posible que tenga razón, pero no tengo ningunas ganas de hablar sobre esa historia con usted. Uno sólo habla de aquellos a los que venera con personas con las que se lleva bien, y no es ése su caso. ¡Ni siquiera es español!
—Personalmente, no lo lamento, y es un hecho al que tendrá que acostumbrarse; pero, puesto que parece no entenderme, le hablaré más claro: ha sido usted quien ha robado el retrato, o quien ha hecho que lo robe un sirviente, que se lo pasó por encima de la tapia del jardín a un cómplice disfrazado de mendigo, el cual se apresuró a llevarlo a casa de su señor hermano… ¿No se encuentra bien?
Aquello era poco decir: el marqués, cuyo semblante se había tornado de un color violeta purpúreo, parecía a punto de ahogarse. Sin embargo, al ver que Morosini se acercaba con intención de socorrerlo, alargó, para protegerse, un largo y delgado brazo al tiempo que balbucía:
—Esto…, esto es demasiado… ¡Váyase! ¡Salga de aquí!
—Tranquilícese, por favor. No he venido para juzgarlo, y todavía menos para quitarle el retrato. Ni siquiera le pido que confiese su hurto, y le doy mi palabra de que no se lo diré a nadie si usted me da lo que he venido a buscar.
—Creía que era amigo de doña Ana —dijo Fuente Salada, que poco a poco iba recuperando el color.
—Nos hemos hecho amigos a raíz de su intervención para evitar que fuera víctima de una injusticia. Pero el hecho de que recupere o no el cuadro me es absolutamente indiferente. Por lo demás, no estoy seguro de que ella tenga mucho empeño en recuperarlo.
—¿Está de broma?
—Ni por asomo. El retrato comportaba curiosas visitas nocturnas a la Casa de Pilatos todos los años. Por cierto, más vale que sepa cuanto antes que se expone a heredarlas.
El marqués se encogió de hombros.
—Si se trata de un fantasma, no me da miedo. En esta casa ya hay uno.
Morosini observó que aquello era una confesión, pero se limitó a tomar nota mentalmente. En cambio, amplió la sonrisa con la esperanza de ser más persuasivo.
—Entonces, ¿acepta hablarme del rubí?
El marqués apenas lo dudó. Se recostó en el respaldo del sillón y apoyó los codos en los reposabrazos, juntando las manos por la yema de los dedos.
—Bien, ¿por qué no? Pero le advierto que no lo sé todo. Ignoro, por ejemplo, dónde se encuentra la piedra en el momento presente. Quizás irremediablemente perdida.
—Ese tipo de investigación forma parte de mi oficio —dijo Aldo con gravedad—, y he de admitir que me gusta. La Historia siempre ha sido para mí un extraño y fascinante jardín, paseando por el cual a veces uno se juega la vida pero que sabe recompensarte con extraordinarias alegrías.
—Empiezo a creer que podríamos llegar a estar de acuerdo —dijo el anciano en un tono súbitamente más conciliador—. Como ya sabe, la reina Isabel regaló esa magnífica piedra, montada tal como pudo verla en el retrato, a su hija Juana en el momento en que ésta embarcaba en Laredo rumbo a los Países Bajos, donde la esperaba el esposo que ella había elegido. Era una buena boda, incluso para una infanta: Felipe de Austria, descendiente por parte de madre de los grandes duques de Borgoña, a los que llamaban grandes duques de Occidente, era hijo del emperador Maximiliano. Era joven, según decían, y apuesto… Juana estaba convencida de que partía hacia la dicha. ¡La dicha! ¿Acaso ese consuelo de las personas insignificantes puede existir cuando se es princesa? En realidad, se trataba de una doble boda, pues la princesa Margarita, hermana de Felipe, se casaría ese mismo año, 1496, con el hermano mayor de Juana, el heredero del trono de España, y las naves que llevaban a la infanta debían regresar con la prometida real.
El narrador se detuvo y dio unas palmadas que hicieron acudir a la sirvienta, a la que dio una orden concisa. Al cabo de un momento, la mujer reapareció llevando una bandeja con dos vasitos de estaño y una frasca de vino y la dejó delante de su señor haciendo una reverencia. Sin decir palabra, el marqués llenó los recipientes y ofreció uno a su visitante:
—Pruebe este amontillado —le aconsejó—. Si es un experto, debería satisfacerle.
Aunque hubiera sido el veneno de los Borgia, Morosini habría aceptado un brebaje que se parecía mucho a un armisticio. Resultó, además, que no era desagradable: aquel vino, dulce y muy aromático, se dejaba beber.
Seguramente para animarse, Fuente Salada tomó dos copas seguidas.
—No sé si el rubí tuvo algo que ver —prosiguió—, pero, aunque era el mes de agosto, cuando la enorme flota (¡unos ciento veinte navíos!) atravesaba el canal de la Mancha, se desencadenó una terrible tempestad que la obligó a buscar refugio en Inglaterra, donde se perdieron varios barcos. Gracias a Dios, el de la princesa no, pero pasó casi un mes antes de que llegaran a la costa llana de Flandes… y otro mes antes de que el novio se decidiera a presentarse.
—¿Cómo? ¿No estaba allí para recibir a su prometida?
—¡Qué va! Estaba cazando en el Tirol. Nunca le pareció de utilidad tomarse muchas molestias por su mujer. En realidad, que no estuviera cuando Juana desembarcó en Arnemuiden era mucho mejor, porque la pobre estaba empapada, mareada y con un espantoso resfriado. De todas formas, tomar tierra allí fue una decisión improvisada; fue en Amberes donde tuvo lugar el primer contacto con su familia política: Margarita, que iba a convertirse en su cuñada, y la abuela, Margarita de York, la viuda del Temerario.
—¿Y no se sintió ofendida por el hecho de que su esposo se diera tan poca prisa?
—No. Le hablaron de asuntos de Estado, y ése era un argumento que había aprendido a respetar desde la infancia. Sin lugar a dudas, Juana era la más completa de las princesas de su edad.
—Habla de ella como si la hubiera conocido —observó Morosini, emocionado por la pasión con que vibraba la voz de su anfitrión forzado.
Sin responder, Fuente Salada se levantó, cogió de un oscuro rincón de la estancia un paquete envuelto en una lona gruesa y lo desenvolvió para mostrar el retrato, que colocó sobre la mesa, junto al gran candelabro cargado de velas medio consumidas que lo iluminaba.
—Mire ese rostro dulce y encantador, tan joven y, sin embargo, tan grave. Era el de una muchacha adornada con todas las cualidades, de una viva inteligencia y dotada también para las artes: Juana pintaba, versificaba, tocaba diferentes instrumentos, hablaba latín y varias lenguas, bailaba con una gracia infinita. El único punto oscuro era su tendencia a la melancolía, heredada de su abuela portuguesa… Su madre pensaba, con toda la razón del mundo, que sería una maravillosa emperatriz junto a un esposo digno de ella, sin imaginar ni por un instante que un bárbaro obtuso, abusando de la pasión que Juana sentiría por él, la conduciría a las puertas de la locura.
»No voy a contarle su historia; nos pasaríamos la noche entera. Sólo le hablaré de lo que le interesa: el rubí. Tras las primeras noches de amor, porque antes de desentenderse de ella para volver con sus amantes él también la amó, Juana le regaló la joya, y él la llevaba con orgullo… hasta el día que ella se dio cuenta de que ya no la llevaba. La pobre criatura se aventuró a preguntar dónde estaba su presente. Felipe respondió despreocupadamente que creía que lo había perdido, pero que un día u otro aparecería.
—¿Y lo encontraron?
—Sí. Tres años más tarde. La Historia había avanzado a paso de gigante. El hermano de Juana, el príncipe de Asturias, había muerto; después le llegó la hora a Isabel, la hermana mayor, cuyo único hijo murió también en 1500. Esto convertía a Juana y a su esposo en herederos de la doble corona de Castilla y de Aragón. Tuvieron que venir a España para ser reconocidos como tales por los Reyes Católicos y por las Cortes, pero Felipe se hartó enseguida de España, poco conforme a su temperamento de vividor flamenco. Regresó a su país, dejando tras de sí a una esposa medio loca de desesperación pero obligada a prolongar su estancia. Cuando por fin pudo partir, después de protagonizar escenas terribles que inquietaron a su madre, era invierno y hacía un tiempo espantoso. Todas las tempestades parecían haberse dado cita en el camino de la nave, pero cuando Juana llegó a Brujas, donde se encontraba entonces su esposo, encontró a éste en plena fiesta, exhibiendo desvergonzadamente a su última amante, una magnífica criatura de cabellos de oro…, en cuyo cuello impúdico brillaba el rubí dado por amor.
»La cólera de la princesa fue terrible. Al día siguiente hizo que sus damas le llevaran a la flamenca e, insensible a sus gritos, no sólo le arrancó la joya sino que, con ayuda de unas tijeras, le destrozó su suntuosa cabellera antes de cortarle la cara. Felipe vengó a su amante tratando a su mujer como a un animal maligno, a latigazos. Juana estuvo tan enferma de resultas de ello que el Hermoso tuvo miedo de la ira de sus suegros si llegaba a morir. Temiendo sobre todo perder sus derechos al trono de España, se propuso hacerse perdonar. Y esta vez Juana se quedó el rubí.
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