– Darcy. Ahora mismo iba a ir a hablar contigo.

– ¿Has hecho el equipaje?

Él asintió.

– He de ir a casa. Están pasando tantas cosas que no puedo pensar aquí. Tengo que hacer llamadas y programar reuniones.

Darcy tragó saliva y trató de controlar sus emociones. ¿Sería así como terminaría, en el pasillo, él yendo hacia un lado y ella hacia otro?

– ¿Te vas a Atlanta, entonces?

– Sí, creo que sí.

Se mordió el labio inferior, tratando de calmar el torbellino de sus pensamientos.

– Yo… yo sólo quería decir unas cosas antes de que te fueras -él esperó-. Todo sucedió tan deprisa entre nosotros… -comenzó-. A veces me pregunto si las cosas hubieran sido diferentes si nosotros… -calló. Era una tontería pensar en lo que podría haber sido-. Lo he pasado maravillosamente. Y me alegro de que nos conociéramos aquella noche en San Francisco y que volviéramos a encontrarnos en la tienda de chocolates.

Él le tomó la mano y la hizo entrar. Soltó la maleta, la tomó en brazos y la besó.

Cuando se echó hacia atrás, la miró a los ojos.

– ¿Me echarás de menos? -le preguntó.

Darcy sintió que los ojos se le humedecían. Rio suavemente y se secó una lágrima perdida.

– Por supuesto. Cielos, ¿por qué estoy llorando? No es que te vayas a ir a la luna.

Puede que algún día volvamos a encontrarnos.

– Me gustaría -dijo Kel-. Y quizá, sólo para cerciorarme, podría llamarte y establecer un momento y un lugar para encontrarnos.

– ¿Eso no sería una cita? -ella rió.

– Sí -confirmó Kel con una sonrisa pausada-. Imagino que sí.

– Creo que sería sensato, para asegurarnos de que nos llegamos a encontrar.

Volvió a besarla al tiempo que le acariciaba el cabello.

– De acuerdo, ése es el plan. Algún día, te llamaré.

– Será mejor que te vayas -dijo Darcy. No quería llorar delante de él y la emoción le estaba atenazando la garganta.

– ¿Me acompañas?

– No. Creo que me quedaré aquí. No quiero quedar como una boba delante de mi personal.

– De acuerdo, entonces -le dio un último y fugaz beso en los labios y luego abrió la puerta-. Nos vemos, Darcy.

– Nos vemos -acordó.

Miró cómo la puerta se cerraba y permaneció paralizada largo rato, obligándose a no ir tras él, a aceptar el hecho de que se había ido. Cuando estuvo segura de que no lo seguiría, entró en el dormitorio y se dejó caer en la cama.

Habían pasado mucho tiempo ahí mismo.

Pero sin él, se convertía en una cama corriente.

Se sentó y se abrazó a la almohada que aún retenía su olor.

Pero no mitigó el dolor de su corazón.

Miró alrededor del cuarto, buscando algo que Kel hubiera podido olvidarse. Posó la mirada en algo pequeño en la mesilla. Frunció el ceño al reconocer el corazón de chocolate incompleto de Dulce Pecado, envuelto en celofán azul.

– Supongo que no buscaba un romance, después de todo -musitó.

Era exactamente lo que necesitaba en ese momento, más chocolate.

Con cuidado desenvolvió el corazón. Dentro, encontró un papel pequeño. Lo desplegó y leyó el mensaje. Lo único que necesitas es amor.

– Sí, claro. Sin un hombre, el amor es bastante inútil.

Se levantó de la cama, con el corazón y el mensaje aferrados en la mano. Como pasara más tiempo en la habitación, se volvería loca.

Antes de salir, alzó el teléfono que había en el pequeño recibidor. En recepción contestó Olivia.

– Hola, soy Darcy. ¿Puedes comunicarle a la gobernanta que la Suite Bennington está vacía? Que envíe a alguna camarera a limpiarla lo antes posible -hizo una pausa-. ¿Se ha marchado ya el señor Martin?

– Acaba de hacerlo hace unos segundos -respondió Olivia.

– Gracias -colgó y luego salió a llamar el ascensor.

Al llegar al vestíbulo, fue directamente a su despacho, con la almohada de Kel aún bajo el brazo. Al pasar, Olivia le dedicó una mirada desconcertada, pero ella continuó con la vista al frente.

Al entrar en el despacho, encontró a Amanda sentada ante su escritorio, con los pies apoyados en un borde.

– Lo vi irse -dijo, dedicándole una sonrisa de simpatía a Darcy-. ¿Estás bien?

– Por supuesto -trato de sonar animada-. Sabía que sólo teníamos una semana y esto ha sido perfecto. No he tenido tiempo para pensar en lo que iba a decir o hacer. Ha sido un adiós agradable y rápido. Y ahora mi vida puede regresar al camino marcado.

– ¿Y eso es todo? -quiso saber Amanda.

– Sí. Lo han traspasado a Atlanta, de modo que se irá de San Francisco. Pero ha dicho que tal vez me llame algún día.

Amanda bufó.

– ¿Fue lo mejor que se le ocurrió?

– Sólo había algo físico entre nosotros, nada más. Ninguno de los dos quería ataduras.

– Véndele esa historia a otra. Te he visto esta última semana y has sido muy feliz. Cuando Kel está contigo, tú… resplandeces. Ese hombre esta hecho para ti, Darcy, lo quieras reconocer o no.

Ésta se sentó en uno de los sillones para invitados.

– ¿De verdad lo crees? -dejó la almohada en el de al lado y ante la mirada de curiosidad de Amanda, sonrió con timidez-. Huele a él -reconoció.

– Ahí lo tienes.

Darcy dejó el chocolate de Kel en la mesa y lo partió en fragmentos más pequeños.

Luego le dio uno a Amanda.

– «Lo único que necesitas es amor» -dijo-. Era el mensaje que tenía dentro. ¿Crees que es verdad?

– Sí -confirmó su amiga-. Claro que lo creo -se llevó un trozo de chocolate a la boca-. Y un fantástico sexo. Y dos cuartos de baño y vacaciones por separado una vez al año. También un buen peluquero, un buen ginecólogo y una suegra que viva como mínimo a mil quinientos kilómetros de distancia…

– ¡Para! Creo que no lo entiendes.

– ¿Sabes lo que ponía mi mensaje? -preguntó Amanda-. Nada.

– ¿Estaba en blanco?

– No, simplemente tenía la palabra «nada». No lo encontré especialmente alentador. ¿Es una pregunta, una respuesta o solo un error?

– Debe de tratarse de un error de impresión.

– ¿Qué ponía el tuyo?

– No lo sé -se puso de pie y recogió el bolso de encima del aparador. Hurgó en su contenido y al final lo dejó en la mesa-. Aquí está -se lo entregó a Amanda.

Ésta lo desenvolvió y sacó el pequeño trozo de papel.

– ¿Quieres que lo lea? -Darcy asintió y Amanda extendió el mensaje. Se quedó boquiabierta y luego lo volvió a doblar con rapidez-. No quieres verlo.

– ¿Qué pone?

Amanda miró el mensaje y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Es tonto y sentimental -se secó los ojos y se puso de pie.

– ¿Qué? -insistió Darcy.

– Pone… -la voz le tembló y rió suavemente. Luego le entregó el papel a Darcy-. Adelante. Léelo.

– «Lo único que necesitas es amor». Es lo mismo que… -calló-. Oh, Dios mío. Encajan -se puso de pie- ¿Qué significa?

– ¡Que ganas una cena romántica en el Delaford para dos! -exclamó Amanda.

– No, no. No es eso lo que significa -contempló las dos piezas de papel. De pronto resultaba idóneo amar a Kel, querer un futuro con él. Pero ¿cómo podía ser? Dos fragmentos de papel hacían que se viera envejeciendo con él-. Esto es ridículo. No significa nada.

– Significa lo que tú quieras que signifique -indicó Amanda.

Los ojos se les llenaron de lágrimas a las dos.

– Tengo que irme -dijo Darcy.

– Tienes que irte -corroboró Amanda.

– He de hablar con él -recogió sus cosas.

He de encontrar a Kel y decirle lo que siento.

– ¿Y qué sientes? -preguntó Amanda mientras Darcy salía.

– Estoy enamorada -rió a través de las lágrimas-. ¿Estoy loca? -se encogió de hombros-. Sí. Pero no me importa.

Al llegar a la recepción, tecleó el registro de Kel y apuntó su dirección y número de teléfono.

– Darcy, ¿dónde nos vamos a reunir? ¿Tienes los presupuestos para que los repase antes de la reunión?

Darcy alzó la vista y vio a su padre acercándose. Sam Scott exhibía esa expresión impaciente que por lo general terminaba con él ofreciéndole un discurso severo sobre las prácticas empresariales correctas.

– Se van a reunir en la Sala Pacífico -dijo-. Yo no podré asistir, pero Amanda te dará una copia del presupuesto. Está en mi despacho.

– ¿Adónde vas? No puedes dejarme con esto.

Darcy rodeó la recepción y abrazó a su padre. Rara vez lo hacían, pero no pudo contenerse. Se sentía en las nubes.

– Papá, quiero un puesto en la junta. Y quiero que me prometas que me nombrarás vicepresidente en los próximos cinco años. Y si no aceptas, dimitiré -él abrió la boca para replicar, pero ella movió la cabeza-. Sabes que soy buena en esto, y serías un tonto en dejarme ir. Y sé que no lo eres. No vas a encontrar a nadie más leal o entregado que yo. Así que te sugiero que asientas y aceptes darme lo que quiero.

– No te irías -dijo Sam.

Darcy sonrió.

– Ponme a prueba -acarició la mejilla de su padre-. Dedícale uno o dos días a pensártelo. Ahora he de ir a hacer las maletas.

– ¿Adónde vas?

– A San Francisco.

– ¿Cuándo volverás?

– No lo sé -fue hacia el ascensor-. ¿Mañana? ¿La semana próxima? -apretó el botón, y cuando las puertas no se abrieron, volvió a apretarlo. Miró el reloj y calculó el tiempo que tardaría en ir a la ciudad.

– ¿Darcy?

Al principio pensó que había imaginado su voz, que su entusiasmo le jugaba una mala pasada. Pero entonces él volvió a hablar. Se paralizó, conteniendo un torbellino de emociones.

– Darcy, por favor, mírame.

Lentamente se volvió y descubrió a Kel a unos pasos de distancia, con las maletas a los lados. El corazón le dio un vuelco y sintió las rodillas flojas.

– Has vuelto -murmuró.

Kel asintió.

– No podía irme. Llegué a la ciudad y di la vuelta. Aun no hemos terminado, Darcy. No sé qué viene ahora, pero tiene que haber algo.

– Lo hay -acordó ella-. Ahora lo sé.

– ¿Sí?

Sacó las tiras de papel del bolsillo y se las pasó.

– ¿Qué son? -preguntó mientras las abría.

– Estaban en el interior de las mitades de nuestros corazones de Dulce Pecado. ¿Recuerdas? Ella también te dio una mitad. Encajan.

Él frunció el ceño.

– ¿Y? ¿Qué significa? ¿Ganamos un premio?

– ¿No lo ves? -exclamó ella-. Esto lo explica todo. Se supone que debemos estar juntos. El destino conspira contra nosotros. O a nuestro favor. Es por eso que no pude olvidarte después de aquella noche en San Francisco y la razón de que nos encontráramos en la tienda de chocolates. Y ahora mira esto. Tenemos mensajes iguales. Es una señal.

– ¿Y ahora crees que podemos tener un futuro, por un mensaje tonto que has encontrado dentro de un envoltorio de chocolate?

– Sí. Es el destino -¿por qué no podía entenderlo? Era como si de repente obtuviera permiso para sentir lo que sentía.

– ¿Crees en el destino pero no crees en mí? -Kel maldijo en voz baja-. Dios, siento que me estoy volviendo loco. Darcy, he vuelto porque quiero estar contigo. Estoy enamorado de ti. Y no tiene nada que ver con el chocolate.

El sonido de las palabras, el simple reconocimiento de lo que sentía, le renovó las lágrimas. La amaba.

– Creo en ti. En nosotros. Iba a decirte eso. Iba a ir a San Francisco. Y yo también me he enamorado de ti, Kel.

Una sonrisa lenta suavizó la expresión de él, que se llenó de afecto.

– ¿Te has enamorado de mí?

– Sí -le rodeó la cintura con los brazos.

– Albergaba la esperanza de que las cosas se desarrollaran de esta manera -susurro él.

– ¿Y eso? -inquirió mientras le besaba el cuello.

– He comprado una casa en Crystal Lake.

Darcy se echó para atrás, aturdida por la confesión.

– ¿Cuándo?

– Aceptaron mi oferta ayer. Te encantará. Está justo al lado del agua y es enorme, con una caseta para botes y un mirador victoriano y una terraza que da al lago. Te encantará.

Darcy lo miró fijamente.

– ¿Se encuentra en West Blueberry Lane?-preguntó.

– ¿Cómo lo has sabido?

Otra señal, aunque no necesitaba ninguna.

– Me encantaré -corroboró-. Pero ¿cómo vas a vivir allí si te vas a trasladar a Atlanta?

– No me voy a Atlanta, Darcy. Estoy listo para iniciar el resto de mi vida y voy a hacerlo aquí, contigo. Y no me importa lo que haga falta… le demostraremos a tu padre que puedes dirigir sus hoteles y amarme al mismo tiempo.

– Le di un ultimátum -explicó-. O mañana tengo un puesto en la junta o estaré sin trabajo. Quizá eso no esté tan mal. Podría tomarme un tiempo libre para dedicar cada momento a complacerte.

Kel rió entre dientes.

– Te conozco, Darcy. No eres el tipo de mujer que podría dedicar sus días a cuidar de mis necesidades. Quizá yo debería ocuparme de ti. Podría estar a cargo del departamento de placer -miró alrededor del vestíbulo-. ¿Mi suite sigue disponible?