El día que Em cumplió veinticinco años, había reemplazado legalmente a su tío. Ese día, sus hermanos y ella tomaron sus escasas pertenencias, que habían recogido días antes, y abandonaron la casa solariega de su tío. Em estaba preparada para enfrentarse a su tío y explicarle su decisión, pero por azares del destino, Harold se marchó ese mismo día a una carrera de caballos y no estuvo allí para presenciar la partida de sus sobrinos.

Todo salió bien, pero Emily sabía que su tío iría a por ellos y que no se rendiría hasta encontrarlos. Eran muy valiosos para él, pues los hacía trabajar como criados sin pagarles ni un solo penique. Cruzar Londres con rapidez era vital, y para ello necesitaban un carruaje con cochero y cuatro caballos, lo que resultaba muy caro, como Em no tardó en descubrir.

Así que atravesaron Londres en un vehículo de alquiler y permanecieron un par de noches en una posada decente, una que les había parecido lo suficientemente segura para dormir en ella. Aunque luego Emily ahorró todo lo posible y viajaron en un coche correo, si bien cinco días de viaje junto con las comidas y las noches en varias posadas hicieron que sus exiguos fondos menguaran de manera alarmante.

Para cuando llegaron a Axminster, Emily ya se había dado cuenta de que ella, y quizá su hermana Issy, de veintitrés años, tendrían que buscar trabajo. Aunque no sabía qué tipo de trabajo podían encontrar unas jóvenes de clase acomodada como ellas.

Hasta que vio el anuncio en el tablero.

Volvió a mirar el papel otra vez mientras practicaba, como había hecho durante horas, las frases correctas para convencer al dueño de la posada de que ella, Emily Beauregard -por ahora no era necesario que nadie supiera que su apellido era Colyton-, era la persona indicada para encargarse de la posada Red Bells.

Cuando les enseñó el anuncio a sus hermanos y les informó sobre su intención de solicitar el empleo, ellos le habían dado su bendición como siempre, mostrándose entusiasmados con el plan. Ahora llevaba en el bolsito tres inmejorables referencias sobre Emily Beauregard, escritas por falsos propietarios de otras tantas posadas, las mismas en las que se habían hospedado durante el viaje. Ella había escrito una, Issy otra y Henry, de quince años y dolorosamente dispuesto a ayudar, escribió la tercera. Todo ello mientras esperaban al comerciante y su carreta.

El comerciante les dejó justo delante de la posada Red Bells. Para gran alivio de Emily, había un letrero en la pared, al lado de la puerta, donde ponía «Se busca posadero» en letras negras. El puesto aún seguía vacante. Había llevado a sus hermanos a una esquina del salón y les había dado suficientes monedas para que se tomaran una limonada. Durante todo el rato, ella se dedicó a estudiar la posada, evaluando todo lo que estaba a la vista, fijándose en que las contraventanas necesitaban una mano de pintura, y que el interior parecía tristemente polvoriento y mugriento, pero nada que no se pudiera resolver con un poco de determinación y una buena limpieza.

Había visto a un hombre con una expresión algo severa detrás del mostrador del bar. Aunque servía cerveza de barril, su conducta sugería que se dedicaba a otras cosas que le entusiasmaban mucho menos. En el anuncio había una dirección para enviar las solicitudes, no la de la posada sino la de Grange, Colyton. Sin duda alguna esperaban recibir las solicitudes del trabajo por correo. Armándose de valor y con las tres «referencias» a buen recaudo en el bolsito, Emily había dado el primer paso, acercándose al bar y pidiéndole al hombre que atendía la barra la dirección de Grange.

Y eso era lo que le había ocurrido hasta llegar a donde se encontraba en ese momento, vacilando en medio del camino. Se dijo a sí misma que sólo estaba siendo precavida al intentar adivinar qué tipo de hombre era el dueño de la posada examinando su casa.

Mayor, pensó, y asentado. Había algo en aquella casa que sugería comodidad. Quizá fuera un hombre que llevaba muchos años casado, tal vez un viudo, o al menos alguien con una esposa tan mayor y asentada como él. Por supuesto, pertenecería a la clase acomodada, probablemente de los que se consideraba un pilar del condado. Alguien paternalista -estaba absolutamente segura de ello-, lo que sin duda le resultaría muy útil. Tenía que acordarse de recurrir a esa emoción si necesitaba presionarle para que le diera el trabajo.

Deseó haber sido capaz de preguntarle al encargado de la taberna sobre el dueño de la posada, pero dado que tenía intención de solicitar el puesto de posadera y que el patrón del tabernero podía acabar siendo también el suyo aquello podría resultar incómodo, y de ninguna manera quería llamar la atención sobre sí misma.

Lo cierto era que necesitaba el empleo. Lo necesitaba desesperadamente. No sólo por el dinero, sino porque sus hermanos y ella necesitaban quedarse en algún lugar. Había dado por hecho que habría varios tipos de alojamientos disponibles en el pueblo para descubrir que el único lugar de Colyton capaz de albergarlos a los cinco era la posada. Y ya no podían permitirse el lujo de hospedarse en un lugar como ése más de una noche.

Lo malo era que, por falta de posadero, en la posada no se admitían clientes. Sólo estaba abierta la taberna. Ni siquiera había servicio de comidas. Así que mientras no contrataran a un posadero, el Red Bells no podía considerarse una posada.

Su gran plan, el objetivo que la había impulsado a seguir adelante durante los últimos ocho años, era regresar a Colyton, al hogar de sus antepasados, para encontrar el tesoro de la familia. Las leyendas familiares sostenían que el tesoro, oculto para paliar las necesidades de las generaciones futuras, estaba escondido allí, en el lugar que indicaba una enigmática rima que se transmitía de padres a hijos.

Su abuela había creído en la leyenda a pies juntillas, y les había enseñado a Em y a Issy la rima en cuestión.

Su padre y su abuelo se habían reído de ella, pues ninguno de los dos creía nada de aquello.

Pero la abuela siempre sostuvo contra viento y marea que aquella leyenda era cierta. A ella y a Issy, y luego también a Henry y las gemelas, la promesa del tesoro les mantuvo unidos y con la moral alta durante los últimos ocho años.

El tesoro estaba allí. Emily no podía ni quería creer otra cosa.

Ella jamás había dirigido una posada en su vida, pero habiéndose encargado de la casa de su tío desde el sótano al ático durante ocho años, incluidas las numerosas semanas que los amigos solteros de su tío se alojaron allí para las cacerías, se sentía lo bastante segura de sí misma como para encargarse de una pequeña posada en un pueblecito tranquilo como Colyton.

No podría ser tan difícil, ¿verdad?

Se encontraría, sin lugar a dudas, con muchos desafíos pero, con la ayuda de Issy y Henry, podría superarlos. Incluso las gemelas, de sólo diez años y muy traviesas, podrían echar una mano.

Ya había perdido demasiado tiempo. Tenía que moverse, acercarse resueltamente a la puerta principal, llamar y convencer al viejo caballero que residía en Grange de que debía contratarla como la nueva posadera de Red Bells.

Em y sus hermanos, la última generación de Colyton, habían logrado llegar al pueblo. Ahora tenía que ganar tiempo y conseguir los medios necesarios para buscar y encontrar el tesoro.

Para poder afrontar el futuro con seguridad.

Respiró hondo y contuvo el aliento y, poniendo resueltamente un pie delante del otro, recorrió el resto del camino.

Subió los escalones de entrada y sin concederse ni un solo segundo para pensárselo mejor, levantó la mano y dio varios golpecitos a la puerta principal pintada de blanco.

Al bajar la mano, vio la cadena de una campanilla. Por un momento se preguntó si debía utilizarla o no, pero luego escuchó el sonido de pasos acercándose a la puerta y esperó.

La abrió un mayordomo, uno de los más imponentes que Emily había visto en su vida. Habiéndose movido entre la alta sociedad de York antes de morir su padre, reconoció la especie. Tenía la espalda tan rígida como un palo. Al principio, el hombre miró por encima de su cabeza, pero luego bajó la vista.

La consideró con una mirada tranquila.

– ¿Sí, señorita?

Em se armó de valor ante el semblante afable del hombre.

– Quisiera hablar con el propietario de la posada Red Bells. Estoy aquí para solicitar el empleo de posadera.

La sorpresa atravesó los rasgos del mayordomo, que frunció el ceño ligeramente. Vaciló, mirándola, antes de preguntar:

– ¿Es una broma, señorita?

Ella apretó los labios y entrecerró los ojos.

– No. No es ninguna broma. -Apretó los dientes y se dispuso a coger el coro por los cuernos-. Sí, sé que puede parecerlo. -El suave pelo castaño y rizado de Emily y un rostro que todos consideraban muy dulce, combinados con su figura delgada y su pequeña estatura no hacían justicia a su enérgico carácter, ese que se necesitaba para regentar una posada-. Pero tengo bastante experiencia en este tipo de trabajo y por lo que sé el puesto aún sigue vacante.

El mayordomo pareció sorprendido por su enérgica respuesta. La estudió durante un buen rato, fijándose en el vestido de color aceituna con el cuello alto, que se había puesto en Axminster, antes de preguntarle:

– ¿Está segura?

Ella frunció el ceño.

– Bueno, por supuesto que estoy segura. Estoy aquí, ¿verdad?

Él lo reconoció con una leve inclinación de cabeza, pero siguió titubeando.

Ella levantó la barbilla.

– Tengo referencias, tres referencias para ser más exactos. -Golpeó ligeramente el bolsito. Mientras lo hacía, recordó la posada, y los bordes gastados de los anuncios. Clavó la mirada en la cara del mayordomo y se arriesgó a hacer una deducción-. Está claro que su patrón tiene dificultades para cubrir el puesto. Estoy segura de que quiere que la posada vuelva a estar a pleno rendimiento. Y aquí estoy yo, una aspirante perfectamente digna. ¿Está seguro de que quiere que me dé la vuelta y me marche en vez de informarle a su amo de que estoy aquí y deseo hablar con él?

El mayordomo la evaluó con ojo crítico; ella se preguntó si el destello que logró ver en sus ojos había sido de respeto.

Al final, él asintió con la cabeza.

– informaré al señor Tallent de que está aquí, señorita. ¿A quién debo anunciar?

– A la señorita Emily Beauregard.


– ¿Cómo dices? -Levantando la mirada del deprimente montón de solicitudes, Jonas clavó los ojos en Mortimer-. ¿Una joven?

– Bueno… es una mujer joven, señor. -Resultaba evidente que Mortimer no sabía cómo catalogar a la señorita Emily Beauregard, lo que de por sí era sorpréndeme. Llevaba décadas ocupando el puesto de mayordomo y sabía muy bien a qué estrato social pertenecía cada una de las personas que se presentaban en la puerta del magistrado local-. Parecía… muy segura de querer ocupar el puesto y he pensado que tal vez sería mejor que la recibiera.

Jonas se recostó en la silla y estudió a Mortimer, preguntándose qué habría visto el mayordomo en la joven. Resultaba evidente que la señorita Emily Beauregard lo había dejado impresionado, lo suficiente para que Mortimer se hubiera adherido a su causa. Pero la idea de que fuera una mujer la que se encargara de la posada Red Bells… Aunque por otra parte, no hacía ni media hora que él mismo había reconocido que Phyllida podría dirigir la posada casi con los ojos cerrados.

El trabajo era, después de todo, para un gerente-posadero, y había muchas mujeres con la suficiente habilidad para realizarlo satisfactoriamente.

Se enderezó en la silla.

– De acuerdo. Hazla pasar. -No podía ser peor que el aspirante que había estado preso en Newgate.

– Ahora mismo, señor. -Mortimer se volvió hacia la puerta-. La mujer me ha dicho que trae referencias, tres para ser exactos.

Jonas arqueó las cejas. Al parecer la señorita Beauregard había llegado bien preparada.

Volvió a mirar el montón de solicitudes sobre el escritorio y lo apartó a un lado. No es que tuviera muchas esperanzas de que la señorita Beauregard fuera la respuesta a sus plegarias, pero ya estaba harto de esperar que llegara el aspirante perfecto, y más teniendo en cuenta el deprimente resultado de sus recientes esfuerzos.

El sonido de pasos en el umbral de la puerta le hizo levantar la mirada.

Vio que una señorita entraba en la habitación, seguida de Mortimer.

La arraigada educación de Jonas, le hizo ponerse en pie.

Lo primero que Em pensó al clavar los ojos en el caballero que estaba detrás del escritorio en la bien surtida biblioteca fue que era demasiado joven.

Demasiado joven para adoptar una actitud paternalista hacia ella.

O para mostrarse paternalista con cualquiera.

Un inesperado pánico sin precedentes la embargó. Aquel hombre -de unos treinta años y tan guapo como el pecado-no era, ni mucho menos, el tipo de hombre con el que había esperado tener que tratar.