El Sabor de la Tentación

Temptation and Surrender (2009)

16° de la Serie Los Cynster

CAPÍTULO 01

Colyton, Devon Octubre de 1825.


– Siento como si me arrancaran el pelo, y eso no es bueno.

El oscuro pelo en cuestión cayó en elegantes mechones rebeldes sobre la frente del apuesto Jonas Tallent. Sus ojos castaños estaban llenos de irritación e indignación cuando se hundió contra el respaldo del sillón tras el escritorio en la biblioteca de Grange, la casa paterna que heredaría algún día, un hecho que explicaba de muchas maneras su actual frustración y mal humor.

Sentado en una silla al otro lado del escritorio, Lucifer Cynster, el cuñado de Jonas, sonreía con sardónica conmiseración.

– Sin intención de añadir más carga sobre tus hombros, tengo que mencionar que las expectativas no harán más que aumentar con el paso del tiempo.

Jonas gruñó.

– No me sorprende la muerte de Juggs. No es una pérdida para nadie, Red Bells se merece algo mejor. Cuando Edgar encontró a ese viejo borracho muerto sobre un charco de cerveza, estoy seguro de que todo el pueblo suspiró de alivio y se puso a especular de inmediato cómo serían las cosas si la posada Red Bells estuviera dirigida por un posadero competente.

Juggs, el posadero de Red Bells durante casi una década, había sido encontrado muerto por el encargado de la taberna, Edgar Hills, hacía dos meses.

Jonas se acomodó en la silla.

– Tengo que admitir que fui el primero en hacer especulaciones, pero eso fue antes de que tío Martin expirara por el exceso de trabajo y mi padre se hiciera cargo de tía Eliza y su prole, dejando en mis manos la elección del nuevo posadero de Red Bells.

A decir verdad, agradecía la oportunidad de volver de Londres y asumir por completo la administración de la hacienda. Había sido entrenado para aquella tarea durante toda su juventud, y aunque su padre gozaba de buena salud, ya no poseía la misma energía de antaño. Su inesperada y más que probable larga ausencia había sido la oportunidad perfecta para que Jonas regresara y asumiera las riendas.

Sin embargo, no había sido ésa la razón principal para que hubiese accedido de buen grado a sacudirse el polvo de Londres de los talones.

Durante los últimos meses la vida en la ciudad ya no le interesaba del mismo modo que antes. Clubes, teatros, cenas y bailes, veladas y reuniones selectas, los dandis y aristócratas o las arrogantes matronas felices de dar la bienvenida en sus camas a un caballero atractivo, rico y bien educado, ya no captaban su interés.

Cuando había comenzado a salir de juerga, poco después de que Phyllida, su hermana gemela, se hubiera casado con Lucifer, aquel tipo de vida había sido su único objetivo. Con los ancestrales e innatos atributos que poseía y la nueva relación familiar con Lucifer, miembro de la familia Cynster, no le había resultado demasiado difícil conseguir todo aquello que deseaba. Sin embargo, tras lograr su objetivo y codearse con los aristócratas durante varios años, había descubierto que en esa etapa dorada de su vida se sentía extrañamente vacío.

Insatisfecho. Frustrado.

Un hombre sin ningún tipo de compromiso.

Había estado más que dispuesto a regresar a su casa en Devon y asumir el control de Grange y la hacienda mientras su padre partía apresuradamente hacia Norfolk para ayudar a Eliza que pasaba por momentos difíciles.

Se había preguntado si la vida en Devon también le resultaría vacía y carente de objetivos. En el fondo de su mente le rondaba la pregunta de si aquel profundo hastío se debía a su vida social o, más preocupante aún, si era el síntoma de un profundo malestar interior.

A los pocos días de regresar a Grange, había logrado, por lo menos, resolver esa duda en cuestión. De repente, su vida estaba llena de propósitos. No había tenido ni un momento ubre. Siempre había un desafío o cualquier otra cosa reclamando su atención, exigiendo que se pusiera en acción. Desde que regresó a casa y se despidió de su padre, apenas tuvo tiempo para pensar.

La inquietante sensación de desarraigo y vacío se evaporó, dando paso a una nueva inquietud.

Ya no se sentía inútil -evidentemente la vida de un caballero rural, la vida para la que había nacido y sido educado, era su verdadera vocación-, pero aun así seguía faltando algo en su vida.

Sin embargo, en ese momento, la posada Red Bells era su mayor fuente de preocupación. Reemplazar al no llorado Juggs estaba resultando una tarea más difícil de lo esperado.

Sacudió la cabeza con irritada incredulidad.

– ¿Quién iba a imaginar que encontrar un posadero decente resultaría tan condenadamente difícil?

– ¿Dónde has puesto anuncios?

– A lo largo de todo el condado y más allá, incluso en Plymouth, Bristol y Southampton. -Hizo una mueca-Podría recurrir a una agencia de Londres, pero la última vez que lo hicimos, nos enviaron a Juggs. Si fuera posible, me gustaría contratar a alguien de la zona, o al menos de Westcountryman. -La determinación le endureció el rostro y se incorporó-. Pero de no ser así, como mínimo quiero entrevistar a los aspirantes antes de ofrecerles el trabajo. Si hubiéramos hablado con Juggs antes de que le contratara la agencia, jamás le habríamos ofrecido el trabajo.

Lucifer estiró las piernas ante sí. Todavía había mucho en él del hermoso demonio de cabello oscuro que años antes había hecho desmayarse a las damiselas de la sociedad.

– Me parece extraño que no hayas tenido más aspirantes -dijo, frunciendo el ceño.

Jonas suspiró.

– El hecho de que se trate de un pueblo tan pequeño ahuyenta a los solicitantes, a pesar de que añadiendo las haciendas y las casas circundantes, la comunidad adquiere un tamaño más que decente y que no existe ninguna otra posada u hostería que pueda hacer la competencia. Sin embargo, esto no parece ser suficiente frente a la ausencia de tiendas y la escasa población. -Golpeó con el dedo un montón de documentos-. En cuanto conocen Colyton, desaparecen todos los aspirantes decentes.

Hizo una mueca y sostuvo la profunda mirada azul de Lucifer.

– Los candidatos decentes aspiran a algo más y piensan que Colyton no tiene demasiado que ofrecer.

Lucifer le respondió con otra mueca.

– Parece que deberás encontrar a alguien sin demasiadas expectativas. Alguien capaz de dirigir una posada modesta y que quiera vivir en un lugar tan apartado como Colyton.

Jonas le lanzó una mirada especulativa.

– Tú ya vives en este lugar, ¿no te apetecería probar a dirigir una posada?

Lucifer sonrió ampliamente.

– Gracias, pero no. Me basta con dirigir mi hacienda, igual que a ti.

– Por no decir que ni tú ni yo sabemos nada sobre dirigir una posada.

Lucifer asintió con la cabeza.

– En efecto.

– Ándate con cuidado, es probable que Phyllida sepa manejar una posada con los ojos cerrados.

– Pero también está muy ocupada.

– Gracias a ti.

Jonas lanzó una mirada burlona y reprobadora a su cuñado. Lucifer y Phyllida ya tenían dos hijos, Aidan y Evan, dos niños muy activos. Y Phyllida había anunciado hacía poco que esperaban a su tercer vástago. A pesar de contar con ayuda, Phyllida siempre se las arreglaba para estar ocupada.

Lucifer sonrió ampliamente sin pizca de remordimiento.

– Dado lo mucho que te gusta ser tío, deberías dejar de dirigirme esas miradas de fingida reprobación.

Jonas curvó los labios en una sonrisa abatida y bajó la mirada al montonazo de solicitudes que habían llegado en respuesta a los anuncios que había ordenado poner por todo el condado.

– Yo diría que la situación no puede ser peor cuando el mejor aspirante es un ex presidiario de Newgate.

Lucifer soltó una carcajada. Se levantó, se estiró y le brindó una sonrisa a su cuñado.

– Ya verás como al final aparece alguien.

– Eso espero -respondió Jonas-. Pero ¿cuándo? Como bien has señalado, las expectativas no harán más que aumentar. Como propietario de la posada y, por consiguiente, la persona que todos consideran responsable para cumplir con dichas expectativas, el tiempo corre en mi contra.

La sonrisa de Lucifer fue comprensiva pero de poca ayuda.

– Tengo que dejarte. Prometí que volvería a casa a tiempo de jugar a los piratas con mis hijos.

Jonas observó que, como siempre, Lucifer sentía un especial deleite al pronunciar la palabra «hijos», como si estuviera probando y saboreando todo lo que significaba.

Despidiéndose alegremente de él, su cuñado se marchó, dejándolo con los ojos clavados en el montón de tristes solicitudes para el puesto de posadero de Red Bells.

Deseó poder irse también a jugar a los piratas.

Aquel vivido pensamiento le recordó lo que sabía que estaría esperando a Lucifer al final del corto trayecto por el sendero del bosque que unía la parte trasera de Grange con la de Colyton Manor, la casa que Lucifer había heredado y donde vivía con Phyllida, Aidan y Evan y un reducido número de sirvientes. La mansión siempre estaba llena de calidez y vida, una energía casi tangible que provenía de la satisfacción y felicidad compartidas y que llenaba el alma de sus dueños.

Anclándolos allí.

Aunque Jonas se encontraba totalmente a gusto en Grange -le gustaban tanto la casa como el excelente personal que llevaba allí toda su vida-, era consciente, y más después de sus recientes vivencias en el seno de la alta sociedad, de que deseaba una calidez y un halo de satisfacción y felicidad, similares para su propio hogar, algo que pudiera echar raíces en Grange y en él.

Que le colmara el alma y le anclara a ese lugar.

Durante un buen rato se quedó mirando ensimismado el otro lado de la estancia; luego se recriminó mentalmente y volvió a bajar la vista al montón de inservibles solicitudes.

Los habitantes de Colyton se merecían una buena posada.

Soltó un profundo suspiro y, volviendo a colocar las solicitudes encima del papel secante, se obligó a revisarlas minuciosamente una última vez.


Emily Ann Beauregard Colyton se detuvo justo en la última curva del sinuoso camino que conducía a Grange, en el límite sur del pueblo de Colyton, y clavó la mirada en la casa que se asentaba sólida y confortablemente a unos cincuenta metros.

Era de ladrillo rojo envejecido. Tranquila y serena, parecía estar profundamente arraigada en la tierra fértil donde estaba asentada. Poseía cierto encanto sutil. Desde el tejado de pizarra hasta las ventanas del ático que coronaban los dos pisos amplios y pintados de blanco. Había unas escaleras que conducían al porche delantero. Desde donde estaba, Em sólo podía ver la puerta principal, que se erguía en medio de las majestuosas sombras.

Los jardines, pulcramente cuidados, se extendían a ambos lados de la fachada principal. Más allá de la extensión de césped a su izquierda, la joven divisó una cálida y exuberante rosaleda con brillantes salpicaduras de color, que se mecían contra el follaje más oscuro.

Se sintió impulsada a mirar de nuevo el papel que tenía en la mano, una copia del anuncio que había visto en el tablero de una posada de Axminster, donde se ofrecía un puesto de posadero en la posada de Red Bells en Colyton. En cuanto vio aquel anuncio, Emily supo que aquélla era la respuesta a sus plegarias.

Sus hermanos y ella estaban esperando la carreta del comerciante que había aceptado llevarlos hasta Colyton, cuando regresara allí después de finalizar el reparto. Una semana y media antes, Emily cumplió veinticinco años y por fin pudo asumir la tutela de su hermano y sus tres hermanas, algo que según estaba estipulado en la última voluntad de su padre, sucedería en cuanto ella cumpliera esa edad. Entonces, sus hermanos y ella se trasladaron desde la casa de su tío en Leicestershire, cerca de Londres, a Axminster, desde donde llegaron, en la carreta del comerciante, a Colyton.

El coste del viaje fue mayor de lo que ella había esperado, haciendo menguar sus escasos ahorros y casi todos los fondos -la parte que le correspondía de la hacienda de su padre-que el abogado de la familia, el señor Cunningham, había dispuesto que recibiera. Sólo él sabía que sus hermanos y ella habían recogido sus pertenencias y se habían dirigido al pequeño pueblo de Colyton, en lo más profundo del Devon rural.

Su tío, y todos los que podrían ser persuadidos a su favor -gente que deberían meter las narices en sus propios asuntos-, no fueron informados de su destino.

Lo que quería decir que una vez más ellos debían valerse por sí mismos. O, para ser más exactos, que el bienestar de Isobel, Henry y las gemelas, Gertrude y Beatrice, recaía sobre los firmes hombros de Em.

No es que a ella le importara en lo más mínimo. Había asumido la tutela de sus hermanos de manera voluntaria. Continuar siquiera un día más de los absolutamente necesarios en casa de su tío era algo impensable. Sólo la promesa de que al final podrían marcharse de allí había hecho que los cinco Colyton aguantaran vivir bajo el yugo de Harold Potheridge tanto tiempo. Pero hasta que ella cumplió veinticinco años, la custodia de los Colyton había recaído conjuntamente en su tío, el hermano menor de su madre y el señor Cunningham.