– Ésta es tu vida, Rick Chandler -dijo Gran Al, el entrenador de béisbol del instituto, ya retirado, por el estruendoso micrófono inalámbrico, sin importarle que estuvieran dentro de una casa.

Rick contempló anonadado cómo su pasado desfilaba ante sus ojos. Una mezcla variopinta formada por sus viejos profesores, entrenadores y amigos se reunió en el salón de casa de su madre.

Se le encogió el estómago.

– No me lo puedo creer.

– Claro que sí. -El regocijo de su madre era tan grande como la sensación de Rick de fatalidad inminente.

Con Kendall a su lado y Hannah riéndose desde la banda, le fueron empujando por entre el enjambre de gente. Al final lo hicieron sentar en primera fila, rodeado por su madre, sus hermanos, Charlotte, Kendall y Hannah. El resto de los invitados se arremolinaron a su alrededor.

– Que empiece el espectáculo.

Rick hizo una mueca por el estruendo. Era obvio que Gran Al creía que estaba en un campo de rugby.

– La señora Pearson, que hace poco se ha jubilado de la escuela de Yorkshire Falls, fue maestra de Rick en el parvulario. Adelante, señora Pearson. -Al pasó el micrófono a la mujer menuda y de pelo cano situada a su derecha.

– Probando, probando. -Al se acercó el micrófono a los labios y emitió un chillido agudo que hizo que los presentes se encogieran del susto y se quejaran-. Lo siento. Hace siglos que no uso un puto chisme de éstos. Quiero decir el micro. En cuanto me jubilé dejé de cuidar el lenguaje. -Se rió-. Bueno, continuemos.

– No, por favor -dijo Rick.

– No seas cobarde, hermanito. Lo superarás. -Chase se cruzó de brazos y sonrió.

Rick pensaba vengarse de su hermano cuando llegara su cumpleaños.

– Rick era un niño imaginativo -dijo la señora Pearson con su mejor tono de maestra-. Y desde el comienzo supo cómo atraer a la gente. Y ya de pequeño tenía dotes de empresario. Recuerdo un día, a la hora del recreo, cuando vi que todos los niños, bueno, sobre todo las niñas, estaban haciendo fila detrás de él.

– Rick siempre fue encantador -dijo Raina.

Rick negó con la cabeza y notó que se sonrojaba. ¿No era ya demasiado mayor como para que su madre le sacara los colores? Obviamente no. Mierda.

– Bueno, bueno, sin interrupciones -dijo la señora Pearson, pero con una sonrisa en los labios, porque le gustaba volver a ser el foco de atención, por poco que durara-. Resulta que el pequeño Rick había ido al médico a hacerse una revisión esa semana. El doctor Litde, a quien seguro que todos recordáis aunque ya esté muerto…

Se produjo un murmullo de asentimiento y un «que en paz descanse».

– Pues al parecer, el doctor Litde le había dicho a Rick que tenía las orejas tan limpias que a través de ellas se podía ver hasta la China. Y Rick, como era muy listo, puso a los niños en fila y cobraba peniques a quien quisiera ver cómo era la China de primera mano.

Los invitados ovacionaron a la señora Pearson mientras le pasaba el micro a la señorita Nichol, otra maestra del colegio, que se parecía a Lucille Ball.

– Espero que no vayan curso por curso -dijo Rick.

– Oh, no, sólo los momentos estelares -le tranquilizó Raina dándole una palmadita en la mano.

– Genial.

Kendall se rió y el espectáculo tipo Esta es su vida continuó. Rick soportó una anécdota no tan terrible de la todavía pelirroja señorita Nichol, un recordatorio de sus travesuras infantiles de otro maestro e historias embarazosas de su época de instituto sobre cuando el entrenador lo pilló dándose el lote con chicas detrás de las gradas.

Tenía que reconocerle el mérito a su madre. Había conseguido alegrarle la noche e incluso hacerle olvidar qué significaba esa fecha para él, por lo menos durante un rato. Al advertir su sonrisa de complicidad, se dio cuenta de que lo había organizado a propósito. Antes de que le diera tiempo a decidir sí era positivo o no, Kendall lo cogió de la mano. Cálida y suave al contacto con su piel, lo cual le recordó lo mucho que añoraba estar con ella.

Ella se inclinó hacia él para susurrarle al oído.

– Estoy obteniendo más información con este espectáculo que gracias a ti.

– Nunca te he excluido. -Con Kendall había sentido más, había dado más de sí mismo que nunca. Y en el aniversario del mayor desastre de su vida, aquello le asustaba.

Kendall lo asustaba, lo cual no era fácil de reconocer. Así pues, no, pensó Rick, salvo por ese recuerdo, que aún era demasiado doloroso, porque Kendall, al igual que Jillian, se marcharía, no la había excluido. Más bien al contrario, había dejado que se le acercara demasiado.

Antes de que Kendall tuviera tiempo de responder, su madre habló por el micrófono.

– Como sabéis, mis hijos son lo mejor del mundo. Aunque todavía no me hayan dado nietos. -Detrás de ella, Eric carraspeó, porque obviamente no le parecía bien que se quejara en público.

A Rick tampoco. La diferencia era que ya se había acostumbrado a su queja.

– En serio, tengo unos hijos maravillosos. Cuidan de mí cuando lo necesito. -Se llevó la mano al pecho.

Y dirigió la mirada a algún punto lejano, como un sospechoso que tiene algo que ocultar. Pero esa comparación no tenía ningún sentido.

– Así pues -continuó Raina, retomando sus pensamientos-, es un placer para mí compartir con vosotros mi historia preferida sobre mi hijo mediano.

– ¿Puedo marcharme ahora mismo? -preguntó Rick irónicamente.

– Sólo si estás dispuesto a que te traigamos de vuelta a rastras y esposado -gritó alguien.

Kendall contuvo una carcajada pero no consiguió evitar emitir un fuerte hipido.

– Bueno, bueno. Adelante -concedió Rick.

Pasó un brazo por encima del hombro de su madre, agradecido por haberse preocupado de hacer que su cumpleaños fuera un día especial y agradecido de que todavía siguiera viva para celebrarlo con él. «Todavía», esa idea lo estremecía. Igual que el único deseo incumplido que Raina tenía en la vida.

Nietos. Algo que casi le había dado cuando se casó con Jillian. Raina, generosa como pocas, había recibido al bebé de Jillian con los brazos abiertos y había pensado en él como si llevara los genes de los Chandler. A diferencia de los padres de Jillian, que la habían repudiado, Raina le había tomado cariño. Y al igual que a Rick, a Raina se le había partido el corazón. Pero nunca había mirado atrás, ni siquiera cuando hablaba de su deseo de tener nietos. Nunca lo había culpado, ni sacado el tema a la fuerza cuando él no quería hablar de ello. Porque era su madre, y su amor era incondicional. No obstante, ahí estaban muchos años después, y Raina seguía sin tener los nietos que anhelaba. Ni siquiera de Roman, que se había casado hacía unos meses.

«Nietos», pensó de nuevo y desvió la mirada hacia Kendall.

– Bueno, mi historia se remonta a cuando Rick tenía tres años. -Agradeció que la voz de Raina y sus recuerdos de la infancia le dieran un respiro de los pensamientos sobre su cumpleaños-aniversario.

– Pensaba que ya habíamos superado la época del instituto -comentó Roman.

Al igual que Rick, era obvio que sabía qué iba a contar su madre y no le apetecía oírlo. Rick lanzó una mirada de agradecimiento a su hermano pequeño aunque los dos sabían que Raina no iba a desistir de su propósito. Tenían razón.

Raina no le hizo el menor caso a Roman y continuó, retorciéndose en el asiento, mirando a la multitud para lograr el máximo impacto.

– ¿Adivináis qué quería ser mi adorable hijo para Halloween?

– Me imagino que no fue nada tan típico como fantasma o duende. -Kendall se inclinó hacia Rick y él notó el contacto de sus pechos contra el brazo.

Contuvo un gemido y negó con la cabeza.

– Escucha y verás.

– Chase, Rick y yo estábamos en el coche cuando Rick anunció que para Halloween quería ser una hada madrina.

Los invitados estallaron en risas y aplausos. El dichoso calor se le notaba en las mejillas. Maldita sea, era demasiado mayor para esas cosas. Aunque no consiguió evitar reírse al volver a oír esa ocurrencia, al igual que Kendall. Ella soltó una buena carcajada, y ni siquiera se calló cuando Rick le dio un ligero codazo en las costillas.

– Lo siento -dijo tomando aire de forma entrecortada-. Es que no me lo imagino.

Rick entornó los ojos.

– Yo tampoco, pero ella jura que es verdad.

– ¿Ah, sí? -Esbozó una sonrisa sensual al mirarle a los ojos y una fuerte palpitación erótica se abrió paso entre ellos. Algo totalmente fuera de lugar teniendo en cuenta la cantidad de gente que los rodeaba, pero real de todas maneras.

– Cuéntanos más cosas sobre el hada madrina -pidió una voz que parecía la de Samson.

Rick movió la cabeza. No le quedaba más alternativa que sonreír y soportarlo. Mientras Kendall lo mantuviera excitado y él pensara en llevársela a la cama, era capaz de aguantar cualquier cosa.

– Bueno, ya que insistes… -Raina se rió-. La abuela le había leído La Cenicienta y a Rick le había gustado el hada que le concedía un deseo. Yo sabía perfectamente que John lo mandaría a un jardín de infancia del ejército si se enteraba, así que le hice jurar que sería un secreto, y le prometí un montón de barajas de béisbol si no se lo contaba a su padre.

Se produjo una ronda de aplausos. Rick exhaló un suspiro, asombrado de que sus ocurrencias infantiles divirtieran al público y emocionado al ver cuánta gente había acudido allí por él.

– Bueno, se acabó el espectáculo. -Eric le cogió el micrófono a Raina de las manos-. Mi… paciente… tiene que descansar. En la cocina encontraréis los mejores bocados de Norman. Estáis en vuestra casa. Comed, bebed y sed felices. -Alzó una copa hacia Rick-. Feliz cumpleaños, hijo.

Rick parpadeó, dudando de si había oído bien a Eric, y pensando que había dicho «hijo» más como un apelativo cariñoso que literal. Pero cuando lo miró a los ojos, se dio cuenta de que esa palabra entrañaba mucho significado, tanto para su madre como para él. Eric Fallon no tenía nada que temer con respecto a Raina. Rick, al igual que sus hermanos, deseaba mucha salud y felicidad a su madre. Con Eric había encontrado esto último. Después de veinte años sola, Eric le había dado algo especial y Rick sentía que estaba en deuda con él por eso.

Aunque no tenía copa, asintió hacia Eric en señal de aprobación. Un gesto de hombre a hombre lleno de complicidad. Hacía años que Rick había perdido a su padre, pero si había alguien que se merecía a su madre, ése era Eric.

Rick dio un paso adelante para estrecharle la mano antes de dirigirse a Raina.

– Te quiero, mamá.

– Yo también te quiero. Y, Rick… -Algo sospechosamente parecido a unas lágrimas asomó a sus ojos.

– ¿Qué ocurre?

Abrió la boca pero la cerró en seguida antes de señalar hacia donde estaba Kendall.

– Sólo que te está esperando. Y sé que te gusta. La expresión que tienes en la mirada… Ni siquiera la tenías cuando estabas con Jillian.

– Bueno, por lo menos conozco el desenlace con antelación. ¿No tienes que descansar? -Aunque no parecía tan cansada como él pensaba que estaría. Como tenía el corazón débil, algo peor que una cardiopatía tal como les había explicado hacía unos meses, se fatigaba con facilidad y no era bueno que se cansara demasiado. Pero en esos momentos no daba la impresión de correr peligro alguno.

– Eso no lo sabes -dijo Raina refiriéndose a Kendall-. Cuando se quiere algo de verdad, uno va a por todas. -Le dio una palmadita en la mejilla-. Piénsalo. Ahora, Eric tiene razón, necesito descansar. -Se agarró del brazo de Eric-. Me ha dicho que podía pasar la noche en su casa para que aquí pueda seguir la fiesta. Incluso se ha ofrecido a dejarme su cama. -Se sonrojó ligeramente-. Me refiero a que yo puedo dormir en su cama y él dormirá en el sofá mientras la fiesta se prolonga hasta la madrugada. -Dirigió una mirada de súplica a Eric-: Sácame de aquí antes de que empiece a decir tonterías.

– Ya has empezado a decirlas, querida. -Eric movió la cabeza y se rió-. Pero tus deseos son órdenes para mí. Vámonos antes de que te metas en problemas. En más problemas. No te preocupes, la cuidaré bien, Rick.

– No me cabe la menor duda. -Rick inclinó la cabeza para dar su sutil bendición antes de contemplar a la pareja abriéndose paso entre la gente y saliendo por la puerta.

Menuda noche, y eso que no había hecho más que empezar. Kendall parecía seguir ocupada con su hermana, por lo que Rick se dirigió hacia la mesa del rincón, donde estaban los refrescos. Se sirvió una Coca-Cola, alzó el vaso y tarareó:

– Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz. Me deseo a mí mismo…

– ¿Siempre cantas para ti mismo? -Kendall se acercó a él por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.

Notó cómo le presionaba el pecho contra la espalda y que su calidez lo embargaba, cosa que le ablandó el corazón pero le endureció el cuerpo hasta el punto de sentir una necesidad ardiente.