Le indicó que se sentara en el sofá y, mientras lo hacía, se quedó mirándola y se preguntó por qué le parecía diferente aquel día. Seguía siendo guapa, rubia y tan sólo unos años más joven que él.
Desde luego, una preciosa mujer florero.
– ¿Qué necesitas? ¿Va todo bien por casa? -le preguntó.
Helen frunció el ceño.
– No entiendo.
– Estás sola en esa casa, que es muy grande, y me preguntaba si no se te caía encima.
Helen enarcó las cejas levemente.
– No me puedo creer que estés preocupado por mí.
Jack se encogió de hombros.
– Bueno, estoy bien, gracias por preguntar. Sí, es cierto que la casa es muy grande y ahora se me hace muy vacía, pero tu padre trabajaba mucho y estoy acostumbrada a estar sola.
Jack se revolvió incómodo en su butaca y deseó no haber comenzado jamás aquella conversación, pero ya no había marcha atrás.
– ¿Duermes bien?
Helen suspiró.
– No -admitió-. Lo cierto es que todas las noches espero que George entre en la habitación y me pida disculpas por haber llegado tan tarde de trabajar, pero eso ya no sucederá -sonrió-. Bueno, basta ya de hablar de mí. No he venido para eso. Quería ver qué tal estabas tú. Sé que la empresa no está atravesando por sus mejores momentos.
– Veo que has estado leyendo la prensa.
– Sí, varios periódicos al día. Menos mal que la prensa nacional no se ha hecho eco porque con la local ya tenemos suficiente. Es espantoso, Jack. Ojalá pudiera ayudar en algo.
– ¿Tú sabías de la existencia del segundo juego de libros de contabilidad?
– No, tu padre no me contaba mucho sobre la empresa a pesar de que yo le insistía porque me interesaba. De todas maneras, yo me daba cuenta de que estaba sometido a mucho estrés y supuse que estaba teniendo problemas de negocios, pero nunca se me ocurrió que fuera tan grave.
– ¿Tú sabes lo que dejó dicho en su testamento?
– No, nunca me habló de ello tampoco.
– ¿De qué hablabais entonces?
– De cosas cotidianas -contestó Helen cruzándose de piernas-. Jack, yo no soy tu enemigo. A mí me habría gustado que las cosas hubieran sido de otra manera y siempre he creído que, si tu padre, tus hermanos y tú os hubierais llevado bien y os hubierais reconciliado, todo habría sido mejor.
– Muy magnánimo por tu parte.
Helen tomó aire.
– Ya veo que sigo sin ser de tu agrado.
– No te conozco de nada.
– Porque no has querido. Yo hice todo lo que estuvo en mi mano para conoceros a ti y a tus hermanos. Os invité varias veces a casa, pero tú eras el único que venías.
Sí, y la última vez que había ido se había producido una desagradable discusión con su padre, que una vez más había insistido en que, dedicarse a la abogacía en lugar de hacerse cargo de la empresa familiar, era un error terrible.
En aquella ocasión, la velada había terminado cuando Jack se había marchado entre el primer y el segundo plato.
– No era un hombre fácil -comentó Jack.
– Ya lo sé, pero, por si te sirve de algo, yo creo que no lo hacía adrede. Simplemente, tendía a ver las cosas de una manera.
– Sí, de la suya.
– Tu padre quería que tú fueses feliz.
– Mi padre quería que me ocupara de su empresa, me apeteciera a mí hacerlo o no.
– Y aquí estás.
– Sí, menuda ironía.
– Ojalá no hubiera muerto y tú no tuvieras que verte en esta situación, pero eres nuestra mejor baza. Siento mucho que no puedas estar dedicándote a lo que de verdad te gusta, pero la empresa es importante también. Todos tenemos que hacer sacrificios.
– De momento, me parece que el único que los estoy haciendo soy yo. Me gustaría saber qué pone en el testamento. A lo mejor, te lo ha dejado todo a ti y, si no te gusta cómo llevo la empresa, me puedes despedir.
Helen negó con la cabeza.
– No cuentes con ello. George nunca fue amigo de ese tipo de sorpresas. No creo que redactara un testamento tan aburrido.
– Te advierto que, si me ha dejado la empresa a mí, la vendo.
– ¿Así? Tu padre le dedicó su vida.
– Lo sé perfectamente. Lo sé mejor que nadie. Mejor que nadie excepto tú, claro.
– Yo lo quería mucho y siempre le perdoné sus errores.
Jack tenía la sensación de que le estaba diciendo que él debería hacer lo mismo.
Le entraron ganas de preguntarle cómo era posible que le hubiera entregado el corazón a un hombre para el que siempre iba en segundo lugar, pero no lo hizo porque no le pareció que tuviera derecho a hacerlo.
La gente que te quería siempre se iba, de una u otra manera. A algunos se los tragaba el trabajo o las circunstancias de la vida, otros desaparecían y otros morían, pero, al final, todo el mundo estaba solo.
Lo había aprendido hacía tiempo y no tenía ninguna intención de olvidado.
Capítulo 7
Samantha creía que aquello de que Jack le diera clases de conducir no iba a salir bien. Para empezar, porque Jack podía enfadarse y, para seguir, porque la situación podía convertirse en un desastre total.
– ¿Te arrepientes? -le preguntó Jack, sentado en el asiento del copiloto del viejo coche que habían llevado hasta un aparcamiento vacío.
– No, ya he pasado del remordimiento y estoy, más bien, aterrorizada.
– Lo vas a hacer muy bien -le aseguró Jack-. Es muy fácil. Piensa en toda la gente que conoces que está loca y que conduce.
– Desde luego, decirme que me voy a encontrar con todos esos locos al volante no es la mejor manera de hacerme sentir mejor -contestó Samantha-. Preferiría que habláramos de la gente que conduce con cabeza.
– Por supuesto, la hay y mucha. Tú vas a ser una de esas personas. Lo único que tienes que hacer es relajarte.
Samantha miró por la ventana y comprobó que no había ni una sola nube en el cielo. Adiós a la excusa de la lluvia.
– No sé si sería mejor que contratara a un profesor profesional -comentó.
– ¿Por qué? A mí me apetece mucho enseñarte a conducir. Va a ser divertido.
«Será para ti», pensó Samantha agarrando el volante con fuerza.
– No sé si voy a ser capaz -confesó.
– Por supuesto que vas a ser capaz. Lo único que pasa es que tienes miedo, que es normal. En cuanto lo venzas, todo irá sobre ruedas. Piensa en el objetivo final. Vas a aprender a conducir. Podrás ir adonde te dé la gana. No tendrás que depender de los autobuses ni de los trenes. Serás libre. Cierra los ojos.
Samantha lo miró.
– No sé mucho de la conducción, pero sé que se conduce con los ojos abiertos.
Aquello hizo reír a Jack.
– Por supuesto, pero, de momento, ciérralos.
Samantha así lo hizo.
– Ahora, imagínate conduciendo por una autopista. Los carriles son anchos y está dividida por una mediana, así que no tienes que preocuparte de que venga nadie de frente. Solamente hay unos cuantos coches y ninguno cerca de ti. Hace un día maravilloso y estás conduciendo hacia el norte, hacía Wisconsin. ¿Lo visualizas?
Samantha intentó ver la carretera y no los postes de la luz y los árboles con los que podía chocar. Se imaginó conduciendo con naturalidad, cambiándose de carril e incluso adelantando a alguien.
– Ahora, imagínate saliendo de la autopista. Al hacerlo, vas a parar en un restaurante. Estás encantada. Conduces con facilidad.
Samantha tomó aire y abrió los ojos.
– Está bien, estoy preparada.
– Bien. Ya te he explicado lo básico. Dime lo que recuerdas.
Samantha le dijo que sabía que tenía que colocar los retrovisores, poner el motor en marcha y meter primera y, antes de lo que a ella le hubiera gustado, Jack le dijo que había llegado el momento de pasar de la visualización a la práctica.
Así que Samantha puso el motor en marcha, metió primera después de haber colocado los retrovisores, y comprobó que, gracias a Dios, estaban solos en el aparcamiento.
– Allá voy -murmuró levantando el pie del freno y deslizándolo suavemente sobre el acelerador.
El coche se movió. No fue para tanto. Había conducido un par de veces en la universidad y parecía que lo estaba recordando.
– Pon el intermitente y gira a la derecha -le indicó Jack.
Samantha así lo hizo, pero la falta de práctica hizo que girara el volante demasiado rápido y el coche giró sobre sí mismo bruscamente, obligándola a frenar con fuerza.
– Perdón.
– No pasa nada. No te preocupes. Hemos venido a practicar. Si ya supieras conducir, no haría falta que te enseñara.
Desde luego, estaba siendo amable y paciente y Samantha se lo agradecía sobremanera porque era consciente de que en aquella situación Vance ya llevaría un buen rato gritándole.
– Vamos a intentarlo de nuevo.
– Muy bien -contestó Samantha poniendo el intermitente y girando el coche con más suavidad-. Vaya, me ha salido bien.
– ¿Lo ves? -sonrió Jack-. Vamos a dar un par de vueltas más por el aparcamiento y, luego, salimos a la calle.
– ¿A la calle? -gritó Samantha.
– No te puedes quedar en el aparcamiento para siempre -contestó Jack.
– ¿Cómo que no? Es un aparcamiento precioso, me encanta, podría quedarme a vivir en él.
– Tranquila, no pasa nada. Venga, conduce. Por ahí.
Samantha estuvo conduciendo por el aparcamiento durante otros cinco minutos, girando, poniendo los intermitentes, parando y, al final, a pesar de sus protestas, Jack consiguió convencerla para salir a la calle.
– Estamos en un polígono industrial y es sábado, así que no va a haber casi coches. Venga, toma aire varias veces y a la calle.
Samantha dio un pequeño gritito y se lanzó, pero, al llegar a la salida de la autopista, decidió tomar la vía de servicio, seguridad en lugar de libertad, diciéndose que la autopista seguiría estando allí al día siguiente.
– ¿Qué te ha parecido? -le preguntó Jack a Samantha al entrar en el supermercado.
– Ha estado fenomenal -contestó Samantha-. Has estado muy bien. Paciente, sereno y dispuesto a explicarme las cosas cincuenta veces.
– Gracias por los cumplidos, pero no preguntaba por eso. Admite que no ha sido tan difícil.
Lo cierto era que había sido más fácil de lo que Samantha creía. Después de una hora dando vueltas por el polígono industrial, se había atrevido a llevar el coche de vuelta a la ciudad.
– Eres un buen profesor.
– Y tú, una buena conductora.
– ¿De verdad?
Jack asintió y Samantha sonrió encantada.
– En nada, te sacarás el carné y te comprarás un coche.
– Sí, creo que me compraré uno de esos híbridos nuevos, ésos que no contaminan tanto.
– ¿Te apetecen fresas? -le preguntó Jack al llegar a la fruta.
– Sí, me encantan las fresas -contestó Samantha.
– ¿Sabes que esta tienda te lleva la compra a casa?
– Sí, pero me gusta venir a hacer yo la compra para ver el género -contestó Samantha.
Tras pagar, fueron hacia el coche, cargaron las bolsas y Jack le indicó que condujera ella hasta casa. Mientras lo hacía, le entraron dudas. Le había dicho a Jack que lo invitaba a cenar por haberla enseñado a conducir, pero ahora se preguntaba si a él le apetecería.
– Oye, si no te apetece venir a cenar a casa, no te sientas obligado, ¿eh? -le dijo con confianza.
– Somos amigos, ¿no?
Samantha asintió.
– Entonces, cuenta conmigo.
Amigos.
Samantha no sabía si lo había dicho para recordárselo a sí mismo o para dejárselo claro a ella. A lo mejor, le estaba dando a entender que no estaba dispuesto a intentar nada más.
Jack llegó a casa de Samantha a las siete en punto. Se llevó a Charlie porque, aunque el perro estaba cansado y sólo quería dormir, pensó que, si la conversación se hacía difícil, siempre podían hablar de él.
«Patético» se dijo.
Quería hacer lo correcto con Samantha, es decir, ser su amigo y su jefe y nada más, pero, por mucho que se lo repetía y por muchas veces que ella le decía que no, la seguía deseando.
Llamó a la puerta prometiéndose que, cuando volviera a casa, dilucidaría la manera de olvidarse de ella, pero mientras tanto… no había nada de malo en soñar un rato.
– Veo que has venido -lo saludó Samantha al abrir la puerta.
– ¿Dudabas de que viniera?
– Esperaba que lo hicieras -contestó ella-. Pasad.
Jack así lo hizo y, mientras la seguía por el pasillo, se fijó en que se había puesto una camisola de colores que se deslizaba por uno de sus hombros, dejando al descubierto su cremosa piel, y en que iba descalza.
– Has vuelto a ser tú -comentó.
– ¿Cómo? -se extrañó Samantha.
– Desde que has llegado, te has mostrado un poco conservadora. Es cierto que juegas al baloncesto en el pasillo y, que vistes de colores vivos, pero no como antes. Esta es la primera vez que eres de verdad, tal y cómo eras en la universidad.
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