Samantha también las miró. Estaban pintadas de azul y verde claro.

– Son colores muy tranquilos -comentó.

– No te gusta nada.

– Hombre, yo no habría elegido colores tan…

– ¿Normales?

Samantha sonrió.

– Todavía me acuerdo de aquel chal tan horrible que tenías sobre la mesa cuando estábamos en la universidad. Era la cosa más fea que he visto en mi vida -recordó Jack.

– Era precioso y tenía unos colores increíbles -contestó Samantha.

– Parecía sacado de una pesadilla de Dalí.

– Desde luego, qué poco gusto tienes.

– Era espantoso -sonrió Jack.

Samantha también sonrió.

Siempre había sido así. Pocas veces estaban de acuerdo en algo y aquello a ella le gustaba tanto como mirarlo.

Jack se había cambiado de ropa y ahora vestía unos vaqueros y camiseta de manga larga. Los pantalones ya eran viejos y, al estar desgastados, se ajustaban a sus piernas y a sus caderas de manera muy sensual.

Una sensualidad muy controlada de todas maneras. Samantha siempre se había preguntado qué ocurriría cuando Jack diera rienda suelta a sus deseos y se olvidara del control.

Aquella noche que habían pasado juntos le había dejado claro que su potencial era estremecedor. «Olvídate de aquello», se advirtió a sí misma. Terreno pantanoso y peligroso.

– ¿Y no te has traído nada tuyo de Nueva York? -le preguntó Jack.

– Muy pocas cosas -contestó Samantha.

En un intento por controlarla, Vance había luchado con uñas y dientes por cada cuadro y cada plato y para Samantha había resultado más fácil dárselo todo.

– Sé que te acabas de divorciar -comentó Jack mirándola a los ojos-. ¿Qué tal lo llevas?

No era ningún secreto, así que Samantha no se sorprendió de que lo supiera.

– Ahora, estoy bien. Al principio, me resultó duro porque caí en esa estupidez de que el divorcio es un fracaso, pero ya lo he superado.

– Debe de ser duro.

Samantha asintió.

– Yo creía que iba a estar casada con el mismo hombre toda la vida, creía que había elegido al hombre perfecto. Bueno, se entiende, no perfecto porque fuera perfecto sino porque era perfecto para mí. En cualquier caso, me equivoqué. Teníamos objetivos diferentes en la vida, no coincidíamos en casi nada, ¿sabes? Yo podría haber vivido con eso, pero, de repente, él cambió de opinión y decidió que no quería tener hijos.

– Vaya, pues a ti te encantan los niños si mal no recuerdo.

– Sí, todavía tengo unos cuantos buenos años por delante, así que no he perdido la esperanza de tenerlos algún día.

– Claro que no.

Samantha sonrió.

– Bueno, ya basta de hablar de mí. ¿A ti qué tal te ha tratado la vida en cuestiones de amor? -le preguntó.

– Bueno, no hay mucho que contar. No me he casado ni me he divorciado aunque estuve prometido durante un tiempo.

– ¿Y qué pasó? ¿No funcionó?

– Murió.


Samantha se quedó estupefacta.

– Lo siento mucho -se lamentó sinceramente.

– Gracias. Fue hace unos años, justo antes de Navidad. Shelby se salió de la carretera porque había helado y su coche cayó al río.

– Qué horror.

Jack sabía que a Samantha le hubiera gustado poder decir algo especial para consolarlo, pero no había nada que no hubiera oído ya. En cualquier caso, nada de lo que le habían dicho había cambiado el hecho de que Shelby hubiese muerto ni de que hubiera dejado aquella nota antes de morir.

– ¿Y fue mucho antes de la boda?

– Una semana antes. Nos íbamos a casar el día de Fin de Año.

– Supongo que ahora no te gustará nada la Navidad -comentó Samantha mordiéndose el labio inferior.

– Bueno, en realidad, ya lo voy superando, pero los que me dan pena son sus padres.

Samantha asintió.

– Las relaciones nunca son fáciles -recapacitó.

– Hablando de algo más agradable -comentó Jack cambiando de tema-. ¿Te han dicho que dentro de unas semanas hay una gran fiesta?

Samantha negó con la cabeza.

– Es una fiesta que dan los grandes anunciantes y hay que ir de gala.

– ¿De verdad? ¿Me estás diciendo que tengo excusa para comprarme un vestido nuevo y estar fabulosa?

– No es una excusa sino una orden.

– ¿Y tú irás de esmoquin?

– Por supuesto.

– Madre mía, estarás guapísimo y todas las mujeres te adularán.

– Para variar -bromeó Jack.

– O sea que ligas mucho, ¿eh?

Jack se preguntó si Samantha estaba coqueteando con él y decidió no dejar que su mente siguiera por aquellos derroteros porque, siempre que se había planteado algo así con ella, se había llevado una gran decepción.

– Bueno, no me puedo quejar, salgo con alguna de vez en cuando…

– Estoy segura de que no sales más porque no quieres, porque eres guapo, divertido inteligente, tienes dinero y estás soltero. A mí me pareces bastante irresistible.

– Estoy de acuerdo con todo eso, pero, aun así, hay algunas que se me resisten -bromeó Jack-. ¿Y tú? ¿Tienes intención de empezar a salir con hombres pronto?

– No creo. Cuando te divorcias, tu autoestima se ve muy vapuleada y yo todavía me estoy recuperando.

Jack no se lo podía creer porque Samantha siempre había sido una mujer segura de sí misma, inteligente, divertida y preciosa.

– No se te nota.

– Gracias -sonrió Samantha-. Me lo estoy currando mucho.

– Pues sigue así.

A Jack le hubiera encantado decirle que estaba tan maravillosa como siempre, pero no se atrevió.

– En fin, Charlie y yo nos vamos a ir a dormir -se despidió llamando al perro.

– Gracias por haber venido -los despidió Samantha en el vestíbulo-. Me ha encantado cenar con vosotros -añadió agachándose y despidiéndose de Charlie-. A ver si nos volvemos a ver, ¿eh?

Charlie ladró encantado y le lamió la mano. «Tendría gracia ahora que, después de tanto tiempo, se enamorara de mi perro», pensó Jack divertido.

Capítulo 3

Casi una semana después, Jack estaba sentado en su despacho, maldiciéndose a sí mismo por haber accedido a hacerse cargo de la empresa de su padre de manera temporal.

Cada día, surgía un problema nuevo.

Para empezar, los del departamento de informática le habían dicho que las páginas web estaban casi ya a su máxima capacidad y que, para llevar a cabo la ampliación, iban a tener que negociar con su servidor.

Las suscripciones a la revista habían bajado y el tren en el que iba un pedido de cientos de miles de ejemplares hacia la Costa Este había descarrilado.

Había tantísimas cosas que hacer que Jack se preguntó cómo demonios su padre era capaz de encargarse de todo aquello y, además, de varios departamentos a la vez.

Jack se echó hacia atrás en su butaca y se masajeó las sienes. Obviamente, George Hanson no lo había hecho bien y las cosas estaban empezando a desmoronarse.

A pesar de que había contratado a diferentes personas para que dirigieran los diferentes departamentos, el volumen de trabajo que Jack tenía era tan abrumador que estaba agobiado.

Lo único que se le ocurría hacer si quería que la empresa sobreviviera era ponerse en contacto con sus hermanos, así que le preguntó a la señorita Wycliff sí sabía dónde estaban Evan y Andrew.

Jack no sabía si la antigua secretaria de su padre se habría sorprendido al ver que no tenía ni idea de dónde encontrar a sus propios hermanos, pero le agradeció que disimulara y que se ofreciera a buscarlos.

Cuando la señorita Wycliff abandonó su despacho, Jack bajó a la planta de abajo decidido a hablar con su tío David. A diferencia de su padre, que vivía entregado al trabajo, su hermano había tenido tiempo para sus sobrinos.

– ¿Qué tal te va? -lo abrazó David al verlo entrar en su despacho.

– Bueno… la verdad es que no muy bien -contestó Jack-. Yo creía que la empresa estaba mucho mejor de lo que está en realidad.

– Al final de sus días, tu padre no era el mismo de siempre. No confiaba en nadie… ni siquiera en mí. ¿Cómo lo llevas?

– No muy bien.

– Siempre puedes irte.

– No, di mi palabra de quedarme tres meses y poner la empresa en marcha y la voy a cumplir. Le he dicho a la señorita Wycliff que busque a Evan y a Andrew.

– ¿Y eso?

– Deberíamos estar aquí los tres, la empresa es de los tres.

– Nunca os habéis llevado bien. ¿Por qué crees que iban a venir ahora a ayudarte?

– No sé… oye, David, tú sabes mucho más de esta empresa que todos nosotros juntos, ¿por qué no te ocupas de ella?

– Aunque fuera verdad que sé tanto como dices, tendría que respetar el deseo de tu padre y él quería que uno de sus hijos se hiciera cargo de la compañía.

– Eso no lo sabremos hasta que leamos el testamento -se lamentó Jack-. ¿A quién se le ocurre decir que hay que esperar tres meses para leer su testamento? Es de locos. Hasta entonces, no podemos hacer nada. Sólo espero que mis hermanos vengan a la lectura.

– Vendrán, por el dinero, pero no esperes que te ayuden -contestó David.

– Madre mía, en qué lío me ha metido mi padre. No sé por qué, él creía que yo era el único de sus hijos que podía hacerme cargo de la empresa y, de alguna manera, convenció a los consejeros delegados. ¿No se dan cuenta de que, en realidad, lo único que quería mi padre era controlarme incluso después de muerto?

– George te quería -comentó David-. A su manera, pero te quería.

– Eso es como decir que la hembra de viuda negra no tiene nada en contra del macho cuando lo mata -contestó Jack tomándose el café que la secretaria de su tío les había servido-. Tú siempre lo has defendido, incluso cuando tuviste que hacer de padre para nosotros.

David se encogió de hombros.

– Yo sólo quería ayudar.

– Deberías haber tenido hijos.

– Tú, también. Por cierto, estaba confeccionando una nota de prensa sobre la gente nueva que has contratado y uno de los nombres se me hacía muy conocido.

– Samantha era la mejor candidata -contestó Jack sin ponerse a la defensiva.

– No lo dudo. Lo único que digo es que me pareció interesante volver a ver su nombre. Me acuerdo de ella, es la que se fue, ¿no?

– Entre nosotros nunca hubo nada.

– Pues hablabas de ella como si fuera tu novia.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– ¿Está casada?

– No.

– A lo mejor, la vida te está dando una segunda oportunidad.

– Yo no creo en segundas oportunidades -sonrió Jack.

David se puso serio.

– No todas las mujeres son como Shelby.

– Ya lo sé -contestó Jack terminándose el café y poniéndose en pie-. No te preocupes por mí. Estoy bien. En cuanto a Samantha, solamente somos compañeros de trabajo.

– Eres un mentiroso, pero te seguiré la corriente -sonrió su tío.

– Vaya, gracias. Si te enteras de algo de mis hermanos, llámame.

– Por supuesto.


– ¡Cuánto me alegro de verte! -exclamó Helen abrazando a Samantha al llegar a casa de su amiga.

– Ante todo, gracias por todo lo que has hecho por mí. Necesitaba irme de Nueva York y, gracias a ti, he podido hacerlo -contestó Samantha.

Helen se sentó en un sofá e hizo un gesto con la mano en el aire como diciendo que no tenía importancia.

– Por favor, yo lo único que hice fue conseguirte una entrevista. Que te contratara ha sido todo mérito tuyo porque te aseguro que Jack jamás se fiaría de mi opinión.

Samantha se sentó junto a su amiga y le tocó el brazo.

– Pareces cansada. ¿Qué tal te encuentras?

– Exhausta -confesó Helen-. Han pasado ya dos meses. Supongo que tendría que haberme acostumbrado ya a su ausencia, pero… -añadió con lágrimas en los ojos-. Maldita sea, me había prometido que no iba a volver a llorar.

– El dolor no entiende de límites temporales.

– Gracias por preocuparte por mí -dijo Helen apretándole los dedos-. Estoy bien.

– No mientas.

– Bueno, es cierto, no estoy bien, pero intento convencerme de que sí lo estoy. Supongo que de algo me servirá… suelo conseguir estar un par de horas sin llorar, lo que ya es todo un logro porque al principio sólo lograba estar unos minutos. Le echo terriblemente de menos y me siento muy sola.

Samantha no sabía qué decir pues era cierto que Helen estaba realmente sola en todo aquello. No tenía familia y los hijos de George no la habían recibido precisamente con los brazos abiertos.

– ¿Has intentado hablar con Jack? Es un hombre razonable -le propuso.

– Sí, ya lo sé -contestó Helen secándose las lágrimas con un pañuelo de papel-. Es un hombre muy educado, pero no nos llevamos muy bien. Te aseguro que lo he intentado todo con los hijos de George, pero no he conseguido nada. A veces, me digo que no ha sido por mi culpa, que lo que ha pasado es que, aunque George era un hombre maravilloso, no se llevaba bien con sus hijos. No sé por qué, pero cuando yo me casé con su padre, ya tenían ciertos problemas. Bueno, no he venido a preocuparte con mis problemas sino a ver qué tal te va todo.