Alex le sonrió. Cálida, íntima, su sonrisa la aturdió. De repente le resultó imposible respirar, hasta que él le soltó la mano.
– Entonces os deseo que paséis un buen día.
Le había hecho una reverencia y se había retirado antes de que ella pudiera recuperarse lo suficiente como para llamar al mayordomo y pedirle que lo acompañara hasta la puerta. Incluso después de que la puerta se hubo cerrado a su espalda, Joanna tuvo la sensación de que el aire de la biblioteca seguía ardiendo por la intensidad de su presencia.
Se sentó entonces en la alfombra y se abrazó a Max, que aceptó el abrazo con un tolerante suspiro. «No quiero otro héroe», pensó. «Sería una estúpida si volviera a casarme». Por un instante el dolor amenazó con asaltarla, pero estaba tan acostumbrada a ignorarlo que desapareció en un santiamén, dejando detrás únicamente el habitual vacío. Apoyó la barbilla sobre el lacito de Max, reconfortada por el calor de su cuerpecillo.
– Saldremos a comprar, Max. Como siempre.
Compras, bailes, fiestas, salidas a montar en el parque. La monótona repetición de todas aquellas actividades conseguía devolverle la seguridad. Como siempre.
Mientras doblaba la esquina de Half Moon Street y Curzon Street, Alex seguía pensando en la encantadora viuda de David Ware. No era de extrañar que fueran tan numerosos los hombres que llamaran a su puerta. Era una mujer impresionante y espectacular con una fría confianza en sí misma que escondía una pasión interna: una pasión lo suficientemente intensa como para incendiar los sentimientos de un hombre. Era como el máximo trofeo al que podía aspirar a conquistar cualquier varón. ¿Quién no habría deseado tener a semejante mujer adornando su hogar y calentando su lecho?
Alex imaginaba que él debía de ser el único hombre en todo Londres al que desagradaba lady Joanna Ware, y que además no albergaba deseo alguno por poseerla. Recordaba bien las últimas y amargas palabras que pronunció Ware sobre su mujer mientras yacía en su lecho de muerte, con su cuerpo devorado por la fiebre, pálido como la cera y lívido de dolor.
– No necesito pedirte que cuides de Joanna… Ella siempre ha sido perfectamente capaz de cuidar de sí misma…
Ahora lo entendía mejor. Joanna Ware poseía una dura y fría autosuficiencia que distaba mucho de atraer a aquellos hombres que gustaban de mujeres dóciles y obedientes. Y sin embargo también había percibido una cierta vulnerabilidad acechando detrás de aquella fortaleza. La había visto en sus ojos cuando ella intentó manipularlo para defenderse de John Hagan. O quizás simplemente fueran imaginaciones suyas: probablemente se había dejado engañar. Lady Joanna era sin duda una mujer manipuladora que utilizaba a los hombres en su beneficio. Ciertamente había intentado utilizarlo a él, y al final había salido escaldada.
El amante de lady Joanna… Se tensó de sólo pensarlo. Nunca se había tenido por un hombre imaginativo, pero acababa de descubrir que no era cierto. Porque podía imaginarse perfectamente a sí mismo acostándose con Joanna Ware, despojándola de aquel tentador vestido rojo cereza para exponer su blanquísima piel a su mirada y a la caricia de sus labios, hundiéndose en ella para volar juntos hacia cotas de intolerables placeres…
Estuvo a punto de chocar contra una farola mientras lo pensaba. Su cuerpo entero se constreñía con una necesidad que jamás antes había experimentado. Una necesidad que nunca podría permitirse satisfacer. Joanna Ware estaba fuera de su alcance: ni siquiera le gustaba. Y él era un hombre que mantenía un férreo control sobre sus necesidades físicas, porque emocionales no tenía. Así había sido desde que murió Amelia, una situación que no tenía intención alguna de cambiar.
Instintivamente apresuró el paso, aún consciente de que nunca podría escapar a los recuerdos o a la culpabilidad que envolvían la muerte de su esposa. Nunca había podido escapar a aquellos fantasmas. Y en aquel momento, por alguna razón, tampoco podía escapar a las últimas palabras de David Ware:
– Joanna… que el diablo se la lleve.
¿Qué podía haber hecho para que Ware le tuviera una aversión tan grande? No, la palabra «aversión» no alcanzaba a describir aquella ponzoña, aquel odio… Alex se encogió de hombros, decidido a ahuyentar aquellos pensamientos. Había cumplido con su deber. Había visitado a la nada doliente viuda, como también había entregado al abogado de Ware la carta que éste le había encomendado en su lecho de muerte. El asunto quedaba cerrado.
Se retiraría a su hotel hasta que recibiera noticias del almirantazgo sobre sus nuevas órdenes. Confiaba en que no le hicieran esperar demasiado. Al contrario que tantos oficiales que disfrutaban de sus permisos en tierra, Alex ansiaba volver a marcharse. Londres en mayo anunciaba ya la promesa del verano y no quería quedarse hasta entonces. Quizá la capital le evocara demasiados recuerdos. Quizá había pasado ya demasiado tiempo fuera de Inglaterra como para que pudiera volver a sentirse como en casa. En realidad, no tenía casa alguna. No la quería, no la había querido durante siete años… hasta que entró en la biblioteca de Joanna Ware y experimentó aquella sensación de calor y de intimidad. Pero semejantes comodidades domésticas nunca existirían para él.
– ¡Alex!
Alguien lo llamó desde el otro lado de la calle, y se volvió para ver a un alto y atractivo joven que se abría paso entre la multitud de paseantes y carruajes. Pese a su relativa juventud, desplegaba una suprema seguridad en sí mismo al tiempo que atraía las miradas de cada mujer con quien se cruzaba, fuera joven o mayor, impresionable debutante o matrona respetable. Las cabezas femeninas se volvían a su paso. Las damas se agitaban y contoneaban como un campo de amapolas bajo una guadaña, y a cambio él repartía sonrisas tan traviesas y seductoras que Alex llegó a temer que tarde o temprano alguna acabara desmayándose.
– ¿Parando el tráfico como siempre, Dev?
– ¿Qué remedio me queda? -replicó su primo al tiempo que estrechaba entusiasmado su mano-. Eres un hombre difícil de localizar, Alex. Llevo tiempo buscándote por todo Londres.
Continuaron conversando mientras caminaban, con Dev adaptando su paso a la leve cojera de Alex.
– Creía que estabas con el escuadrón de East India -le dijo Alex-. ¿Cuándo has vuelto?
– Hace dos semanas -respondió James Devlin-. ¿Dónde te alojas? Pregunté por ti en White's, pero no supieron decirme nada.
– Estoy en Grillon's.
Su primo se lo quedó mirando de hito en hito.
– ¿Por qué, si puede saberse?
– Porque es un buen hotel. Y porque no quiero que me encuentren.
Devlin se echó a reír.
– Eso sí que puedo entenderlo. ¿Qué has hecho? ¿Deshonrar a unas cuantas debutantes? ¿Saquear algún mercante español?
Los labios de Alex se curvaron en una reacia sonrisa.
– Deshonrar debutantes no es mi estilo. Como tampoco lo es la piratería -se quedó mirando pensativo a su primo-. He oído que el año pasado entraste en Plymouth con varios candeleros de oro español de metro y medio de altura colgados de la cofa del palo mayor.
– Te equivocas -repuso Devlin, sonriente-. Ése fue Thomas Cochrane. Yo hice colgar una araña de diamantes de la vela gavia.
– Por los dientes de Belcebú… ¿no interfirió eso en tu navegación? No me extraña que el almirantazgo te considere un verdadero pillo -lo miró de arriba abajo. Su primo lucía un extravagante chaleco de un azul a juego con sus ojos y una perla en una oreja. Debería haber parecido afeminado, pero no era así, probablemente gracias a su innegable virilidad. Sacudió la cabeza-. Y esa perla que luces en la oreja no te ayuda en nada. ¿A quién pretendes parecerte? ¿A Barbanegra? Por el amor de Dios, quítatela si tienes intención de presentarte ante la junta del almirantazgo.
– A las damas les encanta. Por cierto… pensé que quizá habías venido a la capital a buscar novia.
– ¿De veras? -inquirió secamente Alex.
– No te hagas el tonto conmigo. Todo el mundo sabe que la muerte de Alasdair significa que Balvenie anda necesitado de un heredero, y dada tu afición a las aventuras peligrosas tal vez quieras engendrar uno antes de tu próxima expedición.
– Para eso tendría que darme prisa.
– Puedo ver que no deseas ponerme al tanto de tus planes -repuso Dev.
– Tienes buena vista -se encogió de hombros.
Su mayorazgo escocés de Balvenie se encontraba indudablemente sin heredero desde que su primo Alasdair Grant falleció el pasado invierno. La muerte del joven a causa de la escarlatina había supuesto un doble golpe, dado que Alasdair había sido el único heredero de la baronía Grant. Alex, que hasta el momento se las había arreglado para ignorar las presiones que lo empujaban a casarse y engendrar un heredero mientras su primo estuvo vivo, era ahora incómodamente consciente de la situación en que se encontraba: otro deber que no tenía ningún deseo de cumplir. Elegir a alguna estúpida debutante, o a alguna mustia viuda, y convertirla en lady Grant sólo para poder concebir un hijo era algo que le repugnaba profundamente.
Volver a casarse era lo último que deseaba hacer. Y sin embargo… ¿qué otro remedio le quedaba si quería salvaguardar Balvenie para el futuro? Sentía la culpabilidad y la obligación, esos dos fantasmas gemelos que siempre le seguían los pasos, acercándose poco a poco, cada vez más.
– No tengo actualmente plan alguno de matrimonio, Devlin -le confesó, algo cansado-. Sería un pésimo marido.
– Otros, por el contrario, dirían que serías perfecto… ya que estarías ausente.
– Supongo que tienes razón.
– En cualquier caso, me alegro de haberte encontrado, Alex. No me vendría mal una pequeña ayuda por tu parte.
Alex reconoció aquel tono de voz. Era el mismo que solía usar Dev cuando era niño y sus disparatadas hazañas terminaban haciendo que Alex tuviera que sacarle de todo tipo de problemas. Dev tenía ya veintitrés años, pero seguía protagonizando las mismas hazañas y las consecuencias solían ser igual o más funestas. En su opinión, si su primo había escapado por los pelos de la horca había sido únicamente gracias a su legendario encanto.
– ¿De qué se trata esta vez, Dev? -inquirió, exasperado-. De dinero no puedes andar mal. ¿Has seducido a la hija de algún almirante? Si es así, mi consejo es que te cases con ella. Redundaría en beneficio de tu carrera.
– Tus orígenes calvinistas escoceses siempre acaban saliendo a la luz -replicó Dev con tono alegre-. He seducido a la hija de un almirante, pero ni ha sido la primera ni será la última.
– Entonces ardo en curiosidad -dijo Alex, irónico.
Se hizo un silencio mientras Dev guiaba a su primo por una calle lateral, hasta un café cercano. El Cabeza de Turco estaba oscuro y olía a granos de café y ricas especias. Se sentaron en un tranquilo rincón; Alex pidió café y Dev chocolate.
– ¿Chocolate? -inquirió Alex, aspirando la dulce fragancia de la taza cuando le fue servida.
– Alégrate de que no haya pedido sorbete con gusto a violetas -pronunció Dev, riendo-. Francesca lo adora.
– ¿Cómo está tu hermana?
– No lo sé. Ya no me habla. Creo que está triste.
– ¿Triste? -Alex se sobresaltó, aguijoneado nuevamente por la culpabilidad.
James y Francesca Devlin eran ahora sus únicos parientes vivos y apenas los había visto durante el último par de años. Cuando falleció su madre, la hermana del padre de Alex, pudo salvar su conciencia consiguiéndole a Devlin una comisión de servicio en la marina y a Francesca un hogar con una tía lejana como carabina, antes de zarpar hacia el otro lado del océano. No era un hombre rico; sólo tenía su salario de oficial y pequeños ingresos de sus fincas en Escocia, pero sabía asumir sus responsabilidades, materialmente al menos. Emocionalmente la cosa cambiaba. No quería compromisos ni gente que dependiera de él. Siempre estaba deseando abandonar Londres y volver al mar, encontrar algún nuevo desafío, alguna nueva aventura…
«Pero Balvenie necesita un heredero», se recordó. Había responsabilidades de las que nunca podría escapar. Una vez más, se encogió de hombros como para sacudirse aquella indeseada imposición. Devlin tenía razón, pero él no podía contemplar la posibilidad de volver a casarse. Sería otra carga, otra cadena.
– ¿Hay algo que Chessie necesite? -preguntó-. Si necesitaba dinero, debiste habérmelo dicho…
– No es eso -lo miró directamente a los ojos-. Has sido más que generoso con ella, Alex -de repente frunció el ceño-. Es compañía lo que necesita Chessie. La tía Constance no es una compañera muy divertida para una chica de su edad. Oh, es una mujer muy buena… -se apresuró a añadir al ver que Alex enarcaba las cejas-, pero demasiado buena, si sabes lo que quiero decir. Se pasa media vida rezando, una actividad que no resulta muy excitante para Chessie. Y la pobrecita quiere disfrutar de su primer baile para el año que viene, pero dudo que la tía Constance se muestre de acuerdo. No hay duda de que lo considera algo demasiado frívolo… -se interrumpió, jugueteando con su cuchara-. Escucha, Alex -alzó de repente la mirada-. Necesito tu ayuda.
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