– Estoy impaciente por trabajar con usted -dijo con una sonrisa.

– Gracias, señora Hunter -dijo él devolviéndole la sonrisa.

– Llámeme Maddy, por favor.

– Yo soy Bill, y el otro día la oí hablar sobre Janet McCutchins. Naturalmente, sus palabras me conmovieron.

Maddy esbozó una sonrisa triste ante el cumplido y le dio las gracias.

– Mi marido aún no me ha perdonado. Le asustan las consecuencias que mi comentario podría tener para la cadena.

– A veces es preciso ser valiente y hacer lo correcto. Usted lo sabe tan bien como yo. Debe escuchar a su corazón, además de a sus asesores. Estoy seguro de que él lo entenderá. Solo hizo lo que debía.

– No creo que él esté de acuerdo con usted, pero de todas maneras me alegro de haberlo hecho -admitió Maddy.

– La gente necesita escuchar esas cosas -dijo él, y su voz recuperó la firmeza.

Además, mientras hablaba con Maddy parecía más joven. Ella estaba impresionada tanto por su presencia como por la forma en que se había conducido durante la primera reunión del grupo. Entendía por qué Phyllis lo había invitado.

– Sí, creo que necesita escucharlas -convino Maddy, y consultó su reloj. Eran más de las cuatro y debía regresar al estudio a tiempo para que la maquillaran y la peinaran-. Lo siento, pero tengo que presentar las noticias de las cinco. Lo veré en la próxima reunión.

Antes de marcharse, estrechó la mano a varios de los asistentes. Luego salió a paso vivo de la Casa Blanca y cogió un taxi para regresar a la cadena.

Cuando llegó allí, Greg ya estaba en la silla de maquillaje.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó. La comisión organizada por la primera dama había despertado su curiosidad. Suponía que sería una gran noticia.

– Muy interesante. Me gustó mucho. Conocí a Bill Alexander, el ex embajador de Colombia cuya esposa fue asesinada por los terroristas. Una historia tremenda.

– La recuerdo vagamente. Vi a Alexander en las noticias; estaba destrozado cuando dejaron el cuerpo de su mujer en la embajada. Claro que no lo culpo. Pobre tipo, ¿qué tal está?

– Aparentemente bien, aunque creo que sigue muy afectado. Está escribiendo un libro sobre el caso.

– Es un buen tema. ¿Quién más estaba allí?

Maddy le dio unos cuantos nombres, pero no reprodujo las historias personales que se habían contado durante la reunión; sabía que estaba obligada a ser discreta y respetó esa regla. En cuanto terminaron de maquillarla, entró en el estudio y echó un vistazo a las noticias del día. No había ninguna sorprendente o escandalosa -todas eran bastante anodinas-, y una vez en antena, las transmitieron sin incidentes. Luego Maddy volvió a su despacho. Quería leer cierta información e investigar un par de cosas antes del informativo de las siete y media. Acabó a las ocho. Había sido una larga jornada, y mientras se preparaba para salir de la oficina, llamó a Jack, que seguía arriba, terminando una reunión.

– ¿Me llevarás a casa, o pretendes que vaya andando? -preguntó Maddy.

Muy a su pesar, Jack sonrió. Todavía estaba enfadado, pero sabía que no podía perpetuar esa situación.

– Tendrás que correr detrás del coche durante los próximos seis meses para redimir tus pecados y compensarme por lo que podrían costarme.

– Phyllis Armstrong no cree que McCutchins vaya a demandarnos.

– Espero que tenga razón. Si no es así, ¿piensas que el presidente pagará la indemnización? Será grande.

– Esperemos que no haya nada que pagar -replicó ella en voz baja-. A propósito, la reunión fue muy interesante. Había personas estupendas.

Era la primera conversación que mantenían desde el martes, y Maddy se alegró de que su marido empezara a ablandarse.

– Te veré abajo dentro de diez minutos -dijo él con tono expeditivo-. Todavía tengo que hacer un par de cosas.

Diez minutos después, cuando apareció en el vestíbulo, Jack no pareció contento de verla, pero al menos tenía un aspecto menos feroz que en los últimos tres días, desde la «transgresión» de Maddy. Los dos se guardaron muy bien de mencionar el tema en el trayecto a casa. Se detuvieron a comer una pizza, y ella comentó la reunión de esa tarde. Sin embargo, se limitó a describirla a grandes rasgos, sin entrar en detalles personales, y a exponer los objetivos del grupo. Se sentía obligada a proteger la intimidad de las personas que había conocido.

– ¿Tenéis algún punto en común, o solo sois personas inteligentes e interesadas en el tema?

– Ambas cosas. Es sorprendente cómo la violencia afecta a la vida de todas las personas en un momento u otro. Todo el mundo fue muy franco al respecto. -Era lo único que podía decirle, y lo único que le diría.

– No les habrás contado tu historia, ¿no? -La miró a los ojos con expresión de inquietud.

– Pues sí, lo hice. Todos nos sinceramos.

– Eso es una estupidez, Maddy -dijo Jack con brusquedad. Seguía enfadado con ella, y no estaba dispuesto a hacer concesiones-. ¿Y si alguien filtra la información a la prensa? ¿Esa es la imagen que quieres dar? ¿La de una mujer a quien Bobby Joe arrojó a patadas por la escalera en Knoxville?

A Maddy no le gustó su tono crítico, pero no hizo ningún comentario al respecto.

– Quizá mereciera la pena si eso ayudara a entender que incluso una persona como yo puede ser maltratada. Tal vez mi experiencia podría salvar la vida de alguien, o darle esperanzas de escapar.

– Lo único que conseguirías sería un dolor de cabeza y una imagen de pobre diabla que me ha costado una fortuna cambiar. No entiendo cómo puedes ser tan idiota.

– Fui sincera, igual que todos los demás. Algunas historias eran mucho más tremendas que la mía. -La de la primera dama era espantosa, pero ella no la había ocultado. Todos habían sido francos, y allí residía la grandeza del momento que habían compartido-. Bill Alexander también está en la comisión. Nos habló del secuestro de su mujer.

Dado que la historia era del conocimiento público, podía permitirse hablar de ella con Jack. Pero este se encogió de hombros con desdén.

– Es como si el mismo la hubiera matado. Fue una auténtica estupidez que tratase de negociar personalmente. El Departamento de Estado se lo advirtió, pero él se negó a escuchar.

– Estaba desesperado y probablemente desquiciado. La tuvieron prisionera durante siete meses antes de matarla. El debió de volverse loco mientras esperaba. -Sentía una profunda compasión por Alexander y le irritaba la frialdad de Jack. Parecía totalmente indiferente ante los sentimientos del ex embajador y la tragedia que había vivido-. ¿Qué tienes contra él? Es evidente que no te cae bien.

– Fue asesor del presidente durante una temporada, después de su etapa como profesor en Harvard. Sus ideas se remontan a la Edad Media, y es un fanático de los principios y la moral. Como los primeros colonos.

Era una descripción injusta, y Maddy se molestó.

– Creo que es algo más que eso. Parece sensato, inteligente y muy honrado.

– Supongo que sencillamente no me cae bien. No tiene suficiente vitalidad ni atractivo.

Era curioso que Jack dijera eso, pues Bill era un hombre apuesto. Sin embargo, también era directo y sincero, el polo opuesto de los ostentosos amigos de Jack. Pero su estilo y sus ideas no desagradaban a Maddy, aunque era obvio que a su marido no le parecía digno de admiración.

Regresaron a casa a las diez de la noche y, contrariamente a sus costumbres, Maddy puso las noticias y se quedó helada al ver que las tropas estadounidenses habían encabezado otra invasion en Irak. Se volvió hacia Jack, y detectó algo extraño en sus ojos.

– Tú estabas al tanto de esto, ¿no? -preguntó sin rodeos.

– Yo no asesoro al presidente sobre asuntos militares, Mad. Solo lo hago con los temas de prensa.

– Mentira. Lo sabías. Por eso fuiste a Camp David la semana pasada, ¿no? Y por eso irás al Pentágono este fin de semana, ¿verdad? ¿Por qué no me lo dijiste?

Solía confiarle información secreta, pero en esta ocasión no lo había hecho. Por primera vez, Maddy tuvo la sensación de que no confiaba en ella, y eso le dolió.

– Era un asunto demasiado delicado e importante.

– Perderemos a muchos jóvenes, Jack -replicó con preocupación. Su mente era un torbellino. El lunes también sería una noticia importante para su trabajo.

– A veces es un sacrificio necesario -repuso él con frialdad. Pensaba que el presidente había tomado la decisión correcta. Él y Maddy habían tenido discrepancias sobre el particular, y ella no estaba tan convencida como su marido de la necesidad de ese sacrificio.

Terminaron de ver las noticias. El presentador dijo que diecinueve marines habían muerto esa mañana en un enfrentamiento con soldados iraquíes. Luego Jack apagó el televisor, y ella lo siguió al dormitorio.

– Es curioso que el presidente Armstrong te haya dado esa información. ¿Por qué lo hizo, Jack? -preguntó con recelo.

– ¿Por qué no iba a hacerlo? Confía en mí.

– ¿Confía en ti, o quiere que le ayudes a conseguir que la opinión pública digiera la noticia sin que se perjudique su imagen?

– Tiene derecho a que lo asesoren sobre cómo abordar a los medios de comunicación. No es ningún delito.

– No es ningún delito, pero quizá tampoco sea honrado vender a la gente una decisión que podría ser nefasta a largo plazo.

– Resérvate tus opiniones políticas, Mad. El presidente sabe lo que hace.

La cortó en seco, cosa que molestó a Maddy. Le intrigaba comprobar que su marido ocupaba una posición relevante en la actual administración. Se preguntó si eso explicaría parte de su furia ante el comentario del martes sobre Janet McCutchins. Tal vez temiese que un posible escándalo perjudicase al delicado equilibrio de fuerzas. Jack siempre mantenía la vista fija en sus objetivos y en los costos potenciales de un problema. Hacía previsiones con respecto a todo, y muy especialmente si un asunto lo tocaba de cerca. Pero al acostarse se mostró más afectuoso que las últimas noches, y cuando la atrajo hacia él, Maddy supo que la deseaba.

– Lamento que haya sido una semana tan mala para nosotros -dijo ella con dulzura, entre sus brazos.

– No vuelvas a hacer algo así, Mad. La próxima vez no te perdonaré, ¿y sabes qué pasaría si te despidiese? -Su voz sonaba áspera y fría-. Volverías a las alcantarillas. Estarías acabada, Mad. Tu carrera depende de mí, y más vale que no lo olvides. No juegues conmigo. Podría terminar con tu profesión como quien apaga una vela. No eres la estrella que crees ser. Todo tu éxito se debe a que estás casada conmigo.

Maddy se sintió asqueada y triste, no por lo que podría pasarle si él la despidiese, sino por la forma en que le hablaba. No respondió. Él le pellizcó los pezones con fuerza, con demasiada fuerza, y luego, sin mediar palabra, la tomó entre sus brazos y le demostró quién mandaba. Nunca era Maddy; siempre era Jack. Ella empezaba a pensar que lo único que le importaba a su marido eran el poder y el control.

Capítulo 5

El sábado, cuando Maddy se levantó, Jack ya estaba vestido y a punto de marcharse a la reunión. Le dijo que pasaría todo el día en el Pentágono y que no lo esperase hasta la hora de cenar.

– ¿Para qué vas? -pregunte ella mirándolo desde la cama.

Estaba apuesto y elegante con un par de pantalones informales, un jersey de cuello cisne y una americana. Afuera hacía calor, pero él sabía que pasaría el día en un sitio con aire acondicionado y que quizá tuviese frío.

– Me han permitido asistir a una reunión informativa. Eso nos ayudará a tener una visión más clara de lo que ocurre allí. No podremos divulgar lo que oiga, pero de todas maneras podría resultarnos útil; además, el presidente quiere que lo aconseje sobre la mejor manera de transmitir la información a la prensa. Creo que podré ayudarlo.

Era exactamente lo que Maddy había sospechado la noche anterior. Jack se convertiría en el asesor de imagen del presidente.

– Decirle la verdad al pueblo americano sería una forma interesante de hacerlo. Una actitud novedosa y diferente -añadió, mirando a su marido.

Le molestaba que siempre estuviese dispuesto a manipular la verdad con el fin de producir el efecto «apropiado». Su habilidad para esas artimañas la sacaba de quicio. Maddy tenía una actitud mucho más clara. En su opinión, las cosas eran verdad o no lo eran. Pero Jack veía una gran variedad de matices y oportunidades. Para él, la verdad tenía millones de colores e interpretaciones posibles.

– Hay distintas versiones de la verdad, Mad. Solo queremos encontrar aquella con la que la gente se sienta más cómoda.

– Eso es una tontería, y tú lo sabes. No hablamos de relaciones públicas, sino de la verdad.

– Supongo que por eso yo estaré allí hoy y tú, no. A propósito, ¿qué vas a hacer? -Se apresuró a restar importancia a lo que acababa de decir y sus connotaciones.