El rumor de un escándalo
Mujeres escandalosas, 1
Título Original: Whisper of Scandal
Traducido por: Fernando Hernández Holgado
Con una hueste de furiosas fantasías
por mí comandada,
con una ardiente lanza y un caballo de aire
hacia la tierra salvaje me aventuro.
Por un caballero de fantasmas y sombras
soy convocado a torneo,
diez leguas más allá del fin del ancho mundo.
Paréceme que ya no hay viaje.
Anónimo,
La Canción de Tom O'Bedlam,
en torno a 1600.
PRIMERA PARTE
La viuda de hierba
Definición: una «viuda de hierba» es una esposa cuyo marido se espera que retorne después de un plazo limitado de ausencia, habitualmente tras un viaje. La «hierba» se refiere al colchón, generalmente relleno de la misma. La «viuda» es abandonada sobre la hierba-colchón. Ello podría sugerir la idea de que la esposa abandonada ha sido «puesta a pastar», según la coloquial expresión. El término suele aplicarse «con una sombra de malignidad», a modo de comentario ambiguo y provocador.
Uno
Londres, mayo de 1811
Llegaba tarde. Año y medio tarde.
Alex Grant se detuvo en la entrada de la casa londinense de lady Joanna Ware, en Half Moon Street. De haber esperado ver alguna señal de duelo, se habría quedado profundamente decepcionado. No había crespones negros en las contraventanas, y la aldaba de plata que daba la bienvenida a los visitantes había vuelto a ser instalada. Lady Joanna, según parecía, ya había dado por concluido el luto justo un año después de que la noticia de la muerte de su marido llegara a sus oídos.
Alex alzó la aldaba y la puerta principal se abrió silenciosamente. Un mayordomo apareció ante él, todo vestido de negro. Era demasiado temprano para la hora de las visitas. El mayordomo consiguió hacer evidente ese hecho, así como su desaprobación, con un leve arqueamiento de cejas.
– Buenos días, milord. ¿En qué puedo serviros?
«Milord». Aquel hombre no lo conocía y sin embargo había reconocido su categoría social con cierta exactitud. Era impresionante: justo lo que habría esperado del mayordomo de una figura tan prominente y destacada de la alta sociedad como lady Joanna Ware.
– Me gustaría ver a lady Joanna, por favor.
Eso no era exactamente verdad. Tenía muy pocas ganas de ver a lady Joanna Ware: únicamente un férreo sentido del deber, la obligación que sentía para con un colega fallecido, lo había empujado a presentar sus condolencias a la viuda. Además, la evidente falta de luto, que en el fondo no era más que falta de respeto a una persona tan eminente y respetada como David Ware, había despertado su indignación.
El mayordomo se había hecho a un lado para dejarlo entrar en el vestíbulo, pese a que su expresión todavía reflejaba dudas. El elegante suelo de baldosas blancas y negras se extendía hasta el nacimiento de una escalera curva. Dos altos criados de librea, gemelos idénticos, según pudo observar Alex, montaban guardia como estatuas a cada lado de una puerta cerrada. De repente, desde el otro lado llegó hasta Alex una estridente voz femenina que consiguió estropear de algún modo aquella escena de aristocrática elegancia:
– ¡Primo John! ¡Haced el favor de levantaros y cesar de acosarme con todas esas ridículas propuestas de matrimonio! Además de aburrirme, me estáis ensuciando mi alfombra nueva. La he comprado para lucirla, no para que se deteriore bajo las rodillas de molestos pretendientes.
– Lady Joanna está ocupada, señor -informó el mayordomo a Alex.
– Al contrario. Acaba de anunciar que no lo está -atravesó el vestíbulo y abrió la puerta, ignorando la ahogada exclamación de escándalo del mayordomo y disfrutando con las consternadas expresiones de los criados gemelos.
La sala en la que entró era una luminosa biblioteca, pintada en blanco y amarillo limón. La chimenea estaba encendida, pese a la calidez de aquella mañana de mayo. Un perrito gris, adornado con un lacito azul en lo alto de la cabeza, que descansaba al lado del fuego, alzó la cabeza para clavar en Alex una inquisitiva mirada. Un aroma a lilas y a cera de abejas flotaba en el aire.
La habitación era cálida y acogedora. Alex, que hacía cerca de siete años no conocía la placidez de un hogar y que tampoco había sentido la necesidad de disfrutar de ninguno, se quedó sorprendido. Descansar en una sala semejante, elegir un libro de aquellas estanterías y servirse un brandy de la licorera, antes de hundirse en una cómoda butaca frente a la chimenea, se le antojó de pronto la mayor de las tentaciones.
Pero se equivocaba. Porque la mayor de las tentaciones era la mujer que se hallaba al pie de los altos ventanales, con el sol arrancando reflejos entre dorados y cobrizos a su preciosa melena color castaño. Su rostro era un óvalo perfecto; los ojos, de un azul violeta; la nariz, pequeña y recta. Todo ello se completaba con una boca de labios indecentemente sensuales, de tan rojos y llenos como parecían. No era convencionalmente bella en ningún aspecto. Demasiado alta, demasiado esbelta, demasiado angulosa, pero nada de eso importaba un ápice. Con un vestido mañanero rojo cereza y una cinta a juego en el pelo, estaba deslumbrante. No había allí rastro alguno de luto que oscureciera la vida y la vitalidad que emanaba de su persona.
Pero Alex dispuso de poco tiempo para apreciar la belleza de lady Joanna Ware, porque ésta ya lo había visto y corría en ese momento hacia él.
– ¡Querido! ¿Dónde os habíais metido? ¡Llevo horas esperándoos! -se lanzó a sus brazos-. ¿Tan mal estaba el tráfico en Piccadilly?
Sintió su cuerpo cálido y suave, como si hubiera sido diseñado específicamente para encajar con el suyo. Un estremecimiento de asombro lo recorrió ante aquella sensación de íntimo reconocimiento. Olía a flores de verano. Por un instante vio su rostro alzado hacia él, con sus ojos violeta muy abiertos… antes de que lo tomara de la nuca para atraerlo hacia sí y darle un beso en los labios.
Entró en un estado de excitación tan intenso como instantáneo. El cuerpo entero de Alex reaccionó a la irresistible seducción de sus labios, tan frescos, tan suaves, tan tentadores. De pronto ya no fue capaz de pensar en otra cosa que no fuera la presión de su cuerpo contra el suyo, o la absoluta necesidad de llevársela a la cama. O a la cama de ella, que presumiblemente estaba más cerca.
Pero ya lady Joanna había empezado a apartarse, dejándolo con nada más que la promesa del paraíso y una incómoda excitación. Sus labios se detuvieron sobre los suyos durante un segundo más y Alex casi gruñó en voz alta. Para entonces un brillo travieso ardía en sus ojos violeta mientras bajaba la mirada a su pantalón.
– ¡Vaya, querido, qué contento os habéis puesto de verme!
Si le estaba llamando «querido», era precisamente porque no tenía la menor idea de quién era, se recordó Alex mientras se refugiaba estratégicamente detrás de un escritorio lleno de libros, con la intención de esconder su demasiado obvia incomodidad. Pero le sonrió, desafiante. Si ella podía utilizarlo de una manera tan descarada, él bien podría comportarse con la misma falta de escrúpulos. Se lo merecía por manipularlo de aquella forma cuando no tenía la menor idea de quién era, y a buen seguro le importaría aún menos. Decidió, pues, seguirle el juego:
– ¿Qué clase de hombre no reaccionaría así, cariño mío? Mi impaciencia es absolutamente disculpable. Tengo la sensación de que han pasado días, más que horas, desde que abandoné vuestro lecho -ignoró su ahogada exclamación y se volvió hacia el otro ocupante de la sala, un tipo rubicundo y de mediana edad que los había estado observando boquiabierto y con ojos como platos-. Lamento no recordar vuestro nombre, señor… -murmuró Alex-, pero me temo que habéis llegado tarde en vuestras demostraciones de amor. Lady Joanna y yo… -dejó la frase sin terminar, de manera insinuante.
– ¡Querido! -en ese momento había un claro reproche en la voz de Joanna. Y también una cierta chispa de ira-. No es de caballeros revelar ese tipo de detalles…
Alex se acercó para tomarle una mano y depositar lentamente un beso sobre su palma.
– Disculpadme, pero creía que ya habíamos revelado la intimidad de nuestra relación con aquel delicioso beso -su piel era maravillosamente suave bajo sus labios. El deseo volvió a asaltarlo, implacable en su demanda. Nunca se había caracterizado por su afición a los affaires amorosos, pero desde la muerte de su esposa no le había faltado compañía femenina, agradables aventuras sin complicaciones. Aquella mujer, sin embargo, la «viuda alegre» de David Ware, no podría ser nunca uno de sus amours. Era la viuda de su mejor amigo: una mujer en la que Ware le había advertido que no confiara. Y sin embargo, pese a reconocer todas las razones por las que debía mantenerse alejado de Joanna Ware, su cuerpo se encargaba de recordarle que no sólo le gustaba mucho, sino que la deseaba. Y con desesperación.
En aquel momento, lady Joanna retiró bruscamente la mano. Un toque de color iluminó sus mejillas al tiempo que un brillo acerado asomaba a sus ojos.
– No sé si perdonaros. Estoy muy enfadada con vos, querido -la última palabra fue siseada entre dientes.
– No me extraña nada, querida -replicó Alex con toda tranquilidad.
Enredado en aquella curiosa mezcla de hostilidad y deseo, casi se había olvidado del hombre, que justo en aquel instante improvisó una envarada reverencia.
– Considero que esto ya es demasiado, madame -fulminó a Joanna con la mirada, se despidió de Alex con un tenso asentimiento de cabeza y abandonó la biblioteca dando un portazo.
Se hizo un silencio, solamente turbado por el crepitar del fuego en la chimenea. Joanna se volvió entonces hacia él para mirarlo de arriba abajo, entornando los ojos, con las manos en las caderas y la cabeza ladeada. Toda pretensión de encontrar algún placer en su compañía había desaparecido de golpe, una vez que se habían quedado solos.
– ¿Quién demonios sois vos?
En realidad, Joanna sabía perfectamente quién era: su reacción se debía precisamente al beso. Ya ni se acordaba de la última vez que había besado a un hombre: con su marido, la experiencia no había sido en absoluto tan dulce, arrebatadora y perversa como la que acababa de disfrutar con aquel hombre. Ella sólo había querido darle un rápido beso en los labios: algo superficial, insignificante. Pero tan pronto como aquella boca se apoderó de la suya, había sentido un irrefrenable deseo de acariciar los duros rasgos de su rostro. Y también de explorar su cuerpo, deleitándose con la textura de su piel, su aroma, su sabor. Lo había deseado tanto que todavía le flaqueaban las rodillas sólo de recordarlo. Una feroz espiral de deseo se enroscaba en su vientre. Precisamente ella, que nunca había esperado volver a sentir algo parecido en toda su vida.
Pero aquel hombre era Alex Grant, el mejor amigo de su marido, compañero de exploraciones, que, como David, no cesaba de navegar por el mundo en busca de guerras, gloria o aventuras, intentando encontrar alguna secreta ruta comercial hacia China o cualquier otra sandez semejante. Se acordaba perfectamente de él. Alex Grant había sido padrino de boda de David, cuando se casaron diez años antes.
Todavía sentía una punzada en el pecho cuando recordaba lo muy feliz e ilusionada que se había mostrado aquel día. Las altas expectativas y la falta de buen juicio siempre habían sido la mejor receta para un matrimonio desgraciado. Pero aquella soleada mañana de mayo toda aquella desilusión aún no había existido. Se acordaba del Alex Grant de aquel día. Ya en aquel entonces había sido extraordinariamente atractivo, y lo seguía siendo, aunque con rasgos algo más suavizados. Siempre acompañado de su preciosa esposa, una deliciosa criatura rubia. ¿Annabel, Amelia? Joanna no recordaba bien su nombre, pero sí la expresión de adoración con que había mirado a Alex.
Experimentó una punzada de culpabilidad. Por lo general no tenía costumbre de besar a los maridos de otras mujeres, principalmente por lo mucho que había detestado que tantas mujeres casadas hubieran besado al suyo. Las infidelidades de David no habían constituido ningún secreto, pero tampoco tenía intención de imitarlo. Besar a Alex había constituido un error en muchos aspectos, según parecía. Todavía aturdida por su propia reacción física a su contacto, a esas alturas ya lo odiaba por ser, sencillamente, otro canalla mujeriego.
Alex le hizo una elegante reverencia que contrastó con su tosco aspecto de marinero, enfundado en su viejo uniforme de capitán. Un uniforme que, por cierto, le sentaba demasiado bien, resaltando como resaltaba sus anchos hombros y su figura musculosa. Era un hombre de gran presencia física, que emanaba fuerza y autoridad.
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