Aunque la señorita Beauregard estaba más a la defensiva que nerviosa, con todas las defensas alzadas y se negaba a admitir la atracción que existía entre ellos.
Jonas podía atravesar esas defensas con facilidad; todo lo que tenía que hacer era entrar en el despacho, cerrar la puerta y… Pero no era el momento de arriesgarse a hacer tal movimiento. Además, seguía sin saber qué era lo que la había llevado hasta allí, qué era lo que la había conducido a ser su posadera. Y hasta que lo supiera…
Jonas se apartó de la jamba de la puerta y ladeó la cabeza.
– Sí, señorita Beauregard. Sus ideas me parecen buenas. -Curvó los labios en una sonrisa-. La dejaré trabajar en paz. Buenas noches, señorita Beauregard.
Ella se despidió con un regio gesto de cabeza.
– Buenas noches, señor Tallent.
Él se dio la vuelta y abandonó el despacho sin mirar atrás.
Era más de medianoche cuando Em subió las escaleras para dirigirse a su habitación. En la cocina había encontrado una vela, una que duraría toda la noche. No es que le diera miedo la oscuridad, pero si podía remediarlo, prefería disponer de luz.
La oscuridad le recordaba la noche en la que murió su madre. No sabía por qué exactamente, pero si permanecía mucho rato a oscuras, tenía la impresión de que un peso, un peso creciente, le aplastaba el pecho, haciendo que le costara trabajo respirar, hasta que era presa del pánico y tenía que encender una vela.
Al entrar en sus aposentos, vio que la luz de la luna se reflejaba en la alfombra. Había dejado las cortinas abiertas, por lo que apenas necesitaba más luz. Dejó la vela en el tocador y se acercó a la ventana. Se detuvo delante y dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad exterior.
La plateada luz de la luna se derramaba sobre el paisaje, iluminando los árboles y los arbustos, haciendo que el campo pareciera un mar embravecido. En contraste, la superficie del estanque de patos parecía un trozo de negra, pulida y brillante obsidiana, cuyas sombras cambiaban por la leve brisa, rizadas por la luz de la luna. En lo alto de la colina, como un vigilante centinela, la iglesia se erguía sólida y majestuosa, recortada contra el cielo nocturno.
Em respiró hondo. Permaneció inmóvil ante la ventana, permitiendo que la invadiera una insólita paz.
Se negó a pensar en Jonas Tallen, ni en el desafío en el que se había convertido la posada. Se negó incluso a pensar en la búsqueda del tesoro de la familia.
En medio de la oscuridad de la noche, sintió cómo la calma, la serenidad y algo más profundo, más fuerte y duradero, la inundaba.
Tranquilizándola.
Cuando finalmente se dio la vuelta, cogió la vela y se dirigió a su nueva cama, sintiendo como si por fin hubiera vuelto a casa.
A las diez de la mañana del día siguiente, Em salió por la puerta principal de Red Bells. Acompañada de Henry, que caminaba a su lado, subió con paso enérgico el camino que conducía a la iglesia, con el campo a la izquierda y las casitas a la derecha.
Se había puesto su sombrerito dominical, lo que era de rigor cuando se visitaba la rectoría. Esa misma mañana, Edgar le había sugerido que hablara con el párroco, el señor Filing, sobre los estudios de Henry.
La cocina de la posada había resultado sorprendentemente acogedora cuando se habían reunido allí para desayunar. Issy había hecho tortitas, y el té que encontraron en una de las despensas había resultado ser muy bueno.
Edgar apareció a las ocho para abrir la puerta y barrer la taberna. Cuando Em le había comentado en tono de decepción que le extrañaba la ausencia de clientes a esas horas, él le informó que rara vez se presentaba alguien antes del mediodía.
Y eso era algo que tenía que cambiar.
A las nueve, Em había hablado y contratado a Hilda, la mujer que antes se había encargado de la cocina y que no tardó en intercambiar recetas con Issy, lo que había sido una buena señal. Y también había contratado a dos chicas, sobrinas de Hilda, para que la ayudaran en la cocina. Además había empleado a las robustas hijas de un primo de Hilda, Bertha y May, que, desde ese mismo día, se encargarían de la limpieza.
Como le había dicho a Jonas Tallent, ofrecer buenas comidas encabezaba su lista de prioridades. En cuanto resolviera el tema de los estudios de Henry, se encargaría de la imperativa tarea de reabastecer las despensas de la posada.
Hacía un buen día. Una brisa ligera agitaba los extremos de las cintas de su sombrerito y los lazos de la chaquetilla verde que se había puesto encima del vestido de paseo de color verde pálido.
Acababan de dejar atrás el estanque de patos cuando escuchó unas fuertes pisadas a su espalda.
– Buenos días, señorita Beauregard.
Ella se detuvo, tomó aliento para sosegar sus sentidos y se dio la vuelta.
– Buenos días, señor Tallent.
Cuando sus miradas se encontraron, Em se dio cuenta de que tomar aliento no había servido de nada. Sus sentidos se negaban a calmarse y seguía conteniendo el aliento. El llevaba una chaqueta de montar y unos pantalones de ante que se ajustaban a sus muslos antes de desaparecer en el interior de las brillantes botas de montar.
Después de un rato, Jonas miró a Henry.
Quien lo estudiaba atentamente y estaba a punto de salir en defensa de su hermana.
– Permítame presentarle a mi hermano Henry. -Se volvió hacia Henry y dijo-: Este es el señor Tallent, el dueño de la posada.
Em esperaba que su hermano no se olvidara de la educación recibida y recordara la necesidad de ser cortés con su patrón.
Jonas se encontró mirando una versión más joven y masculina de su posadera. Tenía la misma mirada clara que la joven aunque los ojos no eran exactamente del mismo color. El muchacho era alto, casi le llevaba una cabeza a su diminuta hermana, y era larguirucho, aunque no cabía duda de que eso cambiaría muy pronto. Aun así, era imposible no percibir la relación familiar, lo que explicaba -por lo menos para Jonas, que tenía una hermana-la expresión casi furiosa en los ojos de Henry Beauregard.
Jonas le tendió la mano y le saludó con un gesto de cabeza.
– Henry.
El jovencito parpadeó, pero estrechó la mano que le tendía, saludándole también con la cabeza.
– Señor Tallent.
Jonas le soltó y miró a su hermana.
– ¿Han salido a tomar el aire o tienen algún destino en mente?
Era evidente que se trataba de eso último. Ella estaba caminando con el paso brioso de alguien que tuviera un destino en mente. La señorita Beauregard vaciló un segundo antes de responder.
– Nos dirigimos a la rectoría.
Em se volvió y reanudó la marcha. Él no tardó en ajustar su paso al de la joven, mientras que Henry se situaba al otro lado de ella.
– Si van a ver a Filing, deben saber que la carretera es el camino más largo. -Señaló un sendero que cruzaba los campos en dirección a la rectoría-. Por ahí es más rápido.
Ella inclinó la cabeza, agradeciéndole la información, y se desvió hacia el sendero que le indicaba. Cuando puso un pie en el camino de tierra, él alargó el brazo para tomarla del codo.
Él sintió el escalofrío que la recorrió y su calidez en las puncas de los dedos.
«Cuando se sienta segura», se dijo a sí mismo, recordando la decisión de no ponerla nerviosa -al menos por el momento-, y la soltó a regañadientes.
Ella se detuvo y le miró, el camino ascendente hacía que sus ojos quedaran al mismo nivel. Apretando los labios, la joven asintió con la cabeza.
– Gracias. Desde aquí podremos encontrar el camino solos, no es necesario que se moleste más por nosotros.
El sonrió, mostrándole los dientes.
– No es ninguna molestia. Yo también voy a ver a Filing.
– ¿De veras? -Una firme sospecha brillaba en los ojos de la señorita Beauregard.
– Tenemos que resolver unos negocios -le informó sin dejar de sonreír. Le hizo señas para que siguiera andando.
Frunciendo el ceño, ella se dio la vuelta y reanudó la marcha cuesta arriba.
El la siguió y, consciente de que Henry le estaba observando, clavó la vista en el camino. El muchacho se mostraba muy protector hacia su hermana. Resultaba evidente que no se fiaba de él, aunque había más curiosidad que recelo en sus ojos.
Em también era consciente de que Henry evaluaba a Jonas Tallent, y en ese sentido, se encontró, inesperadamente, sin saber qué hacer. Aunque no tenía intención de alentar a Tallent para que se preocupara por ella o por su familia, era dolorosamente consciente de que durante los últimos ocho años Henry había carecido de un mentor masculino. Su tío, desde luego, no había ejercido el papel de su padre. Henry necesitaba una guía masculina -un hombre al que pudiera admirar-y, aunque Filing podía impartirle lecciones, dudaba que un párroco pudiera llenar ese otro vacío, menos tangible, pero no menos importante.
Sin embargo, Jonas Tallent, sí podría hacerlo.
Dejando a un lado el inquietante efecto que él tenía sobre sus estúpidos sentidos, no había observado nada en él que pudiera ofendería. De hecho, su estatus, social y financiero, era equivalente al de su hermano. O, mejor dicho, al que su hermano tendría algún día.
Tallent sería un buen modelo a imitar para Henry.
Suponiendo, claro está, que ella no descubriera puntos negativos en su contra.
El sendero que atravesaba los campos tenía una cuesta pronunciada, y estaba bordeado por vallas y rocas. La ascensión fue lenta, pero Em no tenía ningún motivo para darse prisa.
– ¿Es costumbre -le preguntó finalmente-que los párrocos se involucren en los negocios?
Había un tono divertido en la voz de Tallent cuando respondió.
– No es lo habitual, pero en Colyton comienza a ser una costumbre.
El comentario no tenía mucho sentido, por lo menos para ella. Lo miró con el ceño fruncido.
– ¿Qué quiere decir?
– Filing lleva las cuentas de la Compañía Importadora de Colyton -Jonas decidió que ella no tenía por qué saber que la compañía tenía sus orígenes en el contrabando-. Fue creada por mi hermana gemela, Phyllida, hace algunos años. Después de que ella se casara, yo asumí el papel de supervisor, pero es Filing el que lleva al día los registros de las importaciones de la compañía, y quien arregla los pagos con la oficina de recaudación en Axmouth.
– ¿Qué bienes importa la compañía?
– En estos momentos importamos vinos y coñac franceses. -Igual que durante los últimos años-. El coñac y los vinos que se sirven en la posada son suministrados por dicha compañía.
Ella permaneció en silencio durante un buen rato antes de hablar.
– Me parece un negocio extraño para un pueblo tan pequeño.
Jonas no pudo evitar salir en defensa de su gemela.
– Es la solución que Phyllida encontró para poner fin a las revueltas que provocaba el contrabando, por lo menos aquí -le explicó-. Además, cuando las familias perdieron los ingresos que generaba el comercio ilegal, Phyllida convirtió la misma tarea en una empresa legítima. Poco a poco, con el paso de los años, se ha convertido en algo más tradicional. Ahora se descarga la mercancía en los muelles y los bienes se guardan en los almacenes que la compañía construyó en Axmouth para tal fin. Desde allí se distribuyen los toneles y barricas hasta las tabernas y posadas más cercanas.
Em arqueó las cejas sin apartar la vista del camino. A él no le sorprendió cuando ella hizo hincapié en el meollo de la cuestión.
– Crear esa compañía fue la manera de conseguir el equilibrio, pero se ha convertido en mucho más.
Era una declaración, no una pregunta. La señorita Beauregard parecía asumir el concepto… y aprobarlo.
Tanto mejor. Ante ellos apareció el portón de la rectoría. Jonas lo abrió y dio un paso atrás, indicándoles a Emily y a Henry que siguieran el camino antes de atravesar él mismo la puerta y volver a poner el pasador.
Em observó la rectoría que estaba a unos metros de ellos.
– ¿Cómo es el señor Filing? ¿Qué edad tiene?
– Es algo mayor que yo, de unos treinta y pocos. Es un hombre sensato con una educación excelente. Nos sentimos afortunados de tenerlo aquí. Más o menos heredó el puesto. Descubrió que le gustaba el pueblo y se quedó.
Tallent dirigió su respuesta más para Henry que para ella. El muchacho asintió con la cabeza, agradeciendo la información. Tallent miró al chico con curiosidad, sin duda haciendo conjeturas sobre qué tema tenían que hablar con el párroco, pero no hizo ningún comentario ni preguntó nada al respecto.
Por supuesto, dado que subía los escalones del porche de la rectoría detrás de ellos, lo sabría enseguida.
Ante un gesto de Em, Henry tiró del cordón de la campanilla.
La puerta se abrió con rapidez, dejando claro que el hombre que los recibió les había visto subir.
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