– Como parte del botín, llevó a su hogar un cofre repleto de oro y joyas. Su esposa, que se había quedado en casa aquí en Colyton, le dijo que la familia ya era lo suficientemente rica; además sabía que si su marido y sus cuñados, todos ellos aventureros como lo son todos los Colyton, ponían las manos sobre el tesoro, lo malgastarían en más barcos que satisficieran su afán de aventuras. Así que sugirió que escondieran el cofre del tesoro en un lugar donde sólo los Colyton pudieran encontrarlo, para que las futuras generaciones pudieran recurrir a él en el caso de que se encontraran en grandes dificultades. La intención era mantener vivo el nombre de Colyton y la seguridad financiera de la familia, y todos se mostraron de acuerdo con ella.

Hizo una pausa y sonrió a las cuatro caras arrobadas que tenía delante.

– Así que ocultaron el tesoro aquí, en el pueblo, y el lugar donde está escondido se transmitió de generación en generación a través de una rima infantil.

– ¡Hasta llegar a nosotros! -exclamó Gert con una sonrisa radiante.

Em asintió con la cabeza.

– Sí, a nosotros. Somos los últimos Colyton y necesitamos el tesoro. Por eso hemos venido aquí, al pueblo de Colyton.

– El tesoro de los Colyton está oculto en Colyton -entonó Henry, comenzando a recitar la rima que todos conocían de sobra.

– En la casa más alta, en la casa de las alturas, en el piso más bajo -continuó Issy.

– Escondido en una caja que sólo un Colyton abriría -terminó Em para deleite de las gemelas.

– Y ahora que estamos aquí -indicó Bea-, vamos a encontrar el tesoro.

– Eso es. -Em se puso en pie-. Pero primero vamos a cenar y mañana pensaremos la manera de que Henry pueda continuar con sus estudios, y vosotras dos comenzaréis a estudiar con Issy mientras yo pongo la posada en orden. -Cogiendo a cada gemela de la mano, hizo que se levantaran de las sillas y las condujo hacia la puerta-. Ahora que estamos aquí y tenemos un lugar donde quedarnos, uno en el que estaremos perfectamente bien durante meses, todos tendremos cosas que hacer, así que será mejor que mantengamos nuestra búsqueda en secreto y que nos dediquemos a ella sólo en nuestro tiempo libre. Ahora que estamos aquí, no tenemos por qué apresurarnos.

– Mantendremos el tesoro en secreto -dijo Gert.

– Y mientras hacemos otras cosas, buscaremos el tesoro discretamente. -Em detuvo a sus hermanas menores en la puerta y miró fijamente los pequeños ojos brillantes-. Quiero que me prometáis que no os pondréis a buscar el tesoro, ni siquiera discretamente, sin decírmelo antes.

Esperó, sabiendo que sería inútil decirles que le dejaran toda la búsqueda a ella.

Gert y Bea esbozaron idénticas sonrisas.

– Te lo prometemos -corearon al unísono.

– Bien. -Em las soltó. Las gemelas bajaron las escaleras con estrépito mientras Em se volvía hacia Issy-. Ahora lo único que falta es darles la cena y meterlas en la cama.


A las ocho de la tarde, Em, satisfecha de que las gemelas, Henry e Issy estuvieran instalados en sus habitaciones y de haber limpiado todo el polvo que pudo de la suya, hizo la cama con sábanas limpias.

Luego abandonó la estancia. Le había dicho a Edgar que quería estudiar a los posibles clientes de la posada, aprendiendo de esa manera la clase de clientela que atendían y decidir en concordancia la comida más adecuada.

Bajó en silencio las escaleras principales, deteniéndose en el último descansillo, utilizando la ventajosa posición para escudriñar con rapidez el salón observando a los hombres apoyados en la barra y a las dos parejas de ancianos sentados en las mesas cerca de la chimenea apagada.

No hacía frío, pero pensó que un fuego cálido haría más agradable el ambiente. Continuó bajando las escaleras y añadió mentalmente leña a la lista de suministros.

Tras descender el último escalón fue consciente de las miradas furtivas que le lanzaban los clientes, aunque todos apartaron la atención de ella cuando echó un vistazo alrededor. Sin duda, debían de saber que ella era la nueva posadera. Sintiendo el interés y la expectación que despertaba, Em se ajustó el chal sobre los hombros, se dio la vuelta y entró en la cocina.

Atravesó la cocina vacía y salió al pequeño vestíbulo que había entre el fondo del bar de Edgar y el diminuto despacho del posadero. Ya había examinado aquel lugar antes; aparte de un montón de recibos viejos, no había encontrado ningún tipo de registro, factura o libro de cuentas…, nada que identificara a los proveedores con los que tenía que haber tratado Juggs.

Era un absoluto misterio cómo aquel hombre había dirigido la posada en el pasado, pero intentar desvelar aquel misterio era algo que no pensaba hacer hasta el día siguiente. Ahora se contentaría con aprender algo sobre los clientes de la posada.

Se detuvo ante la puerta del despacho, oculta entre las profundas sombras del vestíbulo, y volvió a mirar a los bebedores, creando una lista mental de las comidas por las que aquellos hombres estarían dispuestos a pagar y pensando en la mejor manera de tentar a sus mujeres para que frecuentaran una posada limpia y bien atendida.

Mentalmente, añadió a la lista un enorme frasco de cera de abejas, preferentemente con olor a limón o lavanda.

Estaba estudiando a una de las parejas de ancianos sentados a una de las mesas, cuando sintió una abrumadora presencia a su espalda a la vez que le bajaba un escalofrío por la columna.

– Hector Crabbe. Vive en una pequeña casa al sur del pueblo.

Em reconoció aquella profunda voz al instante, a pesar de que no era nada más que un susurro en su oído. Fue el orgullo lo que la hizo cruzar los brazos bajo los pechos para no ceder al impulso de darse la vuelta. Se obligó a hablar con normalidad.

– ¿Quién es Crabbe?

Hubo un momento de silencio, sin duda mientras él esperaba que ella reconociera su presencia más apropiadamente. Como Em no movió ni un solo músculo, él respondió:

– El que lleva barba.

– ¿Está casado?

– Creo que sí. -Em casi pudo oír sus pensamientos antes ele que se decidiera a preguntar-: ¿Por qué quiere saberlo?

– Porque -dijo ella, que cedió finalmente a su primer impulso y lo miró por encima del hombro-me preguntaba si podría tentar a la señora Crabbe y a otras como ella para que vinieran a la posada de vez en cuando y utilizaran el salón como un lugar de reunión.

Em se volvió, casi sin aliento, hacia el salón, luchando contra la repentina aceleración de su pulso. Los seductores ojos masculinos estaban tan cerca que, incluso en la oscuridad, se había sentido atraída hacia ellos.

– ¿Sabe por casualidad dónde se reúnen las mujeres del pueblo?

Cuando él respondió, Em percibió un deje de interés en su voz.

– No sé si lo hacen.

Ella sonrió, y volvió a mirarle por encima del hombro.

– Mucho mejor para nosotros.

Jonas la miró a los ojos, sintiendo de nuevo el poder de aquella devastadora sonrisa.

No estuvo seguro de si se sintió decepcionado o aliviado cuando, después de sostenerle la mirada brevemente, ella se volvió hacia el salón.

– ¿Quién es el hombre con el que habla Crabbe?

Se lo dijo. Ella fue preguntándole sobre los clientes, pidiéndole que le dijera los nombres, las direcciones y el estado civil de cada uno. A Jonas le sorprendió y le desconcertó que ella pudiera ignorar con total facilidad la atracción que parecía existir entre ellos. Incluso habría dudado de que la joven la hubiera notado siquiera si no fuera porque la oyó contener el aliento al mirarlo por primera vez y la vio agarrarse los codos con firmeza, como si estuviera buscando algo en lo que apoyarse.

Jonas podía comprenderla. Estar tan cerca de ella, entre las oscuras sombras, inspirar el olor que emitía su piel y su pelo brillante, le hacía sentirse ligeramente mareado.

Lo que era muy inusual, jamás había conocido a una mujer, ni mucho menos a una dama, que atrajera su atención de una manera tan intensa casi sin ningún esfuerzo.

Aunque sin ningún esfuerzo era la definición más adecuada, Jonas era plenamente consciente de que ella no había intentado, al menos por ahora, atraerlo de esa manera.

Alentarlo.

El cielo sabía que ella estaba haciendo todo lo posible para no alentarlo en absoluto.

Era una pena que él fuera todavía más terco de lo que intuía que era ella.

En cuanto le dijo los nombres de todos los clientes, ella se dio la vuelta y le lanzó una rápida mirada a la cara.

– He examinado el despacho, pero no he podido encontrar ningún libro de cuentas de la posada. De hecho, no he encontrado ningún tipo de registro. ¿Están en su poder?

Jonas no respondió de inmediato, pues su cerebro tenía problemas para asimilar la pregunta ya que estaba demasiado ocupado considerando las brillantes posibilidades de la posición en la que se encontraban. El vestíbulo era pequeño y estrecho, y estaba relativamente oscuro. Se había detenido justo detrás de la joven y, ahora que ella se había dado la vuelta, la parte superior de su cabeza apenas le llegaba a la clavícula. Para mirarle a la cara, ella tenía que echar la cabeza hacia atrás y levantar la vista, por lo que quedaban tan cerca el uno del otro que sí él respiraba hondo, las solapas de su chaqueta le rozarían los pechos.

Jonas la miró directamente a los ojos. Incluso en la oscuridad podía percibir la batalla que ella libraba consigo misma para poner distancia entre ellos, aunque permaneció inmóvil.

El silencio se extendió, incrementando la tensión entre ellos, hasta que Jonas se rindió, dio un paso atrás y señaló la puerta del despacho.

Ella pasó con rapidez junto a él y cruzó la diminuta estancia hasta situarse detrás del escritorio, dejando que la gastada mesa se interpusiera entre ellos. No se sentó, pero observó cómo él llenaba el umbral.

Jonas no dijo nada, se quedó allí de pie, observando a la joven que lo miraba con el ceño fruncido.

Entonces recordó la pregunta y apoyó un hombro contra el marco de la puerta antes de responderle.

– No existen libros de cuentas ni registros, al menos de la última década, Juggs no creía que fuera necesario dejar constancia de nada por escrito.

El ceño de la joven se hizo más profundo.

– Entonces ¿cómo sabía cuáles eran las ganancias?

– No lo sabía. El acuerdo que tenía con mi padre era pagarle una renta fija al mes, disponiendo del resto de las ganancias para sí mismo. -Vaciló y admitió-: Mirándolo retrospectivamente, no fue, desde luego, el acuerdo más inteligente. A Juggs no le importaba si la posada tenía éxito o no, así que trabajaba lo suficiente para pagar el alquiler y nada más. -Sonrió-. El trato que hemos hecho nosotros es mucho mejor.

Ella carraspeó levemente y se dignó a sentarse, hundiéndose en la desvencijada silla que había detrás del escritorio. Parecía un tanto abstraída.

Jonas la observó fingir que le ignoraba, aunque la señorita Beauregard sabía de sobra que él estaba allí.

– Los suministros -dijo ella finalmente, alzando la mirada hacia él-. ¿Hay algún lugar donde la posada tenga una cuenta?

– Hay un comerciante en Seaton que se encarga de suministrar todo lo necesario a la hacienda. Debería hablar con él y decirle que anote los gastos de la posada a la cuenta de Grange.

Ella asintió con la cabeza, entonces abrió un cajón del escritorio y sacó una hoja en blanco y un lápiz. Dejó el papel sobre el escritorio y sostuvo el lápiz entre los dedos.

– Tengo intención de hacer una amplia oferta culinaria en la posada. Cuando la gente sepa que servimos comidas, vendrán y se convertirán en clientes regulares. -Tomó algunas notas antes de hacer una pausa para repasar lo que había escrito-. Creo -dijo ella sin levantar la mirada-que podemos conseguir que la posada se convierta en el centro de reuniones del pueblo. Que no sólo vengan aquellos que quieren tomarse una cerveza al terminar la jornada laboral, sino que sea frecuentada durante todo el día. Un sitio donde las mujeres puedan charlar mientras toman una taza de té, y las parejas puedan venir a comer. Todo eso, mejorará en gran medida los ingresos de la posada, y de ese modo se incrementarán las ganancias. En cuanto al alojamiento, pienso ocuparme de mejorar las habitaciones y hacerlas más confortables. Quiero que todos los huéspedes sepan que aquí ofrecemos algo más que un sitio donde beber cerveza.

Ella había estado escribiendo sin parar, haciendo una larga lista mientras hablaba, pero ahora levantó la mirada hacia él con un reto definitivo en los ojos.

– ¿Aprueba mis ideas, señor Tallent?

Quiso decirle que le llamara Jonas. Se quedó mirando aquellos ojos brillantes, sabiendo que ella tenía en mente un desafío más amplio del que suponía la posada.

No le había pasado desapercibido que ella le había incluido en su monólogo. No sabía si había sido aposta o no, pero que hablara en plural le recordó que la necesitaba allí, como posadera de Red Bells. Y que si quería que se quedara allí, que se encargara de la posada, algo que estaba cada vez más seguro que ella era capaz de hacer, entonces no podía permitirse el lujo de ponerla nerviosa, empujándola a marcharse.