«Al igual que David», se recordó, estremecida.
– Alexander, lord Grant a su servicio, lady Joanna.
– Demasiado a mi servicio, más de lo que me gustaría, creo -replicó fríamente ella-. No tengo deseo alguno de hacerme con un amante, lord Grant.
– Estoy desolado -sonrió: un fogonazo de dientes blancos que contrastó con su atezado rostro.
«Mentiroso», pronunció Joanna para sus adentros. Sabía que su persona le disgustaba tanto como a ella la suya.
– Lo dudo. ¿Qué os ha movido a idear una patraña tan humillante?
– ¿Y qué os ha movido a vos a besarme como si lo pretendierais, cuando en realidad no era así?
Una vez más, el aire de la sala se cargó de tensión. Ah, el beso. En eso tenía razón. Nunca antes había besado a un desconocido con tal grado de entusiasmo.
– Si hubierais sido un caballero, habríais fingido que estábamos prometidos, y no que éramos amantes -lo fulminó con la mirada-. Aunque supongo que el hecho de que vos tengáis esposa habría vuelto imposible tal curso de acción.
Por un instante, lord Grant se la quedó mirando estupefacto.
– Soy viudo.
Al contrario que David, que siempre había intentado ganar popularidad con frases largas y cumplidos, aquel hombre era lacónico hasta niveles casi groseros. Se notaba que no le importaba la opinión de nadie, fuera buena o mala.
– Lo siento -murmuró una formal pero sincera condolencia-. Me acuerdo de vuestra esposa. Era encantadora.
Su expresión se cerró como una puerta que hubieran cerrado de golpe, para tornarse fría, implacable. Evidentemente no quería hablar de Annabel… o de Amelia o comoquiera que se hubiera llamado.
– Gracias -dijo, brusco-. Pero yo creía que era yo quien debía presentaros mis condolencias, y no al revés.
– Si sois hasta ese punto tan convencional…
– ¿No le guardáis luto? -su tono contenía una nota de censura y de furia.
– David murió hace cerca de un año, como bien sabéis. Vos estuvisteis allí.
Alex Grant le había escrito desde el Ártico, donde la misión de David de hallar el paso del noroeste que atravesaba el polo había muerto, literalmente, en aquellas interminables y heladas tierras. La carta había sido tan directa y lacónica como su autor, aunque Joanna había sido capaz de discernir en sus palabras su profundo dolor por la pérdida de un noble camarada. Pero ése era un dolor que ella no podía compartir, y tampoco pensaba disimularlo.
Conforme la recorría con su oscura mirada, Joanna pudo percibir los esfuerzos que estaba haciendo por dominar su ira. El aire parecía arder con su desprecio.
– David Ware era un gran hombre -pronunció entre dientes-. Se merecía algo mejor que esto… -abarcó con un gesto de su brazo la luminosa sala, carente de cualquier símbolo de luto.
«Se merecía algo mejor que vos». Joanna pudo escuchar las palabras, pese a que no llegó a pronunciarlas.
– Estábamos separados -le dijo con un tono ligero que enmascaraba realmente el dolor que latía debajo-. Vos erais su amigo. Por fuerza debíais saberlo.
– Sabía que él no confiaba en vos -apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea.
– El sentimiento era recíproco. ¿Pensáis, acaso, que debería añadir la hipocresía a mis pecados y fingir que lamento su muerte?
Vio algo feroz y violento relampaguear en sus rasgos, y casi retrocedió de miedo antes de darse cuenta de que era la lealtad, y no la furia, el sentimiento que lo impulsaba.
– Ware fue un héroe.
Había escuchado tantas veces aquella frase que le entraron ganas de ponerse a gritar. Al principio se la había creído ella también: arrancada de una oscura vicaría rural, deslumbrada por el espíritu aventurero de David, traicionada por él antes de que se hubiera secado del todo la tinta de la escritura de boda… Y vuelta a traicionar años después de una manera todavía más cruel. Cerró los puños de rabia. Alex Grant la estaba mirando y su oscura expresión era demasiado penetrante. Se obligó a relajarse.
– Por supuesto que lo fue -reconoció con tono ligero-. Lo dice todo el mundo, así que supongo que será cierto.
– Y sin embargo, tal parece que ya habéis considerado la idea de sustituirlo. En los clubes he oído historias sobre pretendientes que se desviven por ganar vuestra mano.
El descaro de su acusación la dejó en un principio sin palabras; luego la puso aún más furiosa. Se preguntó por lo que David le habría contado sobre ella. Suficiente para provocar su disgusto: eso era seguro.
– Escuchando los rumores de los clubes, no oiréis más que mentiras. Os equivocáis, lord Grant. No tengo deseo alguno de volver a casarme.
«Jamás», añadió para sus adentros. Alex arqueó una ceja.
– ¿Acostumbráis entonces a besar a desconocidos?
Aquel hombre era un insufrible provocador. Pero no podía replicar nada a eso: ella lo había besado a él, al fin y al cabo. Había obedecido a un impulso, a un intento desesperado por disuadir a John Hagan, primo de su marido, que se había mostrado especialmente insistente y molesto con sus atenciones durante las últimas semanas.
– Creo que descubriréis -replicó fríamente- que, al anunciar nuestra ficticia asociación, acabaréis causando un gran revuelo social. John Hagan no perderá el tiempo en difundir el escándalo. No puedo creer que ésa fuera vuestra intención cuando vinisteis aquí a darme el pésame.
– Simplemente os seguí el juego.
Sus ojos oscuros volvieron a estudiarla, pensativos. En ellos, Joanna no veía ni la apreciación ni la admiración a las que estaba acostumbrada, sino una fría y calculadora especulación. ¿Habría sido realmente amigo de David? Le resultaba extraño. Aquel hombre era firme como una roca cuando David había sido puro azogue, arena que se escurría entre los dedos. El gesto de sus labios era firme y decidido, mientras que el de David había sido blando, irónico. Cada rasgo del rostro de Alex era duro y afilado, como esculpido en la roca de su herencia escocesa.
– ¿Por qué me besasteis entonces? -su voz contenía también un leve acento escocés, que sonaba ciertamente exótico-. Os lo he preguntado antes, pero parecéis tener la mala costumbre de eludir aquellas preguntas que os disgustan.
Joanna lo maldijo para sus adentros. ¿También se había dado cuenta de eso? Alzó la barbilla.
– Necesitaba… persuadir a John Hagan de que cesase en sus atenciones para conmigo -cruzó los brazos con fuerza en un intento por combatir el miedo que la envolvía cada vez que John Hagan estaba cerca. Los efectos de su visita aún no habían desaparecido del todo-. Es el primo de David -explicó- y, como tal, pretende erigirse ahora en cabeza de la familia.
– De modo que pretende apropiarse del estatus de su primo… así como de la viuda.
Joanna entrecerró los ojos al escuchar su tono.
– Algo habréis oído al respecto.
– Pues recurristeis a una solución bastante extrema.
– Mi primo no habría aceptado una negativa más sutil. Llevaba semanas importunándome.
– Entonces fue una suerte que apareciera yo. ¿O habríais llamado a alguno de vuestros criados, uno de esos atractivos gemelos, para besarlo en mi lugar?
Aquello fue demasiado: rara vez Joanna se descomponía tanto. Aquel hombre tenía algo que atravesaba todas sus defensas, algo provocador que se le metía debajo de la piel. No podía negar que era terrible, fatalmente atractivo, pero ella no tenía absolutamente ningún deseo de sucumbir a esa atracción. Los hombres, según había descubierto, representaban por lo general demasiados problemas: más de los que merecían. Eran preferibles los perros. Max, que yacía tan plácidamente en su cojín de borlas, la adoraba con una devoción sencilla que superaba con mucho cualquier otra atención que hubiera llegado a recibir de los veleidosos varones.
– Efectivamente, sí que son atractivos mis criados, ¿verdad? -le dijo con tono dulce-. Aunque me sorprende que vos también os hayáis detenido a admirarlos.
– Os equivocáis -repuso Alex, divertido-. Sólo era una observación objetiva, ya que parecéis rodearos de objetos caros y atractivos. Los criados de librea, el perro… -paseó la mirada por la biblioteca, deteniéndose en el ramo de lirios que Joanna había dispuesto tan cuidadosamente en el centro de la mesa de palisandro, así como en la elegante porcelana del paño de la chimenea y su colección de acuarelas-. He oído también que habéis alcanzado una gran popularidad en la alta sociedad, y no dudo de que sea cierto. Supongo que todo esto os agrada.
– Es muy gratificante -nunca había pretendido destacar, pero de algún modo la popularidad y la prominencia le habían salido al paso. En realidad, lo que había sucedido era que se había servido de amigos y conocidos para ahuyentar la soledad resultante del abandono en que le había tenido su marido. En sus nueve años de matrimonio, calculaba que habría estado con David quizá una quinta parte de todo ese tiempo, tal vez menos. Sus amistades más estrechas, en cambio, siempre habían estado a su lado.
– Vos disfrutasteis de una popularidad similar la última vez que estuvisteis en Londres -le recordó bruscamente.
Tres años antes, David y Alex habían regresado de una expedición naval a América del Sur cargados de historias sobre incursiones en la selva, descubrimientos de antiguas ruinas y ataques sufridos a manos de extrañas y salvajes criaturas. Al menos David había presumido de ello; incluso había mostrado a quien quisiera verlas las huellas de los colmillos que algún felino gigante le había dejado en el brazo. Joanna, por aquel entonces, habría deseado que el puma lo hubiera devorado vivo, en lugar de perecer bajo sus disparos. Había detestado la manera en que se había regodeado en su popularidad, volviendo a casa borracho al amanecer siempre procedente de algún burdel, apestando a perfume de mujerzuela. David había alardeado de sus hazañas por todo Londres, desde las mesas de juego hasta los salones de baile, pasando por las casas de citas. Se había comportado de una manera soez y vulgar, pero la gente lo había disculpado como parte de su extraordinaria figura: David Ware, el héroe. Joanna se había imaginado una vida muy distinta cuando se casó con él. Un amante marido, una familia numerosa. Había sido increíblemente ingenua.
Alex, por el contrario, según creía recordar, se había burlado de aquellas desmedidas atenciones de la buena sociedad y había escapado a Escocia, mientras su camarada monopolizaba todo el reconocimiento de las hazañas y disfrutaba de los beneficios de la fama.
– Yo no voy buscando fama -lo dijo como si ella hubiera sugerido su implicación en alguna actividad ilegal o repulsiva, o ambas cosas a la vez-. Mientras esté aquí, no me veréis cortejando a la alta sociedad. De hecho, pienso abandonar Londres tan pronto como reciba mis órdenes del almirantazgo.
– Antes tendré que despacharos de mi cama -le dijo Joanna con tono mordaz-, dado que habéis anunciado a todo el mundo que la ocupáis.
Una vez más, Alex le lanzó aquella desconcertante e inesperada sonrisa. Era la mirada de un adversario, que no de un admirador.
– Imagino que lo disfrutaréis.
– Desde luego que sí.
– ¿Cómo pensáis hacerlo?
Joanna ladeó entonces la cabeza y se lo quedó mirando con expresión pensativa.
– No lo sé muy bien todavía. Pero podéis estar seguro de que será algo público y humillante. Y probablemente vos seréis el último en enteraros. Es lo menos que os merecéis por haberme ofendido de esta manera.
– Mereció la pena -comentó él, profundizando su sonrisa.
Joanna apretó los dientes. Era conocida por su frialdad glacial, y ciertamente no iba a dejar que eso cambiara por culpa de aquel hombre. Sabía que Alex sólo había proclamado ser su amante para castigarla por haber intentado manipularlo. Lo mejor que podía hacer era no enzarzarse en discusiones con él. Le tendió la mano.
– Bien, lord Grant. Os agradezco la visita y os deseo buena suerte en vuestros futuros viajes.
Él volvió a tomarle la mano. Probablemente había sido un error ofrecérsela, porque sólo su contacto, transmitiéndose a través de sus nervios, le hizo temblar de pies a cabeza. Durante un enloquecedor instante temió que fuera a besarla de nuevo, y el corazón empezó a latirle desbocado. Pudo sentir casi el seductor calor de sus labios contra los suyos, respirar el aroma de su cuerpo, saborearlo…
– Me habéis despachado con buen juicio, lady Joanna -le dijo él, sin soltarle la mano-. Pero si alguna vez volvéis a requerir un amante…
– No temáis, que no os llamaré a vos. Los héroes no son de mi gusto.
Lo último que quería era otro héroe, reflexionó fríamente. Había creído encontrar uno en David. Lo había idolatrado. Y todo para acabar descubriendo que era un canalla. Un ídolo con pies… y también otras partes… de barro.
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