Pero no había nadie más en la biblioteca, y había visto al mayordomo salir de aquella estancia cuando la había ido a buscar. Así que estaba claro que era con él con quien debía entrevistarse.
El caballero, ahora de pie, tenía los ojos clavados en ella. Em respiró hondo para tranquilizarse mientras pensaba que aquélla era la oportunidad perfecta para estudiarle.
Era alto y delgado. Medía más de uno ochenta y cinco y tenía largas piernas. La chaqueta entallada cubría unos hombros anchos. El pelo, castaño oscuro, caía elegantemente en despeinados mechones sobre una cabeza bien formada. Poseía los rasgos aguileños tan comunes entre la aristocracia, lo que reforzaba la creciente certeza de Emily de que el dueño de Grange pertenecía a una clase social más elevada que la de mero terrateniente rural.
Tenía un rostro fascinante. Ojos de color castaño oscuro, más vivaces que conmovedores, bajo unas cejas oscuras que acapararon su atención de inmediato a pesar de que él no la estaba mirando a los ojos. De hecho, la estaba recorriendo con la mirada de los pies a la cabeza. Cuando Emily se dio cuenta de que el hombre estaba observando su cuerpo, tuvo que contener un inesperado temblor.
Respiró hondo y contuvo el aliento absorta en lo que implicaba aquella frente ancha, la nariz firme y la mandíbula, todavía más fuerte y cuadrada. Todo aquello sugería un carácter fuerte, firme y resuelto.
Los labios eran completamente tentadores. Delgados pero firmes, sus líneas sugerían una expresividad que debería suavizar los ángulos casi severos de la cara.
Em apartó la mirada de la cara y se fijó en su elegante indumentaria. Vestía ropa hecha a medida. Ya había visto antes a algunos petimetres londinenses y, aunque él no iba demasiado arreglado, las prendas eran de una calidad excelente y la corbata estaba hábilmente anudada con un nudo engañosamente sencillo.
Debajo de la fina tela de la camisa blanca, se percibía un pecho musculoso, pero de líneas puras y enjutas. Cuando él se movió y rodeó el escritorio lentamente, le recordó a un depredador salvaje, uno que poseía una gracia peligrosa y atlética.
Em parpadeó.
– ¿Es usted el dueño de la posada Red Bells? -No pudo evitar preguntar.
Él se detuvo ante la esquina delantera del escritorio y finalmente la miró a los ojos.
Em sintió como si la hubiera atravesado una llama ardiente, dejándola casi sin aliento.
– Soy el señor Tallent, el señor Jonas Tallent. -Tenía una voz profunda pero clara, con el acento refinado de la clase alta-. Sir Jasper Tallent, mi padre, es el dueño de la posada. En este momento se encuentra ausente y soy yo quien se encarga de dirigir sus propiedades durante su ausencia. Tome asiento, por favor.
Jonas señaló la silla frente al escritorio. Tuvo que contener el deseo de acercarse y sujetársela mientras ella se sentaba.
Si aquella joven hubiera sido un hombre, él no lo habría invitado a sentarse. Pero no lo era; era, definitivamente, una mujer. La idea de que se quedara de pie ante él mientras Jonas se sentaba, leía las referencias que ella había traído y la interrogaba sobre su experiencia laboral era, sencillamente, inaceptable.
Ella se recogió las faldas color verde aceituna con una mano y tomó asiento. Por encima de la cabeza de la joven, Jonas miró a Mortimer. Ahora comprendía la renuencia del mayordomo al calificar a la señorita Beauregard como «una joven». Fuera como fuese, no cabía ninguna duda de que la señorita Emily Beauregard era una dama.
Las pruebas estaban allí mismo, en cada línea de su menudo cuerpo, en cada elegante movimiento que realizaba de manera inconsciente. Tenía huesos pequeños y casi delicados, y su rostro en forma de corazón poseía un cutis de porcelana con un leve rubor en las mejillas. Sus rasgos podrían describirse -si él tuviera alma de poeta-como esculpidos por un maestro.
Los labios eran exuberantes y de un pálido color rosado. Estaban perfectamente moldeados, aunque en ese momento formaban una línea inflexible, una que él se sentía impulsado a suavizar hasta conseguir que se curvara en una sonrisa. La nariz era pequeña y recta, las pestañas largas y espesas, y rodeaban unos enormes ojos de color avellana, los más vivaces que c! hubiera visto nunca. Sobre aquellos ojos tan llamativos se perfilaban unas discretas cejas castañas ligeramente arqueadas. Y sobre la frente caían unos suaves rizos castaño claro. Resultaba evidente que ella había intentado recogerse el pelo en la nuca, pero los brillantes rizos tenían ideas propias y se habían escapado de su confinamiento para enmarcarle deliciosamente la cara.
La barbilla, suavemente redondeada, era el único elemento de aquel rostro que parecía mostrar indicios de tensión.
Mientras regresaba a su asiento, en la mente de Jonas sólo había un pensamiento: «¿Por qué demonios una dama como ésa solicitaba el puesto de gerente en una posada?»
Despidió a Mortimer con un gesto de cabeza y se sentó. Cuando la puerta se cerró suavemente, clavó la mirada en la mujer que tenía delante.
– Señorita Beauregard…
– Tengo tres cartas de referencia que, estoy segura, querrá leer. -La joven rebuscó en el bolsito y sacó tres hojas dobladas. Se inclinó hacia delante y se las tendió.
El no tuvo más remedio que cogerlas.
– Señorita Beauregard…
– Si las leyera… -Cruzó las manos sobre el bolsito en el regazo y le señaló las referencias con un gesto de cabeza-, se daría cuenta de que tengo sobrada experiencia en este tipo de trabajo y que estoy más que cualificada para cubrir el puesto de posadera en Red Bells. -La joven no le dio tiempo a responder, sino que clavó sus vividos ojos en él y declaró con calma-: Creo que el puesto lleva vacante algún tiempo.
Bajo aquella perspicaz y directa mirada color avellana, él se dio cuenta de que sus suposiciones sobre la señorita Emily Beauregard variaban sutilmente.
– En efecto.
Ella le sostuvo la mirada con serenidad. Resultaba evidente que no era una mujer dócil.
La joven esperó un tenso momento mientras bajaba la vista a las referencias en las manos de Jonas para luego volver a mirarle a la cara.
– ¿Le importaría leerlas?
El se reprendió mentalmente. Apretando los labios, bajó la vista y obedientemente desdobló la primera hoja.
Mientras leía las tres referencias pulcramente escritas e idénticamente dobladas, ella se dedicó a llenarle los oídos con una letanía de sus virtudes y experiencia como gerente en distintas posadas. Pensó en lo agradable y tranquilizadora que era la voz de la joven. Levantó la mirada de vez en cuando, sorprendido por un leve cambio en la cadencia de su tono. Mientras terminaba de leer la tercera referencia, Jonas se dio cuenta de que los cambios de voz ocurrían cuando ella intentaba recordar algún acontecimiento en concreto.
De todo lo que estaba oyendo, sólo una cosa era cierta: que la joven tenía experiencia en llevar la dirección de una casa y organizar fiestas.
En cuanto a su experiencia en regentar posadas…
– En lo que respecta a Three Feathers en Hampstead, yo…
Él bajó la mirada y volvió a leer las referencias sobre el tiempo que había trabajado en Three Fearhers. Ella sólo se limitó a reflejar lo que estaba allí escrito, sin añadir nada más.
Volvió a mirarla, observando aquel rostro casi angelical, mientras barajaba la idea de decirle que sabía que las referencias eran falsas. Aunque estaban escritas por tres manos diferentes, él juraría que dos eran femeninas -por lo que era más que improbable que fueran, como ella le había indicado, de los dueños de las posadas-y la tercera estaba escrita por un varón, aunque, a juzgar por la letra, era un hombre joven cuya caligrafía todavía no estaba bien definida.
Sin embargo, lo más significativo de todo era que las tres referencias -supuestamente de tres posadas distantes geográficamente y con un lapso de cinco años entre sí-, estaban escritas con las mismas palabras, con la misma tinta y la misma pluma, una que tenía una mella en la punta.
Por no mencionar que, a pesar del tiempo transcurrido entre una referencia y otra, el papel era nuevo, y la tinta, fresca.
Volvió a mirar a la señorita Emily Beauregard por encima del escritorio mientras se preguntaba a sí mismo por qué no se limitaba a llamar a Mortimer para que acompañara a la joven a la puerta. Sabía que debería hacerlo, pero no lo hizo.
No podía dejarla marchar sin antes conocer la respuesta a la pregunta inicial: «¿Por qué demonios una dama como ésa solicitaba el puesto de gerente en una posada?»
Por fin, ella terminó de recitar sus méritos y lo miró, arqueando las cejas inquisitivamente con un aire un tanto arrógame.
Jonas lanzó las tres referencias sobre el papel secante y miró a la señorita Beauregard directamente a los ojos.
– Para serle sincero, señorita Beauregard, no había considerado ofrecerle el puesto a una mujer, y mucho menos a una tan joven como usted.
Por un momento, ella simplemente se lo quedó mirando, luego respiró hondo y alzó la cabeza un poco más. Con la barbilla en alto, le sostuvo la mirada con firmeza.
– Pues para serle sincera, señor Tallent, le eché un vistazo a la posada de camino hacia aquí y observé que las contraventanas necesitan una mano de pintura, y el interior parece no haber sido limpiado adecuadamente al menos en los últimos cinco años. Ninguna mujer que se precie se sentaría en ese salón, pero es la única área pública que hay. No hay servicio de cocina y no se ofrece alojamiento. En resumen, en estos momentos, la posada no es más que una taberna. Si de verdad se encarga de la hacienda de su padre, tendrá que reconocer que, como inversión, Red Bells no produce en la actualidad los beneficios que debería.
Lo dijo con voz agradable y en un tono perfectamente modulado. Pero, al igual que su rostro, las palabras ocultaban una fuerza subyacente, un filo coreante.
Ella ladeó la cabeza sin apartar la mirada de la de él.
– ¿Me equivoco al suponer que la posada lleva sin gerente algunos meses?
El apretó los labios y le dio la razón.
– En realidad, varios meses. Muchos meses.
– Supongo que le gustaría que todo volviera a funcionar perfectamente tan pronto como sea posible. En especial cuando no hay otra taberna ni lugar de reunión en el pueblo. Los lugareños también deben de estar deseosos de que la posada vuelva a funcionar a pleno rendimiento.
¿Por qué Jonas se sentía como si fuera una oveja directa al matadero?
Había llegado el momento de recuperar el control de la entrevista y averiguar lo que quería saber.
– ¿Podría decirme, señorita Beauregard, qué es lo que la ha traído a Colyton?
– Vi una copia de su anuncio en la posada de Axminster.
– ¿Y qué la llevó a Axminster?
Ella se encogió de hombros ligeramente.
– Fui a… -Hizo una pausa como si estuviera considerando la respuesta, luego se corrigió-. Nosotros, mis hermanos y yo, sólo estábamos de paso. -Su mirada vaciló y bajó la vista a las manos con las que apretaba suavemente el bolsito-. Hemos estado viajando durante el verano, pero ya es hora de que nos establezcamos.
Jonas juraría, sin temor a equivocarse, que aquello era mentira. No habían estado viajando durante el verano pero, si la juzgaba bien, sí era cierto que tenía a varios hermanos a su cargo. Ella sabía que él descubriría la existencia de su familia si obtenía el trabajo, así que había sido sincera en ese punto.
La razón por la que ella quería el trabajo de posadera irrumpió en la mente de Jonas, confirmando sus sospechas a medida que evaluaba con rapidez el vestido -sencillo, pero de buena calidad-usado.
– ¿Hermanos menores?
Ella levantó la cabeza, mirándole con atención.
– En efecto -repuso; luego vaciló antes de preguntar-: ¿Es un problema? Nunca lo fue. No son bebés. Las más jóvenes tienen… doce años.
El último titubeo fue tan leve que él sólo lo percibió porque la estaba escuchando con atención mientras la observaba. No tenían doce, sino algo menos, tal vez diez.
– ¿Y sus padres?
– Hace muchos años que murieron.
Aquello también era verdad. Cada vez tenía más claro por qué Emily Beauregard quería el puesto de posadera. Pero…
Jonas suspiró y se inclinó hacia delante. Apoyó ambos antebrazos en el escritorio y entrelazó las manos.
– Señorita Beauregard…
– Señor Tallent.
Sorprendido por el tono tajante, él se interrumpió y alzó la vista a la brillante mirada color avellana.
Una vez que captó toda su atención, ella continuó:
– Creo que estamos perdiendo demasiado tiempo andándonos con rodeos. Lo cierto es que usted necesita un posadero con urgencia, y aquí estoy yo, más que dispuesta a aceptar el trabajo. ¿De verdad me va a rechazar porque soy una mujer y tengo hermanos pequeños a mi cargo? Mi hermana tiene veintitrés años, y me ayudará en todo lo que pueda. Lo mismo hará mi hermano de quince años, quien al margen del tiempo que dedicará a los estudios, también nos echará una mano. Mis hermanas pequeñas son gemelas y, aunque son las menores, también nos ayudarán. Si me contrata a mí, también los contrata a ellos.
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