Las siguientes horas estuvieron cargadas de alegría y buen humor, un final, a fin de cuentas, mucho más radiante y feliz de lo que Em jamás habría soñado. Las habitaciones del ático eran perfectas para sus hermanos. Issy Henry y las gemelas se las repartieron de manera equitativa y con una sorprendente buena disposición. Parecía el lugar ideal para todos.
En medio del aturdimiento general, Em se encontró instalada en unas habitaciones privadas. Edgar la condujo con timidez hasta una puerta estrecha en lo alto de las escaleras que partían de una de las salitas privadas hasta el primer piso. A la izquierda del rellano, había un amplio pasillo que recorría toda la longitud, de la posada con habitaciones para huéspedes a ambos lados, con vistas a la parte delantera y trasera de la edificación. La puerta que Edgar abrió se encontraba a la derecha, al fondo del pasillo. Eran los dominios del posadero, una amplia salita que conducía a un dormitorio de buen tamaño, con un cuarto de baño y un vestidor al fondo. Esta última estancia estaba conectada por medio de una escalera muy estrecha al pasillo que conducía a la cocina.
Después de enseñarle todas las habitaciones, Edgar murmuró que iba a buscar el equipaje y la dejó. Sola.
Em estaba sola, totalmente sola, algo que no solía ocurrir muy a menudo y, a pesar del profundo amor que sentía por sus hermanos, saboreaba esos momentos de soledad cada vez que surgían. Se acercó a la ventana de la salita y miró afuera.
La ventana daba a la parte delantera de la posada. Al otro lado de la carretera, las sombras púrpuras cubrían el campo. Más allá, en lo alto de la colina, la iglesia se recortaba contra el cielo todavía iluminado por el sol.
Em abrió la ventana de bisagras y aspiró el aire fresco y vigorizante con olor a pastos verdes y cultivos. La brisa de la noche trajo hasta ella el graznido seco y distante de un pato y el profundo croar de una rana
Issy ya se había hecho cargo de la cocina. Era ella quien cocinaba en la casa de su tío. Era mucho mejor cocinera que Em, y disfrutaba de los retos que suponía la preparación de un nuevo plato. En contra de lo que Emily esperaba, Issy le informó de que tanto el almacén como las despensas de la posada contenían algunos víveres, y que disponía de una variada colección de ingredientes para cocinar. En ese momento su hermana se encontraba en la cocina, preparando la cena.
Apoyando la cadera en el ancho alféizar, Em se reclinó contra el marco de la ventana. Tenía que encargarse de reabastecer por completo las despensas de la posada, pero sería al día siguiente cuando averiguaría dónde conseguir los suministros.
Edgar no residía allí, sino que se desplazaba todos los días desde la granja de su hermano en las afueras del pueblo. Le había preguntado sobre sus tareas; además de ayudarla en todo lo que pudiera, se mostraba encantado de continuar atendiendo el bar de la posada. Habían llegado fácilmente a un acuerdo. Ella se encargaría de los suministros, la organización y todo lo relacionado con el alojamiento y el servicio de comedor, mientras que el se haría cargo del bar y de reponer los licores, aunque sería ella quien se encargaría de conseguirlos.
Em le había pedido a Edgar que le presentara a John Ostler, que vivía en una habitación encima de los establos. Las cuadras estaban limpias; era evidente que allí no se había alojado ningún caballo durante mucho tiempo. John vivía para los caballos. Era un hombre tímido y reservado que parecía rondar la treintena. Debido a la escasez de huéspedes equinos en la posada, se había dedicado a echar una mano con los caballos en Colyton Manor.
Por él, Em se había enterado de que la mansión era, de hecho, la casa más grande del pueblo, y que actualmente era el hogar de una familia llamada Cynster. La señora Cynster era la hermana gemela de Jonas Tallent.
Lanzando una mirada a las profundas sombras, Em tomó nota mental de sus nuevos dominios. La posada sólo tenía una estancia pública, un salón que ocupaba toda la planta baja. La puerta principal se encontraba justo en el centro. La larga barra del bar se extendía más hacia la derecha, dejando un buen espacio a la izquierda, frente a la puerta de la cocina. Al lado de ésta, en ese extremo de la estancia, había unas escaleras. En el centro de las paredes laterales había unas grandes chimeneas con repisas de piedra.
En el salón público de la posada había, según sus cálculos, unos cuarenta asientos o más. Además de muchas mesas con bancos y sillas, incluido confortables sillones de orejas dispuestos en semicírculo alrededor de las chimeneas. Por otra parte, había un área a la derecha de la puerta principal algo más informal, con mesas redondas con bancos y sillas de madera a lo largo de las paredes. En la zona a la izquierda de la puerta, había, en cambio, bancos acolchados y sillas almohadilladas, y más sillones de orejas alrededor de mesas bajas. Un poco más allá, entre la chimenea y la puerta de la cocina, había mesas rectangulares con bancos; resultaba evidente que se trataba de la zona del comedor.
El polvo que cubría los asientos más cómodos y las mesitas bajas hacía sospechar a Em que esa área en particular -destinada probablemente a mujeres y gente de más edad-no había sido demasiado usada en los últimos años.
Esperaba que ese hecho cambiara ahora. Una posada como Red Bells debería ser el centro de vida del pueblo, y eso incluía a la mitad de la población femenina y a la gente de más edad.
Además, el hecho de tener tanto a mujeres como ancianos en la posada, ayudaría a mejorar el comportamiento de los hombres. Tomó nota mental de establecer algunas normas y hallar la manera de hacerlas cumplir.
Edgar ya le había dicho, en tono de queja, que la clientela de la posada había disminuido debido a la dejadez de su predecesor, un hombre llamado Juggs. Incluso los viajeros que solían parar regularmente en la posada, habían buscado, con el paso del tiempo, otros lugares donde alojarse.
Em tenía un arduo trabajo por delante para conseguir que la posada volviera a recuperar su antiguo esplendor. Para su sorpresa, tal desafío suponía todo un estímulo, algo que no se había esperado al llegar allí.
– Oooh, qué lugar más bonito -dijo Gertrude, Gert para la familia, entrando en la habitación con Beatrice, Bea, pisándole los talones, con una mirada igual de observadora que su gemela.
Henry apareció detrás de las gemelas, seguido de Issy, con un delantal y un paño entre las manos.
– La cena estará lista en media hora -anunció Issy con cierto orgullo. Miró a Em-. La cocina, una vez desenterradas las cazuelas y las sartenes, ha resultado ser una maravilla. Al parecer alguien había guardado los utensilios en el sótano. -Ladeó la cabeza-. ¿Has pensado en contratar personal para la cocina?
Levantándose del alféizar de la ventana, Em asintió con la cabeza.
– Edgar me ha contado que antes solían trabajar aquí una cocinera y varios ayudantes. Todos viven en el pueblo y es muy posible que todavía estén disponibles si queremos contratarles de nuevo. Le he respondido que sí. -Le lanzó a Issy una mirada firme-. Me gustaría que me echaras una mano con los menús y los pedidos, pero, una vez que todo esté en orden, no quiero que cocines a menos que se trate de una emergencia. -Issy abrió la boca para protestar, pero Em levantó una mano para silenciarla-. Sí, ya sé que no te importa, pero no te he sacado de la cocina de tío Harold para meterte en otra.
Desplazó la mirada por las caras de sus hermanos.
– Todos sabemos por qué estamos aquí.
– ¡Para encontrar el tesoro! -exclamó Bea con voz aguda.
Em se volvió, cogió la manilla de la ventana y la cerró. Las voces chillonas de las gemelas se oían desde muy lejos, y no quería que nadie más conociera la razón por la que estaban en Colyton.
– Sí -dijo ella, asintiendo con decisión-. Vamos a encontrar el tesoro, pero además vamos a vivir una vida normal.
Miró a las gemelas, que no parecían afectadas por su tono. Em las conocía muy bien.
– Ya hemos hablado de esto antes, pero por desgracia Susan descuidó vuestra educación. Puede que también seáis hijas de papá, pero hemos descuidado las bases de vuestra educación como señoritas. Issy, Henry y yo tuvimos institutrices que nos enseñaron. Y aunque por el momento no podréis tenerlas, Issy y yo misma nos encargaremos de que recibáis vuestras lecciones.
Las gemelas intercambiaron una mirada-lo que no era buena señal-antes de mirar a Em y asentir dócilmente con la cabeza.
– Está bien -dijeron al unísono-, probaremos a ver cómo nos va.
No había nada que probar, pero Em decidió dejar esa batalla para más adelante. Issy, con quien había estado hablando durante largas horas sobre la falta de educación de las gemelas, asintió en silencio con determinación.
Aunque todos eran Colyton, hijos del mismo padre, las gemelas eran producto del segundo matrimonio de Reginald Colyton. Si bien Susan, la madre de las gemelas, había sido una persona encantadora, una a la que Em, Issy y Henry habían tomado cariño, no había tenido la misma educación que ellos. Aquello no había importado mientras vivió su padre, pero después de que muriera, cuando las gemelas tenían sólo dos años, la familia se había separado. Harold Potheridge había sido nombrado tutor de Em, Issy y Henry, y se los había llevado a su casa, Runcorn Manor en Leicestershire, mientras que las gemelas, como era natural, se habían quedado con Susan en York.
Aunque Em e Issy habían mantenido correspondencia con Susan de manera regular, y las cartas que recibían de su madrastra siempre habían sido alegres. Después de que ésta muriera, las gemelas, huérfanas a los nueve años de edad, se habían presentado sin avisar en la puerta de Harold. Fue entonces cuando las dos hermanas mayores se habían dado cuenta de que las cosas no habían resultado tan alegres y dicharacheras como Susan les había hecho creer.
Al parecer, la boda de la que les había hablado no había tenido lugar.
Y las gemelas no habían recibido ninguna educación.
Em estaba resuelta a rectificar esto último y por fortuna, las gemelas eran Colyton, que eran personas de gran ingenio a las que no les costaba trabajo aprender cuando se aplicaban a ello.
Por desgracia, también eran autenticas Colyton en el sentido de que les gustaba explorar todo lo que veían, por lo que conseguir que se concentraran en las lecciones no era tarea fácil.
Em miró a Henry. A él no le costaba aprender. De hecho le encantaba; su manera de explorar el mundo iba mucho más allá de lo puramente físico.
– Preguntaremos en los alrededores y encontraremos un tutor para ti. No podemos consentir que te quedes sin recibir tus lecciones.
Con la seriedad que le caracterizaba, Henry asintió con la cabeza.
– Aun así, yo también ayudaré en la posada. Me parece lo más justo.
Em asintió con la cabeza, pero intercambió otra mirada con Issy. Las dos se asegurarían de que los estudios de Henry tuvieran prioridad sobre todo lo demás. Parte del acuerdo al que Em llegó con Harold hacía ya tiempo -un acuerdo del que Henry nunca había estado al tanto-, era que, a cambio de que su hermana y ella se ocuparan de la casa, Harold se encargaría de que Henry recibiera clases del vicario local, que había estudiado en Oxford y era un gran estudioso.
Era un acuerdo que Harold se apresuró a cumplir, pues de ese modo se aseguraba el mantener a Em y a Issy donde quería: ocupándose de la casa y de todas sus comodidades de manera gratuita. Así que Henry estaba camino de convertirse en el estudioso que siempre había querido ser. Pero necesitaba prepararse para entrar en la universidad, aunque todavía faltaran algunos años.
– Háblanos del tesoro otra vez -dijo Gert, saltando sobre uno de los sillones y levantando una nube de polvo.
Bea hizo lo mismo en el otro sillón, con idéntico resultado.
– Sólo si os quedáis quietas -dijo Em con rapidez. Como la historia del tesoro familiar era una que ninguno de sus hermanos se cansaba de escuchar, las gemelas se detuvieron de inmediato y clavaron los ojos en ella. Em le lanzó una mirada inquisitiva a Issy.
Su hermana le indicó con la mano que siguiera adelante.
– Tenemos mucho tiempo. La comida que he metido en el horno tardará un rato en estar lista.
Issy y Henry se sentaron en el sofá. 'lomando nota mental de sacudirlo y desempolvarlo antes de irse a dormir, Em lanzó una larga mirada a sus hermanos, antes de comenzar a hablar.
– Hace mucho tiempo… en la época de sir Walter Raleigh y los conquistadores españoles, uno de los Colyton, que era bucanero y poseía su propio barco, capturó un galeón español repleto de oro.
Continuó describiendo al capitán, a la tripulación, el viaje y la batalla, concluyendo la historia con la emocionante victoria de su ancestro.
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