Primero las chicas intercambiaron una mirada y luego dirigieron la vista a la pobre Grace McKeever.

– Por favor, mamá, ¿puedo quedarme a dormir en casa de Kendall? -Jeannie tiró a su madre de la manga-. Viven en la vieja casa de invitados de la señora Sutton. Hannah me ha dicho que es muy guay. Tiene una habitación para ella sola y hay un desvan en el que Kendall diseña todas sus joyas. Hannah me ha dicho que es una pasada. Por favor…

¿Hannah había dicho que algo referido a Kendall o la casa era una «pasada»? Kendall se esforzó por contener las lágrimas. Se volvió y se secó los ojos. Pensó en echarle la culpa al sol si alguien le preguntaba al respecto.

– Por mí no hay problema, chicas. Pasaremos por casa antes de marcharnos a Harrington para que recojas tus cosas.

– ¡Perfecto! -Las chicas se dedicaron unas sonrisas de complicidad, como si hubieran salido airosas de una operación encubierta.

– Acuérdate de traer una manta o un saco de dormir -le dijo Kendall a Jeannie-. No tenemos ni camas ni muebles extras.

– ¡Doblemente perfecto! -exclamó Jeannie mientras Grace anotaba el número de su teléfono móvil y del fijo y Kendall hacía lo mismo para poder intercambiárselos. Acto seguido, Grace se excusó para seguir haciendo algunas compras. Las chicas volvieron corriendo con su grupo de amigas, pero antes, Hannah se dio la vuelta y se apoyó en la mesa para mirar fijamente a Kendall.

– Gracias.

El agradecimiento que destilaba la mirada de Hannah significaba mucho más que cualquier palabra que pudiera decirle.

– No hay de qué. -Kendall se sacó algo de dinero del bolsillo de los vaqueros y se lo dio a su hermana-. No lo malgastes -bromeó.

Hannah se guardó los billetes en el bolsillo delantero,

– ¿Kendall?

– ¿Sí?

Hannah tragó saliva.

– Hannah, venga. Nos están esperando -la llamó Jeannie.

– Te… te quiero. Adiós. -Antes de que Kendall tuviera tiempo de responder, Hannah se marchó corriendo para reunirse con sus amigas.

– Yo también te quiero. -Y esta vez sí que se le deslizó una lágrima por la mejilla.


El turno de Rick acabó a la vez que la venta callejera. Tenía libertad para hacer lo que quisiera y ver a Kendall era lo que más le apetecía. La encontró saliendo de El Desván de Charlotte maletín en mano.

Se situó a su altura.

– Hola.

Kendall lo saludó con un brillo inequívoco en la mirada.

– Hola.

– ¿Ha ido bien el día? -Señaló el maletín.

– Increíble. He vendido casi todo lo que había expuesto y tengo pedidos para docenas de piezas. -Negó con la cabeza, incrédula-. Ha sido fabuloso.

– Yo sé cómo hacer que sea incluso mejor.

Kendall se paró y se volvió hacia él.

– ¿Ah, sí? -Esbozó una sonrisa.

Tras la conversación seria de la noche anterior, Rick había decidido quitarle hierro a su relación y, a juzgar por cómo lo había recibido ella, su táctica funcionaba. En vez de huir despavorida, se acercaba más a él.

Pero Rick la quería todavía más cerca.

– ¿Te has dado el lote alguna vez en un autocine? -le preguntó.

Kendall sonrió.

– Pues no he tenido el gusto, ¿por qué?

– Esta noche es el pase de diapositivas anual. Coincide con la venta en la calle. Convierten el campo de rugby en una especie de anfiteatro y relatan la historia del pueblo. No es lo más emocionante del mundo pero va todo el pueblo. Y resulta que conozco un lugar discreto con muy buena visibilidad, ¿quieres acompañarme?

– ¿No tienes que trabajar?

– Estoy oficialmente fuera de servicio y soy todo tuyo -declaró, acercándose más a ella.

– Me gusta como suena eso.

Kendall pronunció esa frase con voz un tanto ronca, lo que a él le gustó todavía más. Pero antes de centrarse en lo que harían por la noche, tenía que hablar de un tema con Kendall.

– Esta mañana he pasado por casa de mi madre antes de ir al trabajo.

– ¿Ya estaba todo recogido después de la fiesta?

Rick asintió.

– Aparte de la pila de regalos. No tenía ni idea de que todos los invitados trajeron regalos. -Se sentía ridículo aceptando regalos de cumpleaños y deseó poder devolverlos todos.

Todos menos uno. Se bajó el cuello de la camiseta para que ella viera el fino collar negro que Kendall y Hannah habían hecho para él. No era de los que llevaban joyas, pero aquello no era una joya típica. Era masculina, y lo suficientemente discreta como para que se sintiera cómodo con ella. Pero lo más importante era que el collar era un regalo hecho con el corazón, con el corazón de Kendall.

– ¿Te gusta?

Le sorprendió que se lo preguntara con voz vacilante. Solía mostrarse segura con respecto a su trabajo o, por lo menos, eso es lo que le había parecido cuando la había observado desde lejos por la tarde. No había querido interrumpirla o hacer que perdiera una venta. Cuanto más éxito tuviera en Yorkshire Falls, mejor para él.

– Me gusta y tú también me gustas. -Dio un paso hacia ella y la aprisionó entre su cuerpo y la pared de obra vista del edificio más cercano. El cuerpo de Rick reaccionó y está claro que ella se dio cuenta porque dejó escapar un leve gemido, que lo excitó todavía más-. Tengo que darte las gracias como es debido. -Le dedicó una sonrisa pícara-. Al fin y al cabo, mi madre me educó para que fuera un caballero.

– También te educó para que hicieras estas cosas a puerta cerrada. -La voz inconfundible de Raina y su risita interrumpieron la tensión erótica que había empezado a formarse entre ellos.

– Oh, cielos. -Kendall se escurrió por debajo del brazo de Rick.

Maldita sea. Quería que Kendall se excitara y esperara con ansia la noche, no que se sintiera angustiada y abochornada.

– Hola, Rick. -Raina sonrió-. Kendall.

– Pensaba que estabas en casa, descansando -dijo Rick.

– Lo estaba hasta que Chase ha querido tomar unas cuantas fotos de última hora y le he suplicado que me llevara con él para echar un vistazo rápido a la venta callejera. Nunca me he perdido una y no quería perderme la de este año.

– ¿Y ahora que ya la has visto y te han visto…?

Raina entornó los ojos.

– Me voy a casa y descansaré hasta la noche, por supuesto.

Rick le lanzó una mirada del tipo «debes de estar de broma». ¿Pensaba volver a salir por la noche?

– No tiene nada de malo sentarse encima de una manta con un médico al lado. -Raina se sonrojó, pero se puso derecha, como desafiándolo a llevarle la contraria-. ¿Hannah y tú vendréis al espectáculo? -le preguntó a Kendall, en un claro intento de desviar la atención de su persona.

Funcionó. En vez de preocuparse por la salud de su madre, Rick se centró en Kendall. Cayó en la cuenta de que tenía tantas ganas de estar a solas con ella que se había olvidado completamente de Hannah.

– Lo cierto es que Hannah se va al cine y a cenar con una amiga. -Kendall se situó al lado de Rick-. No creo que vuelvan hasta eso de las once, y luego dormirán juntas -explicó Kendall, que ya se había recuperado del bochorno que había sentido cuando Raina los había pillado como a dos adolescentes.

– ¿Conozco a la amiga? -preguntó Raina.

– Jeannie McKeever.

Rick exhaló un suspiro de alivio. Grace McKeever siempre tenía la casa abierta para los amigos de sus hijos. Si las chicas se quedaban a dormir en su casa, dispondría de otra noche para que Kendall se acostumbrara a su presencia en su vida y, con un poco de suerte, en su corazón.

– Esta noche las dos se quedarán a dormir en la casa de invitados. Yo nunca dormí en casa de una amiga cuando era pequeña, así que he pensado ofrecerle esa oportunidad a Hannah en un sitio que es como un hogar para ella, ¿qué te parece? -preguntó Kendall a Raina.

– Me parece perfecto. -Raina le acarició la mejilla-. Qué buena eres.

Rick no tenía que haber sacado conclusiones precipitadas, sobre todo cuando su vida amorosa estaba en juego. Negó con la cabeza y se echó a reír.

– ¿De qué te ríes? -preguntó su madre.

– De nada -respondió con ironía. Tendría que disfrutar de la compañía de Kendall antes de que ésta tuviera que retomar sus obligaciones de hermana mayor. Obligaciones que al parecer había asumido con más facilidad de la que se imaginaban.

Aunque la relación entre Kendall y Hannah a veces resultaba complicada, Kendall comprendía de forma innata las necesidades de su hermana. Tenía en sus manos la posibilidad de que la chica tuviera una vida digna, para lo que le bastaría con dar un paso atrás y observar y aceptar la situación. Sería una hermana fantástica. Sería una madre fantástica. La idea lo dejó inmóvil, como si una flecha acabara de atravesarle la cabeza.

Miró hacia donde Kendall y Raina estaban enfrascadas en una conversación sobre alquileres de vídeo y la posibilidad de que Raina le dejara un reproductor de vídeo esa noche para entretener a las chicas. A jugar por la amplia sonrisa de su madre, Rick estaba convencido de que Kendall le caía bien. Aunque nunca permitiría que su madre le impusiera la mujer a quien amar, le tranquilizaba saber que estaba contenta, y que su elección no hacía sufrir a su pobre corazón. De hecho, la hacía feliz.

Cuan caprichoso era el destino. Había empezado a salir con Kendall para disuadir a su madre y a las mujeres con las que quería casarlo para que tuviera nietos, y había acabado queriendo precisamente eso con la mujer que había elegido para frustrar el plan de su madre. Ahora sólo faltaba que Kendall quisiera lo mismo.

Ojalá.


Kendall aparcó el coche en la plaza de detrás de la casa de invitados y se encaminó a la puerta delantera. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. Además, sus creaciones habían tenido mucho éxito, pensó con una sonrisa. Mientras abría el bolso, oyó una especie de gemido. Miró a su alrededor pero no vio nada ni a nadie.

Se encogió de hombros y dejó el maletín para buscar las llaves, que había lanzado de cualquier manera en el interior del bolso para sacar sus cosas del coche.

Lo primero que encontró fue la tarjeta de la inmobiliaria que le había dado Tina Roberts. La joven le había pedido un nomeolvides y luego le había ofrecido sus servicios profesionales: le preguntó a Kendall qué pensaba hacer con la casa de su tía y, sin esperar respuesta, se había ofrecido a visitarla y a tasarle la casa por si decidía venderla. También había alardeado de sus muchos logros y de los motivos por los que seria la agente de registros perfecta. Sin vacilaciones, sin vergüenza. No era de extrañar que la hubieran nombrado agente inmobiliario del mes, pensó Kendall con ironía.

Pero no podía vender una casa por encima de su valor de mercado si esta no estaba en perfectas condiciones y la tarjeta de la agente inmobiliaria le recordó por tanto algo importante: hacía días que Kendall no se había molestado en hacer más arreglos en la casa. Y tampoco había vuelto a plantearse ponerla a la venta.

Lo único que había decidido era que Pearl y Eldin se trasladaran a la casa de invitados y poner como condición para la venta que los dejaran vivir ahí sin pagar un alquiler. No sabía si alguien aceptaría tales condiciones, pero Kendall no pensaba dejar sin techo a la pareja de ancianos. Esperaba que no tuvieran inconveniente en vivir en un lugar más pequeño, pero teniendo en cuenta los problemas de espalda de Eldin, quizá estuvieran mejor en una casa de una sola planta y más fácil de mantener.

Tras el día tan extraordinario que había tenido, Kendall no estaba preparada para pensar en la venta de la casa. No cuando había empezado a permitirse plantearse otras posibilidades en la vida aparte de huir. No cuando había empezado a plantearse qué pasaría si…

Tenía tiempo. Kendall volvió a dejar la tarjeta en el bolso y siguió rebuscando hasta que palpó las llaves con los dedos. Entonces volvió a oír el sonido lastimero, esta vez más cerca. Bajó la mirada y vio una perra. Una perra lanuda de color rubio rojizo que la miraba con ojos profundos y conmovedores.

– Hola -le dijo, acercándose al animal con cuidado.

Cuando la perra empezó a menear la cola con un aspecto de lo más inofensivo, Kendall se agachó para acariciarla. Tenía el pelaje apelmazado, como si hiciera siglos que no la hubieran lavado, pero se la veía cariñosa y dócil. No temía a Kendall y al cabo de unos minutos de rascarse la cabeza, se le frotó contra las piernas y se colocó panza arriba para que Kendall le acariciara el vientre, de forma que dejó sus partes claramente a la vista.

– Vaya, parece que me he equivocado, eres un macho. -Kendall se echó a reír. Le palpó el cuello-. No llevas collar ni identificación. ¿Qué voy a hacer contigo?

Kendall se incorporó y el perro la siguió. Se acercó a la puerta delantera y él la acompañó. Al cabo de veinte minutos, después de que le diera agua, limpiara las necesidades que había hecho junto a la puerta, porque no se había dado cuenta de que un solo ladrido significaba que tenía una urgencia, y de llamar a Charlotte para preguntarle quién era el veterinario del pueblo, Kendall y el perro estaban en la consulta del doctor Denis Sterling.